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La Palabra Sábado 16 de Enero de 2016

Siempre es bueno ser doctor

por Edgardo Peretti - periodista y escritor

Raúl Vigini

Por Raúl Vigini

por Edgardo Peretti - periodista y escritor

 

Ser doctor ha sido, desde siempre, un signo inequívoco de conocimiento o de sabiduría -o ambas cosas- que distinguió a varias generaciones de argentinos. Era como una premisa básica del gringo inmigrante que el hijo estudiase, que fuese alguien y para ello ponía todos sus esfuerzos personales y materiales.

No cualquiera se hacía acreedor al apelativo. Podía ser en medicina o en leyes, pero siempre acreditaba respeto. Esto, al menos hasta que un par de pícaros hicieron de las suyas y el término quedó en uso condicionado, una especie de triple X, donde había que merecerlo. Igualmente, en los ámbitos judiciales donde transito desde hace tres décadas es el mejor seguro para no equivocarse, aunque también tiene sus bemoles (que no es la orquesta que hizo de las suyas allá por los setenta en la zona), ya que se puede agregar “Usía” y hay quienes no se molestan si se dirigen a ellos como “eminencia”.

Una amiga mía, flamante abogada entonces, decía que era apenas una enfermera y que le faltaba mucho para ser docta.

Viene a cuento el introito judicial con la llegada del famoso Doctor Chalita a los pagos del rafaelino barrio juliense, aunque en realidad, su primera instalación tuvo que ver en el triángulo poblacional donde los hinchas de Ferro se mezclaban, aunque todos eran amigos y se agarraban a trompadas por cosas más notorias que el fútbol. No es lo mismo, ni sus efectos lo son, un par de tragos de “Facundo” (abocado, ergo) que los insumos y las fumatas de poco dudoso aroma que hoy saturan estadios y sociedades.

De allí que cuando vino el parque, todos se preguntaban “¿En qué es Doctor este Chalita?”. Cuando se fue, lo sabríamos.

El ámbito donde se instalaba el parque (la esquina de bulevar Roca y Ruta 34) era como la finalización del barrio, el apéndice triangular que no era campo aún (porque éste estaba del otro lado de la ruta), ni ferrocarril abandonado (como los tristes galpones y terraplenes del lado sur del boulevard como se decía). Allí, en ese sitio iban los circos, sea de los Hermanos Videla (parientes de los Rediffecci que vivían en Perú y Moreno) o de los Hermanos Segura.

Cuando llegaba el circo, algún avión vociferaba “llegóóóóóó el ciiircooo” y tiraban volantes que se juntaban con ahínco aunque no sabíamos por qué.

Mientras se aprestaba el debut, los animales se dejaban en jaulas a la vista, aunque en una prudente distancia de la calle y con el zanjón (de la calle Perú) como medida precautoria. Los bichos comían carne que le traían desde el Frigorífico de Fasoli o de la CIPA, adornados con huesos bien grandes.

Y cuando se iba el circo, además del avión que decía (“se vaaa el ciiircooo”, obviamente) se pedían obreros para desarmar la carpa que no eran otros que los mismos que la habían levantado tres semanas o un mes antes; trabajo pesado y pagado según como había sido la mini-temporada, que siempre era en invierno ya que para el verano, se marchaban a la costa o a lugares de veraneo en busca de otros públicos y dineros.

Quedaba como saldo los chicos que habían compartido esos días en la escuela Belgrano con nosotros, que apenas conocíamos y que siempre traían entradas. Uno de ellos -Miguelito- nos contaba que hacía de payaso, de equilibrista y que tenía que limpiar la jaula de los monos. Y nunca le creímos. Tan ignorantes, como prejuiciosos y crueles, nosotros.

También quedaba en el terreno un círculo grande donde había estado la pista, y como se armaba un declive para la platea, en el verano era una improvisada pista de bicicletas hasta que los yuyos lo tapaban o… llegaba un parque.

Estos conjuntos, que se autodefinían a sí mismos como “fabulosos”, eran un poco más ruidosos y menos mágicos que los circos, pero se quedaban todo el verano ayudados por el clima y un escenario al aire libre que siempre era una invitación a otros placeres, ya que además de la timba propia del lugar con sus juegos de azar, siempre había un bar bien surtido que vendía cerveza y vinos, más las consabidas “Canada Dry” y “Terma Cola” con la local “Norita” para los más chicos.

Retornando al siempre bien ponderado -hasta aquí- Dr. Chalita, queda claro que conocía el negocio de la gente, la masividad de lo artístico y lo importancia de difundirlo en tiempo y forma  en el barrio, en la ciudad y en la gente.

En ese sentido, un día comenzó con los sorteos de bicicletas y eso, parece, que fue el inicio de su declive, especialmente porque varias de las “Laurita”  (afamada marca de birrodados locales) andaban flojas de prosapia, dicen, vio como es la gente en los pueblos cuando quiere hacer daño.

Salvo este detalle, y algunas referencias barriales, poco se supo en el futuro del doctor de marras. Y como ese futuro de entonces hoy es un pasado de cuarenta años, quizás la biología y la ciencia hicieron lo suyo en tiempo y forma, mientras nosotros seguimos juntando recuerdos y aprestando la música de “Los Changos”, con Esteban que suena el bombo desde el más allá, y se escucha “Adentro!!!”.

¿No le parece, Doctor?

 

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