A los seis años, procedente de Conlara, Córdoba, llegamos con mi familia a Concarán, San Luis. Eramos trece hermanos. Yo el número diez.
La escuela primaria para mí fue un martirio. En tercer grado quería dejar. Le argumentaba a mi mamá que ya sabía escribir, leer y las cuatro operaciones, ¡para qué más! Pero ese argumento no fue suficiente. Con su varilla de mimbre, que manejaba muy bien, me convenció que debía terminar la primaria. Ese día fue el más feliz de mi vida. ¡¡¡Nunca más libros!!!
Felizmente el trabajo me gustaba. Fui cadete de tienda, de farmacia, peón de albañil, pinté con la brocha gorda, etcétera. A los trece años entré como ayudante de playa de una estación de servicio al frente de mi casa. Al año siguiente quedé a cargo de todo; significaba trabajar las veinticuatro horas del día y los trescientos sesenta y cinco días del año. Nunca me sentí explotado. Estaba cómodo. Tal vez lamentando no poder participar de los partidos de fútbol, únicamente.
Al año siguiente, sorpresivamente, recibí una carta expreso del Ministerio de Telecomunicaciones; se me comunicaba que “por resolución ministerial ha sido nombrado mensajero en el correo local con seis horas de trabajo de lunes a sábado y setenta y cinco pesos de sueldo”. En la estación de servicio ganaba treinta.
Fue lo que cambió mi vida. A los diecisiete años me ascendieron a telegrafista, empecé a relevar al jefe los fines de semana y ahí se me produjo un click: -¡Tenés que estudiar! -¡Pero para qué! Si estaba muy bien en mi pueblo, querido, con mis amigos, era feliz. Jamás lo pude entender ese ¡Tenés que estudiar! Me atormentaba constantemente.
Y empezó mi lucha. En el pueblo no había secundario. A los diecinueve años ya estaba decidido. Pedí traslado a Villa Dolores, me tenía que auto mantener, me inscribí en la Escuela Dalmacio Vélez Sársfield, y en julio, tuve que regresar sin haber logrado mi propósito porque no me llegó el traslado. Por diversas circunstancias, largas de contar, recién conseguí el traslado en octubre, pero a San Luis. De inmediato pedí planes de estudio en el Colegio Nacional. Entre diciembre y marzo rendí primero libre. Hice segundo regular y rendí tercero libre. Me llegó la cédula de llamado para el servicio militar y estuve incorporado trece meses. Felizmente me destinaron al Distrito Militar 50 y como las tareas no eran tan abrumadoras, tuve tiempo de estudiar y rendir cuarto libre pasando a quinto, aprobándolo eximiéndome en todas las materias. Luego opté por odontología y me fui a Córdoba terminando los cinco años sin ningún problema.
Otra síntesis: a los diecinueve no había rendido ninguna materia del bachiller y a los veintisiete ya era odontólogo.
Falta agregar que en San Luis fui a la pensión que paraba desde hacía varios años, uno de mis hermanos. Quiso el destino que la hija del dueño de la pensión fuera la dama que el destino me tenía reservada, y con la que compartimos nuestro andar desde hace sesenta y dos años, en total y perfecta armonía. Ella se recibió de Maestra y Farmacéutica en San Luis y de Bioquímica en Córdoba, ya casados.
Hace cincuenta y cinco años que vivimos en Rafaela, Santa Fe, ciudad que nos abrió generosamente sus puertas permitiéndonos trabajar con total comodidad, contando con numerosos amigos que nos hacen muy placentera nuestra vida.
Mi hobby preferido es la literatura. Mis dos libros editados, “Historias de Vidas” e “Historias Debidas” me llenan de satisfacción.
Doy gracias a Dios cada amanecer por la senda que el destino me tenía reservado.
Lo que mamá nos enseñó
Ella, con su santa paciencia, y la varilla de mimbre que manejaba a la perfección, transmitió a sus trece hijos, principios que nos acompañaron toda la vida.
El principal, la honestidad. Lo que nos pertenecía ni lo teníamos que desear. Aunque fuese lo más insignificante. Después el respeto a todos, y más aún a las personas mayores.
El buen día, buenas tardes, buenas noches, gracias, permiso, por favor, debían estar siempre en nuestro vocabulario. Nos enseñó el culto y el amor al trabajo. Ser responsables, cumplir con los horarios y tratar de hacerlo de la mejor manera. “Yo los ponía a trabajar aunque no les pagaran nada porque así los alejaba de la calle”, nos confesó siendo todos adultos. Ese cuidado tan especial, y eso que vivíamos en un pueblo de dos mil habitantes.
Nos enseñó a no esperar que nos regalaran nada. Aprenderlo a ganar con el sudor de la frente. “Lo que se consigue con esfuerzo se cuida y se lo valora más”, nos decía.
Han pasado muchos años y ahora todo ha cambiado. Sin embargo, a los trece hermanos nos sirvió para transitar siempre por las senda recta y no tener que arrepentirnos por haber dado un mal paso.
Me falta agregar que éramos trece hermanos y que mi papá falleció cuando el menor tenía tres años. El único bien que teníamos era la casa. Nunca nos faltó comida y nada de pedir limosna.
¡A trabajar todo el mundo!
Doy gracias a Dios por la madre que me tocó. Estoy orgulloso de ella.
Algo más sobre el padre Juan
Tuvimos la suerte y el privilegio de ser amigos. Lo consideramos siempre un ser excepcional y por eso su amistad nos enorgullecía. Nos llamaba la atención cómo pudo adaptarse a nuestras costumbres.
En las reuniones que hacíamos en nuestra quinta disfrutaba jugando a las bochas en el parque aunque arrastrara su sotana. Le encantaba jugar al truco. Una vez un amigo para provocarlo le observó: -Padre, usted no puede jugar al truco. -¿Por qué no poder jugar truco yo? -Porque usted es cura y los curas no pueden mentir. Y le contestó muy seguro -Yo no mentir. Yo jugar truco. Le gustaba mucho saborear un buen asado al que acompañaba con un vaso de vino tinto. Tenía un brindis muy propio de él que encantaba.
Decía: “Bebamos, el que bebe vino se emborracha, el que se emborracha duerme, el que duerme no peca, el que no peca va al cielo. Si al cielo vamos ¡Bebamos!”.
Mi ángel de la guarda
-¡El último examen! ¡Cuántas veces soñé con este momento y por fin llegó! ¡Uy! ¡Pero qué miedo tengo!
-¿Miedo a qué?
-A que me bochen.
-No te bocharon nunca por qué te van a bochar ahora.
-¡Es que he visto bochar a tantos en la última materia ahogando el festejo!
-Pero no tiene por qué pasarte eso a vos. Andá a tomar el ómnibus tranquilo que se te hace tarde.
Mientras esperaba la llegaba del 61, alcé la vista porque sentí que alguien me miraba. Era un hombre relativamente joven, vestido en forma muy sencilla. No recordaba haberlo visto antes. Parecía que quería decirme algo pero no lo hizo. Subí al ómnibus y él también subió. Al pasar a mi lado me dejó una mirada tranquilizadora. Algo me quería decir pero no lo pude descifrar. Estaba seguro de que me seguía mirando. Cuando llegué al hospital olvidé enseguida el suceso conversando con mis compañeros. Todos teníamos los mismos nervios. De pronto lo vi. Estaba en el extremo de la galería. Indudablemente me quería decir algo. Estaba solo. Iba a acercarme para preguntarle qué quería, y justo me llaman para el examen. Me pareció que estaba más tranquilo. Pero cuando saqué las bolillas y se las acerqué al profesor, por el temblor de mis manos me di cuenta de que estaba lejos de tener tranquilidad. Ni me fijé qué bolillas había sacado. Eran la nueve y la cinco. Cuando empecé a desarrollar el tema, veo que el individuo estaba por detrás de los profesores, cruzado de brazos, de guardapolvo, como si fuese un ordenanza. Su rostro y su mirada me transmitían una tranquilidad increíble. Continué hablando sin ningún problema, con muy pocas interrupciones por parte del profesor. Los cuarenta y cinco minutos del examen se me pasaron volando. Cuando terminé de exponer vi que se sonrió y levantó el pulgar en gesto de aprobación.
Cuando el profesor dijo: “Tiene un nueve, lo felicito doctor”, lo busqué con la mirada para agradecerle su apoyo pero se había esfumado. Nunca más lo volví a ver.
Cuando en mi vida debo enfrentar una situación difícil, recuerdo su mirada y me tranquilizo.
*Los textos pertenecen al libro Selección de cuentos y anécdotas de Ramón Godoy Rojo, CMG Ediciones, 2019.
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