Nunca pensé en ser narradora para llegar a algún lugar determinado, creo, más bien, que las historias, los cuentos, las voces y palabras vivas nos eligen y nos habitan, para dar carnadura a lo inasible, a lo efímero. Así tendemos puentes entre lo que fue y lo que vendrá, entre lo imposible y lo posible, entre lo que se cuenta y el público -de toda edad- que se siente provocado a recordar, a reír, a conmoverse -moverse junto con otros/as-, a reflexionar, a imaginar y reinventarse moldeando la realidad misma, a conjurar la memoria, para no olvidar y que no nos olviden. Es que los humanos somos los únicos “ANIMALES” con sentido de trascendencia, seres de TIEMPO Y LENGUAJE. Conscientes de nuestra temporalidad, de nuestra finitud, creamos lenguaje y tiempo para medir nuestros goces y sufrimientos, nuestros logros y caídas en el paso por este mundo; instauramos ritos para ir señalando -como mojones, marcas en el camino-, cada uno de los instantes supremos, de los momentos más significantes en el “cuento” de nuestra existencia, de nuestra vida. Antes de ser terreno del arte, la oralidad es patrimonio de la comunicación cotidiana de todas las personas. Los mitos cosmogónicos de todas las culturas -que narran la creación del mundo y todo lo que en él existe-, están íntimamente relacionados a la PALABRA VIVA, al soplo creador, a la palabra en su aspecto constructivo, la palabra sonora, musical, que al pronunciarse pone en movimiento todas las fuerzas de la creación. En la cultura Bambana -Africa-, la palabra como instrumento de la creación, «(…) enseñada por los maestros iniciadores a los neófitos, revela que cuando el Dios, después de concebir el huevo primordial del que emana todo, sintió nostalgia de no tener interlocutor entonces concibió al primer hombre y la primera mujer...» como expresa Adolfo Colombres en Celebración del Lenguaje - Hacia una teoría intercultural de la literatura, Buenos Aires, Ediciones del Sol serie antropológica, 1997. Allí radica el germen de la comunicación humana, de nuestra necesidad de contar y de saber que contamos con otros.
Qué sentimientos embargan al narrador
Cuando una criatura recién nacida llora, no solo ensaya ese reflejo de supervivencia que es la voz, sino que ejercita la primera forma de relacionarse con el entorno, con los otros, y de no sentirse sola: La comprobación más contundente de la voluntad y necesidad de comunicación que tenemos los seres humanos desde que “salimos al mundo”. Como la voz, también la mirada viaja y encuentra al otro/otra, achica distancias, acerca, se mete dentro de uno/a, y uno/a ingresa en el espacio más íntimo de los demás, abrazando sin necesidad de brazos, de manos, de piel... Porque la mirada es el único sentido que a la distancia toca. Y “tocando” la mirada puede acariciar, pero también puede golpear; puede incluir, pero también puede excluir. Entiendo imprescindible la toma de consciencia individual y social del enorme poder de la palabra viva. Es subyugante el momento en que sentimos que narrador/a y público logran tal conexión y confianza que, aún al mismo cuento contado tantas veces, es reinventado colectivamente, haciéndolo nacer como de primera vez, en un acto de estrecha comunión; que, a la vez, permite que cada quien se lleve su propia historia, en una versión a la medida de sus circunstancias y necesidades. Siempre sabemos en qué momento comienza un cuento narrado oralmente, pero jamás podemos dimensionar por cuánto tiempo seguirá vibrando, resonando en cada persona, o cuándo llegará al “y a este cuento se lo llevó el viento”. Este oficio, sin proponérmelo, me ha llevado a muchos lugares del mundo: Colombia, Costa Rica, Cuba, España e Islas Canarias, Francia, Italia, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay, Venezuela, Norte de África, y de nuestro país. Pero sobre todo me ha permitido entrar en la vida, en el corazón de la gente. En este transitar tantos “mundos”, influyen muchísimo la familia y los maestros que en la vida, por más o menos tiempo, nos van estimulando y acompañando en este proceso. Es apasionarse y arder, para encender a otras y otros. En mi caso la narración oral y el arte, son una manera de vivir y de concebir la vida: un trabajo que disfruto muchísimo y del que asumí el gran compromiso que implica despojarse de la propia voz para poblarse de la de los demás, que demanda la complementación de estética y ética, una tarea a contracorriente -sé que soy parte de una minoría que todavía cree y se compromete con la palabra dicha, con la palabra viva-, que demanda perseverancia, luchas cotidianas -individuales y colectivas-, que conlleva avances y retrocesos, investigación constante, estudios, preparación, cansancio, pero también hallazgos, asombros y muchas alegrías, enormes retribuciones que no son precisamente del orden de lo económico -aunque sí vivo del arte y podría considerarme una privilegiada por eso, en esta época y en esta sociedad-, sino de la felicidad que brinda la creación, la memoria y el imaginario compartidos, el rescate social de lugares y tiempos para mirarnos a los ojos, para ficcionalizar, para escucharnos.
La narración en tiempos de distractores tecnológicos
Pero soy consciente de que las sociedades en las que vivimos están signadas por la aceleración, por la velocidad, por vertiginosos avances tecnológicos que redundan en cambios culturales que no siempre significan modificaciones positivas en la calidad de vida de las personas, y mucho menos del planeta. Adoleciendo de ese compromiso con lo que se dice, de ese “ponerle el cuerpo a la palabra”, se fragmenta el tejido social, se fractura la comunicación humana y por ende, las vinculaciones. Y, al fragmentarse la trama social, nos enfermamos de individualismo; pobres de poesía, pobres de palabras para nombrar un mundo cada vez más pobre, más limitado, perdimos la cuenta de “cuándo dejamos de leernos”. Parece abrumadora e irreversible la “inmersión” y colonización tecnológica en la que socialmente nos encontramos -muchas veces, por elección, por comodidad, por moda-, colonización tecnológica que profundiza la brecha de la desigualdad y la incomunicación, favoreciendo la división y el individualismo que se cobra más víctimas en las infancias y adolescencias. Sin embargo sé, sabemos que si construimos opciones de recuperar ese tiempo poético del “para todo y para nada”, del juego y la creatividad, de historia e imaginación, ese tiempo de estar más presentes, haciendo de nuestro entorno un lugar menos inhóspito, menos arrasado y mísero, más confiable y disfrutable, más interesante y asombroso… seguro que -sin importar la edad- las personas terminamos eligiendo esa experiencia compartida de aprehender la realidad y de ser los artífices de esa gran aventura de nombrar y hacer existir, de ser los actores de nuestra propia vida y felicidad. Parafraseando a Liliana Bodoc: contar para que ocurra.
Mi propuesta concreta
Desde mi profesión, abogo por reflexionar y plantearnos como sociedad, seriamente, cómo volver a ese ejercicio de lectura, cómo regresar al sentido ontológico de “leer el mundo”, volviéndolo más amigable, habitable, y así presentárselo a nuestras infancias. Está comprobado por las ciencias sociales y de la comunicación que, por más que contemos con medios tecnológicos cada vez más sofisticados y sorprendentes, ninguno de ellos es capaz de reemplazar el poder transformador y provocador que tiene un ser humano que se comunica con otro/s, mirándole/s directamente a los ojos, desde la urgencia de compartir ideas, emociones, esperanzas, invenciones. Ninguna tecnología reemplaza este convivio, este acto de imaginación y memoria de dos o más personas que comparten el mismo espacio/tiempo: el aquí y ahora. Ese espacio/tiempo compartido, donde cada una/uno de los participantes de ese diálogo, se siente tenido en cuenta, escuchado, aún en los silencios. Esta es la dimensión innovadora del arte de la narración oral, que si bien es de las más ancestrales -tomando como prototipos a los narradores de tribu, a los comunitarios, a los juglares, griots, fabuladores-, fue repensada desde movimientos antropológicos y sociológicos de mediados de siglo XX y renovada desde las ciencias de la comunicación, las artes escénicas y musicales, a partir de fines de los ‘60, por el maestro cubano Francisco Garzón Céspedes, extendiéndose por Latinoamérica primero, España, luego, para llegar a otros lugares de Europa y Africa: la Narración Oral Escénica. Este movimiento que tuvo y tiene el objetivo de formar narradores/as orales capaces de contar con todos los públicos, edades, y en cualquier circunstancia y ámbito -teatros, escuelas, bibliotecas, plazas, centros culturales, hospitales, cárceles, casas de ancianidad, universidades, centros de evacuados...-, priorizando el espacio artístico poético que apela fuertemente a la imaginación de todos. En este movimiento me involucro desde el año 1997 y desde allí sigo indagando, creando y especializándome, propiciando intercambios internacionales para realizar tanto propuestas artísticas, como capacitaciones y especializaciones no solo con narradores orales y artistas del mundo, sino con otros/as profesionales donde “la palabra viva” es uno de los elementos basales de su práctica profesional. La pandemia nos desafió a encontrar otros medios por los que llegar a los demás, y la tecnología nos ha permitido seguir impartiendo capacitaciones, seminarios internacionales, algunas propuestas artísticas con participantes de muchos lugares del mundo. Aún así, vivimos añorando la presencia del otro/a, compartir no solo el tiempo a través de una pantalla, sino el mismo espacio, sentir sus risas, su respiración, retroalimentarnos de lo que los cuerpos cuentan, reflejarnos en el espejo de sus miradas.
*El texto pertenece a la entrevista realizara por Raúl Vigini a Marcela Sabio
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