Por Raúl Vigini
LP - Hablemos de tus vocaciones.
M.S. - Quizá pueda incluirme dentro de los pocos casos de personas que desde muy pequeñas tienen una vocación fuertemente definida. A los cuatro años comencé con el estudio de danzas y a los seis, yo misma pedí a mis padres que me enviaran a algún lugar en donde pudiera aprender a leer y escribir música, porque desde hacía bastante tiempo pensaba en sonidos, en música, imaginaba y creaba canciones y me había trazado el objetivo de componer óperas “pero que se entiendan”, y eso le decía a una de mis abuelas que escuchaba óperas -en otros idiomas, claro- en discos de pasta; y, si bien yo disfrutaba mucho de los diferentes colores instrumentales, de las sonoridades y melodías, de las voces solistas y de los coros... necesitaba entender las palabras, el argumento, lo que iba sucediendo en esa historia que se cantaba. Mi abuela me decía: “No sé qué dicen, pero es lindo”.
LP - Las disciplinas que elegiste estudiar.
M.S. - La etapa de mi escolaridad primaria transcurrió paralelamente a mi formación temprana en la música y las danzas, a la que luego se agregan el teatro, la carrera de regista -directora escénica de obras musicales- y la narración oral. Circunstancias familiares especiales, hicieron que conviviera desde temprana edad con una tía materna que era unos pocos años más grande que yo y que, por su enfermedad, tenía que pasar mucho tiempo en cama. Por eso, nuestros juegos consistían en hacer títeres, escribir poemas, leer y viajar, con la imaginación.
LP - La música qué lugar ocupa en tu vida.
Tengo la sensación de que la narración oral y la música nacieron conmigo, juntas; que las palabras tienen su música y que la música lleva el corazón que bombea el ritmo y el aire en el que danzan las palabras. Quizá por eso, gran parte de mis más tempranas composiciones, creaciones de cuentos y comedias musicales, como así también la primera ópera que compuse: BRU-JÁCARA -la única ópera que tiene la Argentina concebida en texto y música para niñas y niños, y una de las cuatro que con esas características existen en el mundo-, tuvieron como destinatario primordial a las infancias; porque creo fervientemente en el poder liberador, creativo, lúdico, crítico y simbólico del arte, y por tanto, hasta cierto momento de mi vida y carrera artística, supuse que el mejor aporte que podía realizar a la sociedad era trabajando con y para las y los niños. No estaba errada, pero con el paso de los años, me di cuenta que era imprescindible trabajar también para y con adultas y adultos, porque somos nosotros los que instalamos las valoraciones sociales.
LP - Las inquietudes adolescentes con el arte.
M.S. - Cuando, ya adolescente, me adentré en el estudio del oficio de juglares y trovadores en el medioevo y el renacimiento, pensé que por algún desperfecto en el reloj del universo, yo había nacido a destiempo. Muchos años después supe que, en verdad, podía llegar a ser una juglar del Siglo XX y que, por diferentes circunstancias, los pueblos siempre necesitaron y necesitarían de estos artistas polifacéticos, artífices del re-encantamiento de lo cotidiano, que en un acto de despojo y comunicación profundamente humana, apelan a nuestra esencialidad de palabras que cuenta y nos cuenta, haciéndonos visibles en anhelos y sueños. Prácticamente toda mi adolescencia y mis primeros andares por la universidad, se dieron durante la última dictadura cívico militar, y, como además mi vida se reparte entre el arte y la acción socio cultural, fue muy difícil transitar las pérdidas de compañeras y compañeros, de maestros con los que compartíamos militancia socio-comunitaria. Una vez más, en mi vida, pude comprobar cuán importante es el arte para “decir”, encontrar alternativas aún cuando el estado de derecho es vulnerado, alienado; cuánto fortalece el arte nuestra capacidad de resiliencia en cualquier etapa de la vida.
LP - Con las demás formaciones que tenés ¿qué actividades desarrollás?
M.S. - El arte es y ha sido mi manera de mirar, ser y estar en el mundo. No puedo imaginar otra, como tampoco concibo al arte disociado del compromiso social, cultural, educativo, no didactista. Por esa razón, en simultaneidad tanto desde mis prácticas como investigadora, como educadora en disciplinas del arte -en todos los niveles de formación-, como organizadora de festivales internacionales y otros eventos, como co-fundadora de un teatro, y como fundadora y directora de una biblioteca popular; he buscado y busco constantemente diferentes estrategias artístico-creativas -dramaturgia, composición, puestas escénicas, literatura, proyectos de promoción socio-cultural, de lecturas- para coadyuvar a que se ejerza ese gran derecho que tenemos todas y todos los seres humanos que es el de acceder a los bienes culturales, de NUTRIRNOS y satisfacer tanto el hambre “pan” como el de “palabras”. Esas palabras que fortalecen el terreno simbólico del cual nos valemos para leer todos los mundos, nombrar-nos y existir, hacernos visibles en ellos.
LP - Un par de anécdotas sucedidas en tu trayectoria.
M.S. - Podría contar muchas, muchísimas anécdotas sucedidas en diferentes “escenarios” en los que me desarrollo: teatros, escuelas, hogares de personas con discapacidad, congresos, espectáculos internacionales, y tantos otros; pero, en este momento, transitando una pandemia mundial, en el estado de fragilidad en que nos encontramos, no elijo contar las que han ido pasando en ya un año de esta catástrofe, porque todavía pertenecen a un tiempo “en suspenso”, y deben procesarse. Pero sí puedo contar algunas de las que viví en otra catástrofe, más acotada a la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, que nos obligó a vivir en carne viva y con el corazón expuesto: “la inundación del año 2003” que así quedó titulada en la memoria colectiva. En abril de ese año lluvias intensas y el desborde del río Salado -sumados a la irresponsabilidad, ineptitud e inoperancia de varios de los entonces gobernantes-, puso a dos tercios de la ciudad de Santa Fe bajo agua, literalmente. Entonces, cuando los especialistas de la ONU llegados de Ecuador nos dijeron a un puñado de artistas voluntarios: “Ustedes hagan lo suyo y dispónganse a oír, nada más...”, yo pensé: y nada menos..., porque supe internamente que ese “oír” era más bien escuchar, poner orejas, entendimiento, alma y piel. Partí entonces -con mis deseos, mis dudas, mis recuerdos y mis cuentos- rumbo a los centros de evacuados. Iba pensando en qué historias serían las mejores para compartir o cuáles no contar, porque hacían alusión a una casa, o a una familia o al río... Y al llegar, me di cuenta de que estábamos todos tan desarmados por la realidad, que nos encontrábamos así, “desnudos y sin reparos”, como recién nacidos, para entrar a la ficción. Y empezó la maravilla. Había niños que me pedían cuentos que alguna vez les habían leído o contado y en los que las casas cambiaban de color, o que después de haber sido derrumbadas por el lobo, debían de reconstruirse. Cuando se encontraban en terreno conocido, ellos se convertían en protagonistas del acto de contar e iban adaptando el tantas veces contado cuento de “Los tres cerditos” a sus propias vivencias. Yo era una parte más del imaginario colectivo, en el que nos estábamos re-contando, re-inventando entre todos. Cuando alguien tomó el suceso en el cual los tres chanchitos atrapan al lobo por el rabo y lo entran a la casa de ladrillos, pregunté: ¿Y por dónde lo entraron? Un niño repuso, con la espontaneidad de lo obvio: “Por el agujero del techo -seño- ¿viste cuando se te vuela una chapa?, bueno, por ahí”. A este lobo, los tres protagonistas “solo le mojaron la cara con agua fría, para que aprendiese a no querer comer más chanchitos”. Y yo, otra vez, preguntando: ¿Y nunca más comió chancho? “No, solamente cuando la mamá le hacía sánguches de mortadela”. En otros casos, los niños solo me decían: “¿Vas a venir otra vez seño?... ¡Traenos más palabras, muchas! Esto también sucedía, a su manera, con los adultos o los jóvenes, que acudían a las “narraciones” haciéndome expresos pedidos: “Por favor, cuénteme algo para poder dormir”. Es que las imágenes terribles de lo que habían sufrido, preferían –prefieren- las noches para acudir a golpearles las sienes con sus gritos, o abrirles los ojos, renovándoles el miedo. Por eso no me molestaba, muy por el contrario, me enorgullecía saber que aquella mujer, Rosa, de setenta y cuatro años, como algunos otros, me esperaba ansiosa, se sentaba a mi lado y a los pocos segundos de que yo comenzaba a contar, con una sonrisa de niña que le iluminaba la cara, se entregaba gozosamente al sueño. Al final, ella se despertaba y se sumaba a los aplausos. Después de varios encuentros, Rosa al verme llegar se adelantó y me dijo: “Disculpe señorita que me duerma cuando usted cuenta. Mis compañeros dicen que le falto al respeto. Pero no, señorita, es que de noche no puedo dormir: los ruidos de los helicópteros, las balas, y mi viejo... que todavía no aparece... Pero cuando usted empieza a contar, me hace acordar a cuando yo era niña y en las noches, mi abuela me contaba historias para que durmiera sin miedo. Usted me hace acordar a mi abuela...”. A base de palabras, cuentos e imaginación, todos nos podíamos construir un mundo a la medida de lo que necesitábamos, en la profunda convicción de que no nos lo arrebataría ni el más furioso de todos los ríos, ni la más indolente y egoísta conducta humana.
por Raúl Vigini
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