Por Raúl Vigini
LP - ¿Cuándo se da cuenta que su voz era la herramienta de trabajo?
P.I. - Tengo guardada una crítica de aquel año de mil novecientos sesenta y cinco sobre la obra de Fabio Zerpa donde decía “el joven actor Juan Francisco Ibáñez con evidente capacidad actoral, pero lo mejor es su voz”. Para mí nunca fue así. Tenía una voz similar mi hermano que murió hace un año y era menor que yo. A tal punto que cuando llamábamos a casa, mi madre no sabía quién era, y de hecho era también muy parecida a la de mi padre. O sea que es absolutamente genético. Que es lo que me hace reír cuando alguien me dice “cómo se nota que usted es locutor”. Y le digo que no soy locutor por la voz, si fuera arquitecto hablaría así, pero haría planos. Y si fuera veterinario hablaría así con los pichichos. Es mi voz.
LP - ¿Pero tuvo formación profesional con la voz?
P.I. - Nunca hice eso. Ni foniatra que me enseñara a colocar la voz. En todo caso he atentado contra mi voz. No me he abrigado suficiente ni he dejado de gritar en algún momento. Es absolutamente genético, e insisto: no tiene mérito. Siempre digo que aceptaría y con total humildad un comentario sobre “me pareció bien lo que usted dijo” o “me pareció bien lo que usted opinó”, o “muy bien su análisis tal”, es decir lo que uno a través de la voz expresa, pero no la voz en sí. Es lo mismo que decirle a un buen actor: qué rubio es usted, qué alta es usted si es mujer, o qué ojos verdes maravillosos tiene, porque si ella es actriz, lo otro, le ayudará, pero no habla de su trabajo. No me gusta que me feliciten por la voz.
LP - ¿Cómo llega a la gente interesada en que forme parte de un programa?
P.I. - Todo se dio. Nunca tuve planes. Ni un proyecto para el cual trabajé a largo plazo. Fui tomando el camino en cada encrucijada todo el tiempo. Después de trabajar en la radio y la televisión en Holanda, llego a Buenos Aires, y como otra faceta divertida fue la deportiva haciendo periodismo de automovilismo siguiendo la Fórmula Uno internacional para una revista española, cuando llegué a Argentina, colaboraba con radios y en televisión. Hacía un espacio en el programa ómnibus Match Once que conducía Pepe Peña -padre de Fernando- que por su salud dejaba el programa me recomendó a mí y me convocan. Me parecía un atrevimiento porque era un programa de todos los deportes. Y ahí fue la génesis. Acepté al principio, pero me aseguraron que iba a estar apoyadísimo, entre otros por Bonadeo padre, por Liliana López Foresi, por Amalia Rosa y otros colaboradores, que después por motivos varios se fueron yendo y de pronto me quedé solo conduciendo ese programa monstruo y ahí fue cuando dije: está bien, el deporte me parece fantástico porque creo que es una escuela de vida pero quiero hacer un programa de deporte no de seis horas, no, de una hora, con historias muy buenas que provoquen emulación, que sean recordables, que sean un ejemplo, que enseñen, que nos abran la mente, que muestren deportes que no conocemos, así nació la idea de hacer El deporte y el hombre.
LP - Que prácticamente fue único y no tuvo imitaciones…
P.I. - Hubo algunos… Duró diez años. Fue un ciclo. La gente se preguntaba por qué dejó de emitirse. No es que haya dicho todo. Pero hay otra anécdota. Estaba haciendo en el noventa y dos en América TV El deporte y el hombre sin saber que era el último año. Y el gerente de programación me dice “Pancho, yo te oía a vos en radio Nederland que tenías tres programas musicales muy buenos. Porque tengo unos videos maravillosos de personajes internacionales y me gustaría vos lo presentaras”. Acepté con todo gusto. Entonces a partir de ahí tenía los dos programas en el aire. Y se produjo esta anécdota en la calle de mi casa: me para un señor y me dice “Soy el doctor fulano. Ibáñez, por favor, déjese de joder. ¡Qué hace usted presentando estos melenudos!”. Le digo que me parece un prejuicio de su parte. “Estos melenudos”, reitera. Y le digo ¿pero vio a Phil Collins? Me parece que lo suyo es un prejuicio muy grande. “Pero usted me entiende…”. No lo entiendo ¿qué me quiere decir? respondí. “Usted es otra cosa”. ¿Qué soy yo? Pregunté. “Usted es el deporte”. Y fue como un Ibáñez, cállese la boca, no hable de nada más porque puede ser usado en su contra, y no tiene derecho a hablar de nada que no sea deporte. Lo sentí así. Le agradecí, pero le anticipé que iba a seguir presentando a los melenudos que él decía. Y pensé: cuando alguien dice algo no es el único. Cuando tengo calor hay mucha gente que tiene calor, cuando me enojo con un político mucha gente está enojada con él, cuando digo qué lindo es algo muchos lo hacen por más que haya una individualidad. Por lo tanto, mucha gente debe estar pensando lo mismo: ¿qué hace Pancho Ibáñez presentando música? Si no me abro, si toda la vida sigo haciendo El deporte y el hombre va a llegar el día que no voy a poder opinar de nada que no sea deporte. Y soy deporte, viajes, música, y la curiosidad universal, soy docente con pulsión de explicarle algo que sé a otro. Si estoy en la televisión no puedo decir pavadas y entreteniendo solamente, tengo que dejar algo, transmitir, educar, enseñar, ayudar, a subir la media del país. ¿Por qué no? Así terminó El deporte y el hombre. Al año siguiente estaba haciendo notas para 360 Todo para ver, con viajes. Después vino Tiempo de siembra, programa de preguntas y respuestas.
LP - ¿Qué significó Tiempo de siembra cuando nadie puede olvidarse de Odol pregunta?
P.I. - Inmediatamente todos me dijeron que desde Odol pregunta no había un programa de preguntas y respuestas. Y eso me alegró. Es más, siempre señalo que yo decía “el único programa que premia el saber”. Y me decían que era redundante, entonces yo aclaro que hay otros programas que premian la suerte, donde eligen las respuestas y la pegan si no la saben.
LP - ¿Satisfecho con la vida?
P.I. - Sí. Pero no por todo esto que hemos contado, sino por haber creado con todos los errores que uno puede cometer, una familia, tres hijos que a su vez han dado seis nietos. Todos mis hijos heredaron la cosa artística pero la menor ha heredado también la cosa histriónica. La mayor hizo bellas artes, el varón arquitectura y la menor, diseño de imagen y sonido. Están emparentados. Hoy en día la satisfacción de ver a mis dos hijas que trabajan juntas en proyectos y en el varón ver aquel arquitecto que me indicaron en la desorientación vocacional alguna vez.
“Pancho” Ibáñez textual
Anécdota
“Llego con nueve años de Barcelona de haber estado en el Colegio La Salle y me inscriben en el de Buenos Aires. Mi padre era un ansioso y a fin de año pregunta cómo me había ido y el hermano del colegio le dijo que muy bien y que evaluándolo podía pasar a quinto grado directamente. Y mi padre -cosa que ahora con mi experiencia jamás haría- dijo “¡ay, qué bueno, así gana un año!”. Y me salteé un año, y otra vez esta cosa de supervivencia del más apto como digo siempre en broma, recordando lo que después haría en El deporte y el hombre. Me tuve que adaptar otra vez a compañeros mayores, no eran mis amigos anteriores. Tuve que pelear física -para evitar el maltrato por ser el chiquito- y mentalmente para ponerme el tanto con las materias, como por ejemplo con matemática.”
Otra anécdota simpática
“Ahí quedé a cargo de mis abuelos paternos. Porque a mi padre lo destinan a Brasil. Y me quedo en Buenos Aires, en Flores, una casa emblemática la de los abuelos donde nací. Y mi abuelo que era un anticlerical, libertario, veía cómo venía yo de ese quinto grado peleado del la Salle, dijo “este chico tiene que ir a la escuela del Estado para que sepa bien lo que es la educación pública”. Por lo tanto, hice el sexto grado en la Escuela Leandro N. Alem en la Plaza Flores, con mi guardapolvo blanco. Y vuelvo a lo mismo, un recuerdo maravilloso. Un maestro que me adoraba, me llevé muy bien con mis compañeros. Ahí fue cuando mi padre me sugirió el Liceo Naval como buen lugar para el secundario. Me preparé para el ingreso estudiando mucho. Era un instituto modelo muy exigente. Ingresé en el Liceo, visitaba a mis padres en Brasil en verano, casi me echan por mala conducta, pero terminé. Los amigos de aquel entonces siguen siendo amigos hoy. Lo pasé muy bien, muy buenos profesores. Y como me encargaba del teatro del Liceo, con la fiesta de fin de año y la sátira de lo que había pasado, la ironía de esa cosa, era el actor y el director de ese acontecimiento. Pero redondeando, siempre digo un dato, que me impresiona a mí cuando lo menciono: dimos el examen mil quinientos para entrar en el Liceo, entramos ciento seis, a segundo año pasamos ochenta, y a tercero cincuenta y terminamos treinta y cinco en quinto años cuando nos recibimos. Algo indica eso.”
por Raúl Vigini
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