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La Palabra Sábado 4 de Agosto de 2018

¿Qué hago yo aquí?*

por Angel Balzarino - escritor (04-08-1943/09-06-2018)

La sorpresa por la rapidez con que se abrió la puerta apenas accioné el timbre se hizo más aguda, llegando a la consternación o casi la incredulidad, cuando en el umbral surgió la figura escuálida de una anciana, cubierta con un vestido arrugado. A pesar de la evidente debilidad que reflejaba, su voz tuvo un tono áspero y de abierto malestar:

            -¡Por fin llegó! Vamos. ¡Pase!

No atiné a moverme ni a pronunciar una palabra. Desorientado. Mucho más cuando, en un movimiento repentino me aferró el brazo derecho con su mano huesuda y, efectuando un inusitado envión, me obligó a dar unos pasos hacia el interior de la casa.

-¡Apúrese! Ya esperamos demasiado.

No  traté de comprender el sentido de sus palabras ni buscar una explicación al modo alterado y violento de hablar, como si yo fuera el responsable de algún daño o culpa que merecía todo su repudio y tenía el propósito de propinarme un ejemplar escarmiento. Más bien me esforcé por distinguir los objetos que se encontraban allí, tanto por la escasa iluminación como por tener los ojos encandilados por el azote del sol durante las horas que había estado recorriendo la ciudad, ya que todo me pareció fundido en una niebla grisácea.

-¡Esa es la heladera! Hace casi una semana que no funciona.

La indicación perentoria me obligó a observar el sitio que señalaba el brazo tendido de la mujer. La estructura enorme de la heladera ubicada en un rincón tuvo de repente el carácter de algo hostil, siniestro, que derrumbaba todas mis defensas y me dejaba tieso y completamente alelado.

-¿Heladera…?

-Sí. Por eso llamamos al servicio técnico. Varias veces por día.

-Pero yo no…

-¡Por favor, no quiero oír más excusas! -las palabras resonaron en un alarido y su cara desencajada, casi pegada a la mía, dejaba trasuntar el furor, la amargura, el descontrol por la situación quele tocaba vivir-. Tuvimos que tirar la verdura, la fruta, la carne. ¡Todo! Kilos de comida a la basura. Así que póngase a trabajar de una buena vez.

Instintivamente retrocedí un paso, tanto por precaución para eludir el golpe que parecía estar a punto de asestarme, como por la imperiosa necesidad de encontrar una respuesta lógica y adecuada para explicarle que yo no pertenecía al servicio técnico y no podía hacer nada para ayudarla. Pero no pude o no me atreví a pronunciar una palabra. Me resultó claro que cualquier cosa agravaría su desagrado. Bastaron unos segundos para confirmar que, por mi silencio y pasividad, la reacción tuvo un brutal estallido:

-¡Vamos! Saque las herramientas de ese bolso y haga algo. ¿Hasta cuándo piensa esperar?

Las palabras de la mujer me hicieron tener noción del bolso que sostenía contra el pecho. Consideré la posibilidad de abrirlo para demostrar que no era un especialista en arreglar heladeras. No llegué a hacerlo por una voz inesperada:

-¡Así que llegó el técnico de la heladera! Perfecto. Ya era hora.

Desvié la mirada y descubrí a un hombre que se acercaba con el torso desnudo, alborotados los largos cabellos, portando en las manos un ventilador de pie.

-Sí, llegó -gritó la mujer, como si la presencia o las palabras del hombre hubieran incentivado su malhumor-, pero hasta el momento no se molestó en tocar la heladera.

-Eso no está nada bien, jovencito -el hombre se detuvo a un metro, adusto el rostro y cierto aire de repulsa o amenaza en el tono de la voz, mientras se entretenía en dar vueltas las aspas del ventilador-. El servicio técnico es un desastre y usted lo está probando. Sería bueno que nos diga qué pretende.

-Debo decirles que…

-Desde que entró aquí no ha dicho más que palabras sin sentido -protestó la mujer-. Lo que debe hacer es trabajar. ¡Rápido!

-Sí -confirmó el hombre-. ¡Y apúrese! Cuando termine con la heladera, quiero que revise este ventilador. Hace apenas un mes que lo compramos y ya no funciona.

Ante esa inesperada alternativa, que por un segundo llegué a atribuir a una fogosa inventiva para otorgarme las condiciones necesarias para arreglar una heladera, un ventilador y tal vez muchos otros artefactos de la casa, me debatí entre la perplejidad y el temor por la actitud belicosa de esos dos seres que parecían dispuestos a un drástico ataque. Solo atiné a mirar alrededor en busca de la puerta de salida. De inmediato, al presentir mi propósito, ellos dejaron traslucir un mayor grado de indignación y furia:

-¿Acaso tiene la intención de marcharse?

-Sin haber arreglado la heladera ni el ventilador.

-¡Basta! Ya tuvimos demasiada paciencia -la mujer me aferró de la camisa con inusitado vigor-. Póngase a trabajar. ¡Ya mismo! No vamos a esperar un segundo más.

-Después de arreglar la heladera, tiene que ver el ventilador. Lo necesitamos también con urgencia. El calor es insoportable.

-Así es. Estamos viviendo una tragedia y a usted no le importa nada.

Cada palabra tenía la vigencia de un disparo, desfigurados los rostros por la cólera y el repudio, mientras la presión de los cuerpos pretendía reducir el ejercicio de cualquier movimiento. Y no sé si por sentirme tan abrumado, por la dificultad para respirar, por querer librarme de esa realidad alucinante, ya no pude reprimir un grito exasperado:

-¡Basta! ¡No pertenezco al servicio técnico! No conozco nada sobre heladeras y ventiladores.

Al sobrevenir un instante de quietud, tuve la esperanza de que ellos comprendieran el estado de confusión y malentendido en que estábamos involucrados. Pero, en vez de lograr el esperado sosiego, se mostraron más soliviantados:

-¿Qué barbaridad está diciendo? ¿Se volvió loco?

-Si no es un técnico, ¿qué está haciendo aquí?

-¡Exacto! -la histeria de la mujer pareció llegar al paroxismo-. Debe ser un ladrón y quiere aprovecharse de dos viejos jubilados.

-Hay que llamar a la policía. ¡Rápido!

-Sí. Lo haré. No dejes que se mueva.

El hombre apoyó el ventilador contra mi pecho, como la mejor arma para inmovilizarme, mientras la mujer se alejaba en busca de un teléfono. La cercanía de la puerta de calle y la conciencia de que todo podría ser peor aún me impulsaron a un gesto violento y decisivo. Con una fuerza más de la necesaria, le di un empujón al hombre que, por obra de la sorpresa y el peso del ventilador, durante unos segundos procuró mantener el equilibrio hasta rodar por el piso, confundiéndose el sonido del golpe con los quejidos de dolor y las expresiones de rabia. Alentado por la excelente oportunidad, abrí la puerta y traspuse el umbral, impaciente, ávido por alejarme de allí.

Corrí, sin pausa, casi dos cuadras.Tanto para desahogarme como para disfrutar de la total libertad. Vencido por el cansancio, me senté en la vereda. Entonces abrí el bolso y observé los libros que había puesto a las ocho de la mañana, cuando inicié el recorrido por la ciudad a la conquista de algún potencial comprador. Y una decisión surgió clara e irrevocable: nunca más tocaría el timbre de una casa para tratar de vender una enciclopedia, un diccionario o una antología de los mejores cuentos universales.

 *El día jueves anterior al sábado 9 de junio de 2018 -día de la partida física de Angel- él consultó si podía presentar este cuento en un concurso ya que estaba en el archivo de La Palabra pendiente de publicación. Se desconoce si llegó a enviarlo. RV.

 

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