Por Raúl Vigini
LP - ¿Cómo llega al lugar como comerciante del rubro?
M.A. - En los años ochenta la librería había quebrado, fue fraudulenta, lo que se pudo vender en el remate se vendió, lo que no, se robó y lo que no, se rompió. Y quedó abandonado el espacio porque de la vieja librería no quedaba nada, ni el piso de madera, ni las perillitas de la luz, ni los cables que iban por dentro, ni las canillas, ni la vidriera. Años después buscaba a mi hija al Colegio Nacional todas las noches y se dan esas cosas que a veces producen los hijos, esas relaciones de los padres motivados por los hijos que a veces se prolonga en el tiempo y a veces mueren cuando se alejan de esos amigos. Y hemos hecho un grupete de cinco que nos encontrábamos todas las noche ahí. Yo tenía una librería pequeña en Piedras e Hipólito Yrigoyen. Y me entero que se está por poner un negocio de comidas rápidas. Me volví loco y soñé toda la noche con ese tema. La noche siguiente vino el cura de la iglesia San Juan Bautista, un cura longevo, le conté y le pareció una barbaridad, fuimos a ver y estaba todo muy abandonado, con gente adentro. Le preguntó al diariero de la cuadra y nos enteramos que era el Arzobispado. Y el padre me dice: “¿Ves?, Dios siempre cierra la puerta pero abre una ventanita. Yo conozco al que administra los bienes del Arzobispado, dejame que hable con él”. Al día siguiente yo estaba sentado en el Arzobispado frente a Don Cayetano Licciardo, un hombre que fue ministro de educación y de economía, muy circunspecto, muy pinta de profesor universitario. Y me salió como una especie de verso y le dije: “Vengo a tratar de rescatar una esquina que es muy cara a la historia cultural de nuestra ciudad. Por ahí pasó toda la historia del país, y que esto termine en una casa de hamburguesas y norteamericana me parece que es un cachetazo a nuestra historia y a nuestro pasado”. Se puso serio, me preguntó quién era para decirle eso, le pedí disculpas, le conté que tenía la librería de calle Piedras y él me preguntó por la decoración de mi vidriera que era art nouveau. Me dijo: “Dios cierra una puerta pero se abre una ventanita y esto se ha producido en este momento, pienso exactamente lo mismo que usted. Si el que está arriba lo puso a usted aquí por algo ha de ser, y yo le creo a él al cual creo, no a usted”. Ellos recuperaron un poco el local, yo a reconstruir lo que era aquella librería, con la ayuda de mucha gente, que mucha sigue hoy conmigo.
LP - ¿Desde cuándo está en el local?
M.A - Desde mil novecientos noventa tres y lo fuimos haciendo por etapas. Un escenógrafo amigo me hizo un telar enorme que cruzaba toda la librería con frases atractivas que decían: “Aquí compré mi primer libro Upa”. Firmado José Hernández. “Ustedes no saben lo que se está haciendo ahí atrás, cuando se enteren van a ver”. Y cuando la gente se asomaba era la carita de Jorge Luis Borges mirándolos. Un sastre que iba a vender sus muebles me permitió tener las mesas de corte que incluyen el metro de bronce incrustado en un borde y hoy sostienen los libros, además de venderme la caja y un reloj de péndulo. Y me regaló toda la madera para el entrepiso que hicimos con un carpintero maravilloso que me ayudó muchísimo.
LP - ¿Cómo resulta el emprendimiento?
M.A. - El libro es uno de los elementos que más acusa los impactos económicos. Siempre se dice que sucede eso con el zapato y los libros. Pero además de las novedades, en nuestro caso tenemos libros que no están en otros lados, eso es lo que nos diferencia. Por eso la gente viene y nos acompaña, gente del interior y del exterior aunque haya problemas en la Plaza de Mayo. Tenemos la suerte de figurar en casi todas las guías del mundo. Han venido de la televisión china. Hubo un café que después tuvimos que cerrar donde se hacía teatro, presentaciones de libros, ciclos debate. Se llenaba y no lo hacía con un interés económico y lucrativo, podías venir al mediodía a ver sin pagar o si querías consumías algo. Y cuando se empezó a exigir una nueva legislación en las instalaciones no pude seguir. Tal vez recupere lo del debate.
LP - Una reflexión por haberse dedicado al libro.
M.A. - Vengo de un origen de la desprotección, era absolutamente de la calle, con una gomera reventando a hondazo limpio. Nací en Adelia María, Córdoba, a mi padre lo acabo de conocer hace muy poco porque no se pudo ocupar de mí. Anduve como bola sin manija, viví un tiempo en una iglesia, llegué a Buenos Aires a los nueve años de edad -donde vivía mi hermana mayor- el quince de octubre del cincuenta y cinco, vine con un señor de mi pueblo -cuyos hijos se llamaban Eva, Juan y Domingo- que tenía que estar el día diecisiete aunque el General no estuviera. Y me trajo. Estando en Buenos Aires me recoge una mujer para cuidar a su mamá viejita, con ella apareció la ópera, apareció Tchaikovsky, apareció El lago de los cisnes, apareció Cascanueces, apareció el cine, el teatro, y fundamentalmente apareció el libro. El libro me salvó la vida. Mi primer trabajo con catorce años fue en una librería, la librería Platero especializada en historia argentina, filosofía, literatura. Ahí tuve el placer de conocer a grandes como Jauretche y Arturo Frondizi. Conocí la biblioteca particular de Frondizi -tal vez el único estadista culto que tuvimos- con todos los clásicos en idioma original y los leía en latín y en griego, los trabajaba y los subrayaba. Y yo era Miguelito el cadete. Después viví en una pensión de gente del interior, albañiles, carpinteros, mozos, y algunos estudiantes pobres. Yo era menor y la dueña -una tana- me sugirió hablar con el comisario para que me autorice a estar solo. Le conté al policía y él me apadrinó bajo su tutela. Fui un desagradecido en la vida, nunca lo volví a ver a este hombre. No llegué a encontrarlo. Terminé el sexto grado nocturno, hice el secundario en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini sin saber dónde había ingresado a estudiar, siempre leí mucho, mucho, mucho. Me metí con el teatro, antes en la televisión. Y trabajé con Luis Sandrini, Walter Vidarte, Dringue Farías, y con muchos más. Me di cuenta que me gustaba mucho la carrera de actor. Estudié con Carlos Gandolfo cuando era un pope que estaba de moda porque le habían prohibido dos de sus obras. Me aceptó sin tomarme una prueba. A él me unieron muchas cosas, fue mi gran maestro, fue mi gran amigo, fue el hombre que más me enseñó y con una relación muy dolorosa como es la de discípulo a maestro tan intensa. Una cosa de mucho afecto pero también en un proceso de enfermedad de Carlos. Es el hombre que me enseñó a leer un libro, que me enseñó a ver una película, a ver una obra de teatro, a saber por qué una cosa está bien, por qué está mal, y saber por qué. Ese hombre se llama Carlos Gandolfo.
por Raúl Vigini
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