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La Palabra Sábado 8 de Diciembre de 2018

ARBOLITO DE NAVIDAD*

por Mamerto Menapace - monje benedictino (Los Toldos, Buenos Aires)

 

A mí me lo pasaron en francés y en forma manuscrita por una abuela que lo recordaba de su infancia, y por mi parte creo que lo arreglé (o desarreglé) bastante.

Había una vez.... ¿Cuándo? ¿Dónde? Los niños lo saben. Está claro que debe ser cierto porque es lindo. Y todos sabemos que lo lindo tiene que ser cierto. Al menos en los cuentos. Porque estos tienen la misión de decir ciertas cosas verdaderas, muy difíciles de entender, cuando son contadas de otra forma. Entonces.... Había una vez tres arbolitos. Fue allá en los tiempos viejos, y en tierras del Líbano. En la ladera de un cerro que miraba al lejano mar, tres arbolitos pequeños, crecían juntos. Había nacido uno cerca del otro, hijos quizá de tres semillas del mismo tronco. Pero eran diferentes. Tenían sueños distintos. El primero se quedaba por las noches mirando el cielo estrellado, y soñaba. Se imaginaba que cada estrella era simplemente una de las joyas del tesoro del Gran Rey. Y quería llegar a dar su madera, cuando fuera grande, para que el rey hiciera con ella un cofre. Quería llegar a ser una hermosa arca donde el rey pudiera guardar lo mejor que tuviera entre todos sus tesoros. Porque todos, hasta los árboles más pequeños, sabían que el Gran Rey estaba por venir. Y cada uno quería prepararse con lo mejor de sí mismo para colaborar en su gran empresa.

El segundo arbolito se quedaba largas horas mirando hacia el lejano mar. Soñaba con entregar su madera, para que con ella se hiciera una nave poderosa. Un gran barco, para que el Gran Rey se embarcara en él con sus mejores capitanes. Sería  quien llevaría la buena noticia de su llegada hasta las islas lejanas en los confines de la tierra.

El tercer arbolito, en cambio, soñaba con que de su tronco se tomara el mástil para el estandarte de la victoria final. El daría la madera para ser clavada allá en la cima de los cerros, a la vista de todos los pueblos. Cuando los hombres vieran clavado en las cumbres el estandarte del Gran Rey, sabrían de su triunfo final y pleno.

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Y pasaron los días, los meses y los años. Primaveras y otoños se fueron apilando, con otros tantos veranos e inviernos. Cada ciclo le hacía vivir nuevas experiencias a nuestros tres arbolitos, que mientras tanto iban haciendo madera por dentro. Fueron creciendo y se hicieron árboles grandes y fuertes, soñando siempre con ser importantes y útiles para el Gran Rey cuando éste viniera. Un buen día los leñadores subieron las laderas, y luego de talar los árboles, bajaron sus troncos hasta el mar, a fin de llevarlos hacia el sur. Despojados de todo su follaje, los tres  hicieron su viaje, terminando en el gran mercado de maderas de Jerusalén. Al primer árbol lo compró un campesino del sur, a quien ni se le cruzó por la mente el hacer un cofre con aquella madera. Sus únicos tesoros eran los animales, que por la noche necesitaban refugiarse en un viejo establo. Y para ellos construyó un comedero. Lo mejor de  aquel árbol soñador terminó siendo destinado a un pesebre para guardar el pasto que comían los animales. Rodeado de todo lo que suele haber en un establo, el pobre arbolito convertido en algo tan distinto del cofre que se había imaginado llegar a ser, pensaba que la triste realidad convertía en ironía lo mejor de sus sueños. El Gran Rey no había llegado. Y el día que eso sucediera, él ya no tendría nada para darle. Su historia lo había destinado a ser todo lo contrario de un cofre. Rodeado de suciedades, y lleno de paja, pensaba que ni siquiera era digno de presentarse ante el Gran Rey a fin de ofrecerse  para ningún otro menester. En estos tristes pensamientos ocupaba las largas horas de sus noches de invierno, oscuras y frías, mientras los animales se refugiaban en el establo. Y en una de esas tantas noches, sucedió lo extraordinario. Oscurecía ya. Una joven mujer embarazada, acompañada por su esposo, penetró en el establo buscando un refugio donde pasar esa noche. Parecía que el parto era inminente. Y así fue. En medio de la noche, se escuchó un llanto. Y el pequeño recién nacido, envuelto en pañales, fue puesto por su madre en el pesebre lleno de paja. Entonces se produjo el milagro. La noche mala se volvió Noche Buena. El establo se pobló de ángeles, de luz y de cantos. Acudieron los pastores diciendo maravillas de aquel pequeño en el cual reconocían al Salvador. En cada fibra de su madera, el antiguo arbolito reconoció el cumplimiento de su viejo sueño. Realmente esa noche se había cumplido su mayor anhelo: ser el cofre para el tesoro del Gran Rey. Nada sabemos de su historia posterior. Quizá simplemente continuó en su misión de servir a los animales. Pero en cada navidad su sueño se multiplica hasta el infinito, y vuelve a acunar en su interior al Niño Dios.

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El tronco del segundo arbolito fue adquirido por un armador del norte. Pero no se lo destinó a una nave, sino a una humilde barca de pescadores. Una de esas tantas que en lago de Galilea eran usadas por los lugareños para la pesca. Pequeña, chata, y oliendo a pescado, nada tenía de la grandeza con la que había soñado poder servir al Gran Rey. Una tarde bochornosa de verano, la barca estaba cabeceando su modorra en la orilla. La calma de ese día presagiaba un peligro para la noche. Un grupo de hombres, precedido por alguien que parecía su jefe o su maestro, entró en la barca, buscando llegar a la otra orilla. La lenta travesía se vio interrumpida de repente por el vendaval. El agua entraba por todos lados, y el peligro de hundirse era más que real. Pero el maestro dormía su cansancio con su cabeza recostada sobre la popa de la barca. Lo despertaron angustiados. Se levantó, y con soberana tranquilidad ordenó al vendaval y al oleaje que se tranquilizaran. Y la calma reinó como por encanto. Un escalofrío de admiración recorrió todas las fibras de aquel arbolito, convertido ahora en barca de pescadores. Y constató que de verdad, su sueño se había cumplido: el Gran Rey estaba utilizándolo como su nave capitana. No era su madera la que daba seguridad a los navegantes, sino el Navegante quién le aseguraba a ella contra todos los poderes de este mar embravecido que es el mundo. Tal vez al día siguiente recuperara de nuevo su vieja función de ser una humilde barca en aquel pequeño lago. Pero ahora sabía, que el Gran Rey había ya venido, y que ella había sido la elegida para transportarlo en una noche de tormenta. Podría, en adelante, sentirse perdurando como imagen en la Iglesia que nacería luego de la muerte del Maestro.

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Pero, quizás la historia más dura le tocó al tercer arbolito. Porque resultó que para él no surgió ningún comprador. Quedó para el final de todo, casi como si fuera de descarte. A pesar de que su madera era valiosa. Pero nadie lo adquirió, y terminó siendo requisado por el gobierno. Ahí nomás, a poca distancia, Pilatos tenía su pretorio. Y los tirantes fueron llevados por los soldados romanos a la guarnición de la torre Antonia. Pero no fueron destinados a ser el mástil de ningún estandarte. Su destino fue totalmente otro. Al fondo del pretorio estaba el gallinero. Y nuestro arbolito fue a parar allí. Y al poco tiempo sus tirantes estaban convertidos literalmente en "palo de gallinero". Cualquiera se puede imaginar  lo que esto significaría para los sueños de aquel pobre arbolito. Su madera humillada y ensuciada sentiría en cada una de sus vetas que la historia real que le tocaba vivir era la contradicción de todo lo que había esperado. Y el tiempo fue pasando lentamente sobre su dolor. Hasta que un anochecer todo pareció entrar en el terreno de las urgencias. Un grupo de soldados había salido sigilosamente, con antorchas y palos para sorprender a algún malhechor en el corazón de la noche. Al rato había regresado, cumplida ya su misión. Pero seguramente debía tratarse de una persona muy especial. Porque toda la ciudad se había alborotado. El Sanedrín sesionó toda la noche. El gallo se había despertado más temprano que de costumbre y por tres veces había lanzado su canto hacia una madrugada que no terminaba de llegar. Protestas, maldiciones, preguntas y llanto. Todo se había confundido en aquel amanecer. La mañana estuvo aún más agitada que la noche. La plaza llena. El Gobernador, preocupado y nervioso. Los soldados alertas y con las armas en la mano. Todo parecía presagiar  uno de esos momentos claves en que la vida y la muerte juegan la apuesta final sobre alguien. Poco antes del mediodía, unos soldados entraron presurosos al gallinero, y desarmaron de prisa el andamiaje. Dos tirantes del arbolito fueron separados del resto y atados en forma de cruz. Los cargaron sobre los hombros ensangrentados de aquel mismo Maestro que calmara la tempestad en el Lago de Galilea. Y así se inició el doloroso y largo camino hacia el Calvario. A las tres de la tarde todo estaba consumado. El madero de la cruz servía de soporte para el cuerpo muerto del Señor de la vida. Y el arbolito de aquel cerro lejano, ahora hecho Cruz en el Gólgota, supo que su sueño se había cumplido en plenitud, mucho más allá de lo que él mismo se hubiera imaginado.

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Porque los sueños profundos, esos que nos acompañan desde la infancia y a través de toda la vida, son ciertos. Quizá no se cumplan de la manera como nosotros los hubiéramos imaginado. Pero como Tata Dios está comprometido con ellos, su plenitud suele superar inmensamente todos nuestros proyectos.

A vos, mi joven arbolito, te lo digo en esta Navidad:

Confiá en tu misterio: Desconfiá de tus criterios.

(en el libro Esperando el sol, Editora Patria Grande, Buenos Aires, 1995)

 

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