Por Raúl Vigini
LP - ¿Hay una madre maestra, cantora, sensible, generosa, detrás de toda esta vida cultural intensa que te tocó en suerte?
R.V. - Creo que fue mi infancia de pueblo, en la casa-quinta de mis abuelos, la que inundó mi alma de poesías y melodías. Creo que mi mamá y mis dos tías -ellas tres, maestra de grado-, fueron el entorno ideal que me inclinó de modo natural y sencillo a desarrollar mi “sentimiento hacia la percepción belleza”, eso que llaman “estética”. Mi mamá cantaba como los dioses todo el tiempo en casa, el repertorio más ecléctico imaginable. Y preparaba en la escuela el cancionero heroico. Ella había estudiado violín, y formado parte del coro del maestro Mario Zambonini, prócer de allá. Los primeros diez años, entre una quinta llena de frutales, el canto de los pájaros, el rumor del viento en los álamos; el murmullo de la acequia; a lo lejos el cerro… Y en casa, la biblioteca de mis abuelos y padres, crearon el mejor clima para que yo atesorara versos y músicas, antes de ingresar en el seminario regional de Catamarca, con los curas alemanes de la Congregación del Verbo Divino. Tendría yo ocho o nueve años cuando mi mamá creyó descubrir en mí la inclinación por la música, y me mandó a estudiar con una profesora del pueblo. Nunca podré olvidar el aroma delicioso de la sala de piano, ni el de ese cubre teclado donde garabateaba yo alguna canción, “penalizado” por la profe con el estudio del solfeo. Hasta que la prohibición de improvisar y la rígida disciplina del solfeo me hartaron. Y abandoné. Lo peor fue que en aquella casa-quinta no había ni piano ni violín… A los diez años corrí tras mi hermano mayor, que el año anterior había ingresado en el seminario, ya trasladada mi madre a la capital, para consagrarme al estudio de los cinco años de Humanidades -el saber literario y filosófico a partir del pensamiento griego y romano-; castellano, aritmética, matemáticas, física, geografía, química…; tres años de Filosofía Escolástica -aristotélica-tomista- y uno de Teología, en el “Seminario Mayor”, fueron la base de mi formación.
LP - Tu formación en la adolescencia te permitió conocer de la mejor manera la música. ¿Considerás que esa experiencia te llevó a la composición de tus primeros temas?
R.V. - Canto gregoriano, coro del seminario, tres pianos y algunos armonios de diverso tamaño, más el violín que me compraron mis padres -traídos en barcos junto a instrumentos de cuerda y viento por estos inteligentes y cultísimos curas-, y el estudio básico de Armonía con el director del coro, el querido padre Miguel Konz, me impulsaron naturalmente, sin yo tener la menor idea de mi destino, a ser niño-cantor solista -contralto-, violinista, pianista y un poco organista. El estudio de la música me indujo a improvisar siempre, y luego a componer desde adolescente. Primero música sacra basada en la salmodia, canto de los salmos. Uno de ellos, el Salmo 23 “Dios es mi pastor” que escribí para cuatro voces masculinas. Cuando, ya grande, escuché ese mismo salmo con música de mi amado Franz Peter Schubert, con piano y coro de niños, me sentí una pobre rata. A los dieciséis me inspiraron las bellísimas imágenes de los versos de un compañero venido del Sur, José Nieva que le decíamos “Namuncurá” por morocho y alto. Con él nació nuestra “Canción Invernal”. Y tuve el honor de que el maestro Claudio Zorini -director del Coro Polifónico de Catamarca- lo estrenase, de puro bueno en el Teatro Catamarca. Al leer aquella partitura, me dijo: “está muy bien escrita”… Mucha música clásica escuchada en los recreos, alternancias entre el piano, el violín y el armonio; estudio del griego y el latín, oficios religiosos y siempre la práctica del canto comunitario. En latín estudiábamos al cursar Filosofía, con libros que llegaban de Europa. Aquellos curas nos exigieron también el deporte: gimnasia, fútbol… Yo fui un buen “delantero” y “goleador”, modestia aparte… Un año antes de salir del seminario, un par de curas escuchaban extasiados dos discos de pasta en un aparato Winco: Atahualpa Yupanqui y Eduardo Falú. Sembraban en mi alma, yo sin advertirlo... Tuve suerte: el Coro del Seminario cantó un par de temas míos, pero más “mi grupo” de varones. En algunos actos académicos en el gran salón a veces toqué violín y dirigí el coro del seminario. Todas eran semillas en mi espíritu. Que hasta me dictaba la ilusión de dirigir orquestas... Los curas alemanes al constatar mi atracción fatal por el piano, el violín y el órgano, debieron advertirme varias veces que mi destino era ser sacerdote y no músico. El seminario era Regional en Filosofía y Teología porque lo integraban seminaristas de Jujuy, Salta, Tucumán y Santiago del Estero. Cuando avisé a nuestro prefecto que colgaba los hábitos, el Rector me llamó y ofreció junto al obispado, una beca en la Pontificia Universidad de Roma para perfeccionarme en órgano… Largo de contar.
LP - La actividad como crítico musical también te interesó…
R.V. - Antes, a los dieciocho años, había empezado a escribir, de puro comedido, algunas críticas de música en el diario decano “La Unión”. Es que el profe de música y director del coro solía llevarnos a un grupo, a conciertos de cámara, ofrecidos por músicos de Buenos Aires en el moderno Teatro Catamarca. Por esto, al salir de aquella isla mágica, el cura Arturo Melo, su director, me abrió las puertas del diario: “Varguitas, escribes muy bien. Con la verdad no se teme ni se ofende a nadie”. Mi madre se aterrorizaba cuando yo publicaba “diagnósticos” sobre la mentalidad catamarqueña. Catamarca recibía varias veces en los años 50 y 60 a cuartetos de cuerdas y a la orquesta Sinfónica de Tucumán. Uno de sus directores fue el eminentísimo Carlos Cillario, luego radicado en Europa.
LP - Incursionaste en los estudios universitarios…
R.V. - Inscripto en Abogacía -Facultad de Tucumán- antes de los catorce meses de servicio militar, proseguí estudiando en Córdoba hasta tercer año. Ya casado y con tres niños, no pude continuar la carrera. En Tucumán abordé otro momento de decisión. Con mi violín a cuestas, éramos una troupe que hacía música con los clásicos en casa de amigos. Un día me escuchó el director de la Casa de Música, Mazzeo, y me ofreció ingresar sin examen. En meses integraría la fila de los segundos violines de la Sinfónica de Tucumán. Pero mis padres me dijeron que ellos sostenían mis estudios para ser abogado. Tucumán competía, en actividad musical, con Buenos Aires. Trabé amistad con grandes músicos: Jorge Armesto, luego rector de Facultad de Artes-La Plata; Oleg Kotzarew, cellista y manager de Camerata Bariloche, impulsor del “Septiembre Musical Tucumano”; Alfredo Brú, del Cuarteto de Cuerdas y violinista de la Sinfónica de Tucumán que visitaban Catamarca.
LP - Una de tus pasiones fue la actividad coral desde siempre...
R.V. - En 1958 habíamos fundado, con los hermanos Pedro y Yoli Cabrera Aguilera, el Coro Polifónico de Catamarca. El primer director “estable” fue el inquieto e inolvidable maestro Gianni Rinaldi; más tarde la dirección de Cultura contrató al eminente maestro Claudio Zorini -maestro interno del Teatro Colón- con los cuales recorrimos el repertorio clásico de entonces y algo del cancionero popular. Años después -mi memoria es pésima-, en un festival en el emblemático lago seco del hermoso paraje La Alameda, el Coro Polifónico de Cosquín, con el maestro Aristóbulo Maglio estrenó “Palito de Tola” para cuatro voces mixtas sobre poesía de “Kique” Sánchez Vera. Y en los años 80 el Club Regatas de Mendoza, de Damián Sánchez lo estrenó en un teatro de la calle Corrientes.
LP - Pero tuviste participación en otros ámbitos relacionados con la cultura.
R.V. - Fui funcionario, por concurso, en la dirección provincial de Cultura en la gestión de Alonso Barros Peña, cuando organicé el Certamen Intercolegial de Teatro. Yo mismo lo impulsé desde diario La Unión. Y había asesorado a la anterior directora para crear la gloriosa “Comedia Catamarqueña”. En esos mismos años 60 y parte de los 70 conduje por cinco años consecutivos, audiciones radiales didácticas de música clásica por la local “LW7, primera en deportes en el Noroeste argentino…”.
LP - Y las canciones seguían siendo parte de tu inspiración como compositor.
R.V. - En la ceremonia de inauguración del año lectivo en los 70 el Coro Polifónico estrenó mi versión a cuatro voces, de la Canción Oficial del Centenario del Colegio Nacional de Catamarca, sobre bellísimos versos del poeta-dramaturgo Juan Oscar Ponferrada, que allá estrenó su “El Carnaval del diablo”. Con Kique ofrecimos a Catamarca tres Canciones Oficiales: la del Centenario del Colegio Nacional de Catamarca; la Zamba para mi Poncho del Festival Nacional; el Himno a la Sociedad Italiana de Catamarca, que estrenó la Banda de la Provincia en Teatro Catamarca. Le hemos cantado a un hijo mío una canción de cuna con cadencias de Vidala “Palito de Tola”, primera de las tres que me estrenó y grabó Mercedes Sosa; al paisaje en la zamba “Río El Tala; a personajes típicos: las amadas teleras en “Canción de la tejedora”; a un arriero con la zamba “Nicolás Bazán”; al cazador de zorzales en la zamba “El zorzalero”; a un cuidador de hacienda con la zamba “Ramón, el Potrerizo”; a esa prenda que nació en Belén, el poncho; la ya nombrada y confesional “Hombre Solo”; una del más puro amor “Zamba Ilusionada”; la exquisita “Zamba para mi silbo” y otras que la distancia quiso que mis notas quedaran a medio escribir… No tuvimos suerte con nuestras obras. Ninguna. Un pope que manejaba en Catamarca la mayoría de recitales y espectáculos folklóricos “de cuyo nombre no quiero acordarme”, como dice Cervantes al comenzar “El Quijote”, impidió que se conocieran y difundieran. Su lema retrógrado, conservador y tradicionalista, les recomendaba a solistas y grupos no cantar “esas cosas raras” que escribíamos con Kique. Las “rarezas” fueron las alucinantes metáforas del Kique, que yo traté de traducir con amor, en melodías y armonías elaboradas lejos de las pautas comerciales, de las fórmulas y lugares comunes de la canción popular. Creaciones que nos nacían naturalmente, y cuyo único ideal fue crear belleza, casi sin percatarnos que estábamos renovando el folklore. Porque eran versos que trepaban alturas poéticas insólitas, pletóricas de imágenes y alegorías, y una música no convencional que apuntaba a la excelencia. Un aporte desconocido en el folklore cultivado en Catamarca. Folklore nuevo, renovador. Que Catamarca desconoció casi por completo. Los únicos que se entusiasmaron con nuestro repertorio fueron “Los Sembradores”, presididos por el genial Flaco Ibañez y los hermanitos Cano, más Carlitos Brizuela, que se les coló después.
por Raúl Vigini
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