Era una experiencia apasionante, al menos así lo veía yo desde la comodidad que otorga el banco de suplentes, escuchando y aprendiendo, aunque en ese momento había cosas que no entendía. Por ejemplo, cuando el DT, que llevaba la voz cantante, nos anunciaba el próximo partido según pasábamos de fase, siempre finalizaba con el consejo de “Aflojen con las mujeres”, concepto de cuasi advertencia de poca aplicación pues en esa etapa de la vida, si bien la obsesión del sexo opuesto era una constante, la práctica no alcanza a una industrialización seria y se quedaba en una artesanía milenaria, claro que siempre alejado de los días de compromiso, por las dudas.
Lo que viene ahora en este relato lo saben muy pocos. Pero fue real.
Ese viernes había que jugar la final que sería de noche y en la cancha de Atlético. Todo un sueño, pero para quien tenía ya el hábito de mirar los partidos desde el costado, sentadito y con una campera para protegerse del invierno bancario que implicaba de hecho esa Siberia de madera, solo era la curiosidad de un ámbito nuevo.
Sin embargo, en el final del segundo recreo, Cristina, la novia de “Tito”, me avisó que en la puerta de la Escuela me estaba esperando el DT. Fui al encuentro, tranquilo, caminando por esas galerías, hoy amadas aunque jamás lloradas, llenas de pibas en la previa del despertar de la primavera, con mi altivez de cuarto año y me encontré con la novedad: “Esta tarde, a las dos, venite al Balneario que vamos a entrenar”. Esa fue la orden. Me llamó la atención ya que nunca había sucedido antes, además no jugaba, pero no estaba dispuesto a desobedecer.
Así, apenas almorcé, me fui en mi minibicicleta al Parque Balneario, cuarenta cuadras de ida y lo mismo a la vuelta, donde el DT Taboro me esperaba en la cancha principal (la del óvalo, con la eterna tribuna a medio doblar). Allí, me llevó hacia el arco de la mentada tribuna (que nunca supe qué mierda hacía en esa ubicación tan incómoda) y me dio algunas lecciones sobre cómo salir, entregar la pelota, armar la barrera y otras indicaciones que siempre agradecí. No me animé a preguntarle nada y la única respuesta negativa de mi parte fue cuando me preguntó si tenía alguna bermuda porque el pantalón corto, que se estilaba entonces, era peligroso. No dije nada, solo que no tenía bermuda, pero un amigo me la prestaría.
Así fue. Pasé por la casa de “Pequeño” Signorini y me ofreció unas de corderoy marrón, que no eran otra cosa que un pantalón cortado que me vendrían bien. Un tanto ajustadas, es cierto, pero con buena voluntad todo se puede.
Me fui a mi casa y me preparé el bolso: la camiseta a rayas que por fin debutaría, la bermuda, las medias grises alargadas por el uso, las dos ligas que me hizo la nona con elástico de calzones viejos, una toalla, jabón y peine.
Llegar a la cancha fue como revivir una visita al Estadio Olímpico de Munich, como acceder a la cancha de River y de Boca juntas, el mundo se abría a los sueños en esa tarde de invierno y todo invitaba a soñar. Pero no era así. Por supuesto, no se cobraba entrada y las tribunas solo tenían ocasionales asistentes, la mayoría amigos. Acomodamos las bicicletas contra el tejido, al lado de la moto de Albertengo y nos pusimos a mirar el partido previo donde teníamos conocidos.
Qué curioso. Algún día nos enteraríamos que en un tiempo donde podías desaparecer para siempre de un momento a otro, las bici están seguras sin cadenas ni candados. Paradojas, que le llaman. Al rato nos mandaron al vestuario. Mamita! Era el de los locales, con sus luces, sus bancos, todo celeste y blanco, las duchas y ese olor a aceite verde que persigue de por vida los olfatos de los futboleros sin distinción de logros.
Me fui al rincón, admirado por lo que veía y sentía. Faltaba algo. Faltaban dos, uno de ellos era el “Beto”. Miré la puerta y vi que el DT hablaba con un señor grandote, era Reynaldo Volken que había dispuesto que el arquero -que al otro día debía jugar en su club- no estaría disponible en esa noche. Al menos, esos fueron los términos que me contaron. Algunos dicen que hubo otras palabras, pero no quedaron registradas ni en papel ni memoria.
Entonces “Micky” vino hacia mí, se paró delante de donde yo estaba y convocó al silencio del grupo para dar a conocer la novedad: “Muchachos, no juega el “Beto”, va el suplente, así que hagan lo que puedan…!”.
No me sonó como aliento, pero el terror y la emoción pueden haberme hecho escuchar o sentir otra cosa. Salí como titular. Ultimo en la fila (ingresamos por el túnel), sacando pecho y con un algodón con alcohol que me dio “Cachi”, que no sé para qué se usaba pero que tenía en la mano. Miré las estrellas, las luces, el verde (bueno, era invierno, hay que entender que mucho verde no había) y fui hasta el centro del campo. Los otros tenían camiseta blanca y el arquero era René Zanatta.
Escuchamos las últimas indicaciones del capitán (el “Tito”) y cuando me iba hacia el arco de la calle Urquiza, me llama el árbitro y me advierte: “Oiga, no puede jugar con esa camiseta rayada…”. Era la roja y blanca. ¿Qué hacer? Si no había otra. Me salvó el “Rusito” Julio que me acercó una casaca azul, mangas largas y con las tres tiras. Adidas, je. La gloria del cielo era un vuelto al lado de esto.
Muchas veces he tratado de recordar quién era el árbitro y a tales fines -como la planilla del partido se perdió en el espacio- hago memoria y recorro a todos los soplapitos de la primera de entonces (porque era de primera, eh?): Osvaldo “Tato” Godoy, Redente Dominino, Raúl Perassi, Euclides Perezlindo, Claudio Santillán, Dino Dominino, Armando Trucco, Luis Comesaña, Irineo López ¿Quién habrá sido?
Bueno. Que el destino lo guarde en su gloria.
Con lo que teníamos, se había armado un planteo cauteloso. Los otros también eran buenos, tenían jugadores de Sportivo y llegaban seguido al área, aunque las torres -como se dice ahora- las sacaban sin apremios. El problema es que volvían y cada vez me tenía que revolcar más; no eran grandes atajadas, pero exigían. En una de ellas, me resbalé con la línea del área -que era de cal- y quedé culo para arriba, aunque la pelota ya se había ido de viaje al medio. En otra, me tiré con arrojo ante la llegada neta del centrodelantero y con el esfuerzo la bermuda me apretó todo lo que tenía que apretar. ¡Qué dolor! Menos mal que el árbitro creyó ver un foul del contrario y cobró, pero no me pasaba más y el otro, enojado y con razón buscaba hacer justicia con el pie propio. Debe haber sido él quien me pateó los tobillos a la salida de un córner. Nunca lo aclaramos, pero esas cosas quedan en la cancha.
El segundo tiempo nos tocó con el arco en el frontón (que hoy ya no existe), o sea con la espalda a la calle Víctor Manuel, en realidad a la vieja cancha de básquet que había allí. Al minuto nos cobran un penal a favor que pateó -creo- “Cachi” Pruvost. Uno a cero y a aguantar.
Nos mataron a pelotazos. Se venían con todo: centros, tiros de afuera, mano a mano y a la olla. Todo se aguantó con pesar y dolor; tres veces los palos y una el travesaño jugaron para nosotros. Y pese a que nuestros tres delanteros jugaban en la medialuna como opción de pase más audaz, que los dos centrales quedaron con chichones en la cabeza y los otros con raspones en las piernas (Huguito Zaffetti no te pegaba, pero los dos laderos eran ásperos) no nos pudieron empatar.
He leído muchas veces que ganadores sostienen que el pitazo final desató la locura. En nuestro caso solo fue un alivio. Terminamos triunfadores pero muertos. Algunos rivales reconocieron el valor puesto en escena y en el encuentro final acordaron reunirse más tarde en “Aranjuez” para confraternizar, especialmente el cinco y el ocho rival que andaban detrás de las hermanas de uno de los nuestros que nunca pude identificar con acierto. No viene al caso. Otros quedaron calientes y nos recomendaron evitar algunos sitios en los meses futuros, no conmigo, que no me podía mover, aunque no pude evitar algunos comentarios malintencionados acerca de mi performance y de los designios de la suerte en estos casos.
No hubo ducha porque la caldera estaba apagada. Festejos medidos. Algún rezo al cielo y saludos. La mayoría de los nuestros se fueron a festejar al boliche de los Sassia, menos el suscripto que prolongó la jornada con un largo retorno a casa, con la minibicicleta, con el bolsito al hombro y mirando estrellas que signaban mi paso.
La gloria es etérea. Quedó demostrado, la vida es un recuerdo. Hermoso.
(A “Tito” Poupeau. Para que se divierta un rato. Donde esté).
* La primera parte de este cuento se publicó en la edición anterior de LA PALABRA
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.