Por Raúl Vigini
LP - ¿Se le ocurrió alguna vez armar una escuela nueva?
M.B. - No es que se me ocurre. Mi marido, Francis Sweet, que falleció hace unos años, era norteamericano, yo soy húngara, y él fue contratado en Estados Unidos como director de la Escuela de la Comunidad Americana. Yo fui maestra ahí. Y siempre pensamos en una escuela diferente. Habíamos soñado una escuela ideal. Y puedo decir que después de cincuenta y dos años es lo más parecido a lo que habíamos soñado. Hay muchas escuelas, las que responden a las comunidades, hay religiosas. Pero la escuela laica, libre y democrática, no en el sentido político, sino en el sentido docente, no. Los docentes pensamos que dadas las posibilidades, una persona, un chico común donde pueden hacer cosas extraordinarias, van quedando pocas. Y las escuelas que son libres y laicas no están dirigidas a una cierta forma, pero sostener eso también cuesta. Nosotros fuimos muy cuestionados al principio porque éramos la primera y única escuela que no tenía uniforme. La supervisora preguntaba por qué. Le preguntábamos si había una ley que lo exigía. Nos decía que no pero era para que sean todos iguales. Y le respondíamos que no queríamos que fueran todos iguales, sino todos diferentes. También le molestaba a ella que nosotros nos tuteábamos todos, pensemos que era en el año sesenta y seis, con el gobierno de Onganía. Y no tenía nada que ver el respeto con el tuteo. Llevó años hasta que nos entendieron, que la escuela es muy exigente en otras formas, y que nosotros queremos que básicamente egresen buenas personas. Hasta sobre ese objetivo nos preguntaban. Nosotros consideramos que es una buena persona quien está bien consigo mismo, por lo tanto con los demás. Quiero que un chico entre a mi lugar de trabajo y diga: “Acá estoy, estoy parado en mis dos pies, yo sé pensar, yo puedo engañar, respetuosamente, pero si yo te pregunto me tenés que contestar”. Hay que darles autonomía. Muchas cosas se hacen difíciles en la educación. Educar no es una ciencia.
LP - ¿Y lograr reunir a los primeros docentes con esa mirada diferente que necesitaba para la Escuela del Sol?
M.B. - Tengo un orgullo muy personal, y es que estamos en contacto con los primeros tres docentes hasta el día de hoy, están mandando sus nietos a la escuela. Es lo que estamos enseñándoles a los chicos. ¿Qué es lo que lo que te va a sostener en la vida? Vos sos un acróbata, ¿cuál es la red de sostén? La gente. ¿Cómo vas a hacer? Hay diferencias. Cada uno es diferente desde el punto de vista, políticamente o lo que fuera. Respetame, conviví, elegí tus amigos. Con los primeros docentes, mi marido que era doctor en Ciencias de la Educación, sociólogo y administrador de escuelas, lo primero que hizo fue capacitar. Hace dos años fundamos un centro de capacitación para docentes que lleva su nombre. Nos reuníamos todas las semanas varias horas, tomamos temas, vimos cómo enfocar al chico, ¿por qué?, ¿cómo se iba a relacionar ese chico? A través del afecto. ¿Qué se hace con ese lazo afectivo? Yo lo quiero, pero soy su maestra, no su mamá. Te entiendo como una mamá y te trato como un docente. Hasta dónde un docente puede llegar a influir en un chico, no hay que influir. Cada cosa tiene varias formas de plantear y de ver. Hay que decirles: conmigo podés contar, yo también quiero contar con vos, ¿puedo? Veremos si puedo, vos tratá. Son libres para pensar, para discutir, para hablar. Pero tienen muy claro cuál es la conducta aceptable y cuál la inaceptable.
LP - ¿Cómo es un día de trabajo con los alumnos?
M.B. - Ingresan antes de la nueve, hasta las trece están con las maestras de grado. En tercer grado tienen dos maestras. Alrededor de veinte chicos por aula. Pueden traer su almuerzo. Y a la tarde tienen las materias especiales: educación física, plástica, música, inglés desde preescolar.
LP - ¿Tienen un sistema de autodisciplina?
M.B. - Básicamente no tenemos problemas con ese tema. Solamente algunos casos donde en la casa no le han enseñado hábitos. Ni en la secundaria lo tuvimos. Hemos tomado alumnos echados de otras escuelas por actos de violencia, y cuando ocurrió algún episodio en la nuestra, mi marido le dijo: “en esta escuela, y en el mundo entero, el que rompe repone y el que ensucia limpia, así que tomás la medida del vidrio roto, vas a comprarlo, y con el hombre que sabe observá bien cómo repone, así aprendés si la próxima vez te llega pasar lo mismo”. Cambió totalmente el chico. Sucedió con otros casos diferentes también. Mi marido fue estricto como él solo, pero acompañando. Muchas veces los padres en el rol de padres los supervisan pero no los acompañan.
LP - ¿El invento siempre está presente en la institución?
M.B. - El hecho de que hayamos hecho la Fundación de inventiva y educación es porque la forma de enseñar que nosotros tenemos tiene mucho que ver con una mente inventiva, o sea, no tener miedo a lo desconocido; no hay fracasos en la vida, hay inconvenientes; un punto de vista parecido. Hay que permitir. Un espacio para crecer y permiso para pensar. El chico tiene que tener un ámbito donde él puede. Cada día tiene que lograr algo. Hoy pude, resolví un problema. Cuando lo hacemos inventar, no es por el invento, es para que aprenda que puede resolver.
LP - ¿Y no le parece que eso que le decía su papá es lo que usted está ofreciendo hoy en su escuela?
M.B. - Evidentemente hay cosas aprendidas en una casa. Una de las tantas cosas que quizás me formaron de alguna manera, porque mi mamá era una mujer muy concreta, creo que muchos de los premios que recibió mi papá debió haberlos recibido mi mamá. Y cuando mi papá y yo volábamos porque pensábamos en esto y aquello, y lo otro, mi mamá era el cable a tierra y la que nos decía: “Pero… tal cosa”. Yo me daba vueltas y le decía: mamá no me traigas la realidad, la realidad siempre va a estar y lo último que quiero es caer en la realidad, porque va a ser lo último que voy a hacer en mi vida. Porque sé que está, no me lo recuerdes, pero dejame vivir. Tenía ambas cosas. En realidad la que tradujo a mi papá como padre era mi mamá. Porque era práctica, porque era la cosa diaria, porque era la persona que decía -cuando yo me desesperaba porque iba a cortar mal una tela- “Sentate ¿Qué pasa?”. Se va a arruinar con la tijera. “¿Y qué pasa si se arruina?”. Hay que tirar la tela. “¿Qué pasa si tengo que tirar la tela?”. Te vas a quedar sin… “¿Qué pasa si me quedo sin?”. Bueno, pero te quedás sin… “Me quedo sin. ¿Y qué se modificó? ¿Por qué ponerte así? ¡Probá! O te sale, o no te sale”. Mi mamá siempre decía: “Le dicen a los chicos ponete el saco porque vas a tener frío. ¿Qué pasa si tenés frío? Vas a tener frío. ¿Qué pasa si no comés algo? Vas a tener hambre”. Es una forma de pensar como que daba permiso, que no era habitual en esos tiempos. Yo tuve mi tarea en casa, si quería salir a jugar tenía que barrer la nieve en Hungría, si no la puerta no se abría. No es que mi mamá me hizo trabajar, pero era así. Uno muchas veces -y especialmente hay ciertas cosas en la Argentina que hasta el día de hoy no termino de entender- dice “bueno, porque pensemos, que entonces, a lo mejor, y quizás…”. Hacelo. Porque pensándolo nomás no va a resultar. Una de las primeras palabras que aprendimos en castellano era “mañana”. Había un problema, hay que hacerlo. Mañana. Por un lado, es lindo, pero por otro lado, es postergar permanentemente o chocar siempre con el mismo problema porque no se solucionará. En todos mis años en la Argentina, país que elegí muchas veces y lo vuelvo a elegir, teniendo oportunidades de cualquier lado lo sigo eligiendo, es una especie de latinez que hay, de un modo de ver, pero se va demasiado a mi gusto. Porque yo tengo una crianza europea y si no se cosecha ahora, si no se pone la guinda ahora, después no hay más, hasta el año que viene. Entonces, o sí o no. Y eso es a veces mi lucha en la educación también. Vine a los nueve años y ahora tengo ochenta y cinco, y con tres tipos de educación. Soy maestra de inglés y de grado de colegios americanos en el exterior.
por Raúl Vigini
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