Por Raúl Vigini
LP - ¿Cuándo se dieron cuenta que el camino a elegir era el que están transitando?
H.M. - Es un largo camino, pero que no se decide ya. Uno va viendo en el camino una serie de señales y cosas, y van naciendo como interrogantes, incertidumbres. Entonces en el fondo, la vocación es una gran búsqueda. No búsqueda de placer, es una búsqueda del sentido de la vida. Justamente hoy es un enorme problema, porque la gente está como sin un sentido, digo jóvenes, grandes y viejos. Entonces en esa búsqueda, de repente, es una búsqueda existencial, uno va descubriendo que hay “Alguien” no solamente afuera de uno, sino que está adentro y es testigo de grandes, hermosos y malos momentos que vamos pasando en la vida. Y uno va dándose cuenta que este “Alguien” nos trasciende, me trasciende, y a quien debo una respuesta porque ese trascender es un trascender de amor, hecho realidad. Por eso digo es una larga búsqueda, yo por lo menos tenía preguntas desde que era niña, y la vida y este Ser que me habitaba me fue contestando a lo largo de los años. Cuando tenía veinte años empezó el proceso militar, con todo lo que esta situación desencadenó, de atropello, de inseguridad, de miedos… Por mi parte, buscaba dónde iba a estudiar y qué iba a estudiar, quería ser profesora, pero no sabía de qué. Bueno, la desorientación de una persona normal de esa etapa. Entonces, contradictoriamente en medio de ese atropello al ser humano, porque eran compañeros, eran compañeros del secundario y profesorado de quienes me enteraba que habían desaparecido, empezaba a descubrir que estaba lindo, era apasionante conocer la Palabra de Dios, ir en grupo de misión. Entonces, este descubrir a la persona humana, su dignidad y “ver” que era tan atropellada, a mí me llevó como por un tubo a descubrir la persona de Jesús. Fue muy duro, muy ingrato, muy crucificante de algún modo… Me fui dando cuenta, de a poco que a ese Dios yo me quería entregar. No había ningún hombre aunque me enamorara, no podía haber un hombre que satisficiera esa sed que tenía adentro. Lo cual nunca me cambió, no importa que me haya o no me haya enamorado, es una cosa mucho más infinita, no lo puedo limitar en algo humano. Y ahí empecé a caminar de otro modo. Sin darme cuenta que eso era un llamado muy fuerte a una consagración. Seguí caminando y conocí a las hermanas de la Compañía pero en medio de aquellos años, donde todos pasábamos a ser sospechosos de algún modo. Me enteré que en la Casa madre, les pusieron una bomba, aquel momento era así!!! Y seguí, seguí con mi idea de estudiar y me fui conectando con la comunidad de San Cayetano de Liniers en Buenos Aires, que realmente era una comunidad vocacional. Era una comunidad que vivía la cultura vocacional, se vivía eso. Todos vivíamos como sentido de nuestra vida, el horizonte existencial lo daba Jesús. Hoy en día si uno mira aquella comunidad, muchísima gente salió de ahí -sacerdotes, monjas, religiosos, laicos comprometidos, salieron de aquel semillero- del Santuario de San Cayetano. Porque era un lugar social, cultural fundamental, si uno quería ver el termómetro de la desocupación había que ir a ver la filita del santito. Aprendí muchísimo ahí, a trabajar en la pastoral, de los sacerdotes, había algunas religiosas. Fue una etapa que me formó en la sensibilidad a los otros. Después de varios años me volví a conectar con las hermanas y entré a la comunidad. Casualmente, entré en la congregación con la democracia. Y ahí empieza otra etapa, una es lo que se piensa antes, y otra lo que se piensa y se vive después que entramos en las instituciones. La vida, las adaptaciones, los requerimientos comunitarios, etcétera. Quizás algo muy bueno para señalar es que la diferencia entre la vida religiosa y la vida de un instituto secular o de un laico consagrado es el filamento de que es una vida en comunidad. En cambio las monjas benedictinas pertenecen a la dimensión contemplativa, por ejemplo.
LP - ¿Por qué eligió esta comunidad cuando tuvo que optar?
H.H. - Visité varias congregaciones y el director espiritual, el padre Carlos que me ayudaba a orientarme en mi vocación me aconsejó que visitara instituciones y viera, que cada una tiene sus características. Así, podría yo encontrar en que comunidad me sentía más a gusto. El mismo me sugirió la congregación que había fundado la Madre Natalia. Le parecía, a este sacerdote que allí podría ser. Eran religiosas de la época. Me invitó a que viera si ahí me sentiría cómoda, si era lo que buscaba. Y pienso que sí, que encontré lo que buscaba en la Compañía del Divino Maestro. Como hablé con Natalia, nuestra fundadora, su cercanía, su calidez, su afecto, lo mismo percibí en el resto de las hermanas que me hicieron sentir el llamado. Me sentía muy cómoda. Además, de la seguridad que me había dado el Padre Carlos, ya que él se daba cuenta que tenía vocación para la vida religiosa. Entonces, me animé y entré en la capilla del Instituto, y vi en la entrada una inscripción que decía: “El Maestro está aquí y te llama”… quedé convencida que aquello que buscaba lo había encontrado. Fue una experiencia muy honda. Tenía veintidós años y había hecho un seminario catequístico arquidiocesano. Cada cosa me iba confirmando más que debía ingresar a la vida religiosa. Cuando lo pensaba sentía mucha alegría. Después uno reflexiona y esa alegría era muy distinta a todo lo que otra cosa podía llenarme de alegría. Siendo aún laica, me inscribí en las Esclavas del Sagrado Corazón para ser adoradora del Santísimo, tenía un tiempo determinado en el día y allí en coloquio con el Señor me sentía muy feliz, y no le cuento cuando ya salía de ahí, y era como que el Señor iba conmigo. El Señor me acompañaba, sentía la presencia del El. Entonces no pude dudar más, y cuando hablé con la fundadora para ingresar me dijo que mi vocación era de Dios y que me iba a recibir con los brazos abiertos cuando lo decidiera. Esa fue mi experiencia y muy honda. No digo que no dudé, y no digo que no sufrí, yo también lloré, porque pensaba: “No debo ser yo”. Era como buscar detrás de mí alguien, si no era otra la persona que Dios llamaba. ¡¡¡Y era yo!!!
LP - ¿Su vida tuvo un entorno que favoreció su mirada puesta en la vida que iba a elegir?
H.E. - Pienso que sí. Desde los nueve años -después que tomé la primera comunión- se fundó en mi parroquia el grupo de niñas de Acción Católica, así que desde esa edad pertenecí a la Acción Católica hasta que entré a la congregación. Siempre tuve una visión de iglesia y apostólica muy fuerte. Vivía en un barrio muy sencillo, de gente de conventillos, íbamos de pieza en pieza llevando la virgen, llevando la invitación para los distintos acontecimientos de iglesia. Viví mucho la vida apostólica y cercana de la iglesia desde siempre. Tenía una vida normal -yo trabajaba, después de los dieciocho años cuando me recibí de perito mercantil, eran épocas donde había mucho trabajo- hace más de cincuenta años, y llevaba una vida muy normal, salía, tenía mi grupo de amistades, de chicas, de muchachos, todos los sábados y domingos participaba de estos encuentros y paseos. Entonces para mí fue una sorpresa para una Navidad, la Virgen de mi parroquia era Nuestra Señora de Belén, mirando la Virgen sentí adentro mío como un llamado, no puedo definir cómo fue. Y cuando lo empecé a hablar con las personas que me conocían no me alentaban, ni siquiera mi confesor. Le parecía que no podía ser, yo era demasiado “normal”. Entonces comencé a estudiar el profesorado de Ciencias Sagradas en el Instituto de Cultura Religiosa Superior para poder ser mejor socia de Acción Católica, pero a medida que iba estudiando -sobre todo en el último año- empecé a sentir que Dios me llamaba a algo más, a algo distinto. Aunque los que me rodeaban no me alentaban. Al final gracias a Dios, en el mismo Instituto se hizo un retiro con el padre Jesús Fernández, un jesuita, y ahí vi con claridad que sí, en la última predicación del padre dije sí, ahí se me corrió el velo totalmente, dije este año de dudas, de idas y de venidas se acabó, yo hablé con el sacerdote al terminar el retiro y él realmente que apenas me conocía, por lo que le dije me dijo sí. Y me dijo “No busque otra congregación, en esta congregación de esta casa usted se va a sentir muy bien”. Fue de Dios porque no nos conocíamos y me ayudó muchísimo. Después hablé con mi familia, que tampoco creía, pero no se opusieron, aunque les pareció raro. Mi hermana le dijo a mi mamá: “No te preocupes, dentro de una semana está de vuelta”. Y hace poco mi hermana me dijo: “Siempre creí que a los quince días estabas en casa”. Y pasaron cincuenta y seis años y sigo con mucha alegría en la Compañía porque realmente encontré mi lugar en la vida. Estuve en distintas comunidades, y en todas me he sentido acogida, tengo que darle gracias a Dios porque en ningún momento sentí rechazo de nadie, todo el mundo ha sido amable conmigo, por sentirlo a El tan cerca y a mis hermanos tan cerca. Todo lo que hace fue con mucha alegría, con paz y con mucha recompensa. Fueron años de felicidad.
LP - ¿Qué destinos tuvo en su misión?
H.E. - En Buenos Aires estuve doce años en el Instituto nuestro, y en otros lugares de la ciudad, en San Miguel, en San Isidro, tres años en Antofagasta, Chile, donde más estuve es en Rafaela.
LP - ¿Dónde nació y en qué lugares estuvo radicada?
H.H. - Nací en Beltrán, provincia Santiago del Estero. Poquito tiempo en Chile acompañando, a las hermanas por situación de salud. También viví en el barrio La Manuelita de San Miguel, provincia de Buenos Aires. En la Rioja en dos oportunidades Después, volví a Buenos Aires. Ahora, estoy en Rafaela, desde hace unos años.
LP - ¿Cómo resultó La Rioja sin Monseñor Enrique Angelelli? ¿Qué les dejó?
H.H. - Lo conocimos en Buenos Aires y fue él quien llevó la congregación. Nos dejó su vida de pastor, entregado a los pobres, su pasión por la Iglesia, y en realidad tan solo de admiración nunca he pensado más sobre él. Había que seguir ese camino, y la gente le tiene veneración, entonces nosotros estábamos con la gente, y participábamos de todo lo que era de Iglesia en homenaje a Monseñor Angelelli, y además acomodando la vida a como él había sido con los demás.
H.M. - Yo nací en Buenos Aires, en el barrio del Congreso, también viví en La Rioja muchos años. Creo que la “impronta” de Monseñor Angelelli quedó pastoralmente en el clero, en la vida religiosa, la vida consagrada, en el laicado era como un espíritu la búsqueda de concreción del Concilio Vaticano II. Marcada por una cercanía, una fraternidad especial. En el pueblo también, en cómo pensar la Iglesia era una huella de Monseñor. En estos años de vida compartida en la Compañía he vivido en provincia de Buenos Aires: San Miguel, Parque Quirno, Ciudad de Buenos Aires. En La Rioja en dos oportunidades y desde el año dos mil doce aquí en Rafaela.
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