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Internacionales Sábado 23 de Octubre de 2010

Chile no cambia tanto

REDRADO. El "okupa" del Banco Central, como lo llamó la Presidenta, es el último de una larga lista de desertores que reflejan la incapacidad del Gobierno para negociar.

Darío Gutierrez

Por Darío Gutierrez

A los fabricantes de relatos les gustan los argumentos sencillos.

Así, pues, en América latina los años noventa del siglo pasado se vieron

dominados por un credo monstruoso llamado “neoliberalismo” que

depauperó a todos, pero la década que acaba de terminar fue del

progresismo izquierdista que procuró reparar los daños provocados por

los extremistas del capitalismo salvaje. La presidenta Cristina

Fernández de Kirchner y su cónyuge han hecho suyo este relato por

imaginar que les permitiría colocarse entre los líderes de un movimiento

continental e incluso planetario, pero desgraciadamente para ellos se

parece cada vez más a una antigualla, a algo típico de un decenio que ya

se ha ido.

 

 

 

Con precisión cronométrica, la segunda década del

tercer milenio comenzó deparándonos el triunfo del conservador Sebastián

Piñera en Chile, país que en buena lógica debería considerarse a la

vanguardia de América latina pero que, por motivos que podrían

calificarse de culturales, suele tomarse por un nido de reaccionarios.

Es tan así que ni siquiera la muy buena gestión de los sucesivos

gobiernos de la Concertación centroizquierdista ha servido para conmover

a sus presuntos correligionarios del resto de la región y de Europa,

acaso porque a su juicio los logros concretos importan mucho menos que

la capacidad para organizar espectáculos revolucionarios;

manifestaciones multitudinarias con banderas rojas por doquier, desfiles

militares, discursos flamígeros en contra del imperialismo yanqui,

especialidades estas de aquel payaso peligroso, el comandante

bolivariano Hugo Chávez.

Puede que la izquierda totalitaria o meramente

romántica que piensa de tal manera constituya una minoría, pero sería un

error subestimar su influencia entre los políticos, intelectuales y

periodistas de América latina, Europa y hasta Estados Unidos. Aunque

últimamente se ha puesto de moda tratar al Brasil de Luiz Inácio “Lula”

da Silva como una gran potencia emergente, cuando se ocupan los medios

internacionales del “giro a la izquierda” que supuestamente emprendió la

región luego de un interludio “neoliberal”, lo que tienen en mente los

comentaristas son las aventuras de personajes como Chávez, Evo Morales y

Rafael Correa, no el trabajo incomparablemente más valioso de los

líderes aburguesados de Chile.

También incide la noción extraña de que en cierto modo

los chilenos hayan traicionado a las esencias regionales al optar por un

“modelo” de desarrollo que sea compatible con el mundo globalizado que

está configurándose en lugar de rebelarse contra él, imputando su

negativa a respetar las reglas acatadas por los demás a sus principios

inviolables como quisieran hacer los tentados a declarar “ilegítima” la

deuda política. La actitud hacia Chile de los progresistas locales se

asemeja a la asumida por los muchos británicos blancos de la clase

obrera y negros norteamericanos que se ensañan con quienes se esfuerzan

por educarse bien con el propósito de incorporarse a la clase media; los

persiguen diciendo que quieren dar la espalda a sus orígenes,

aconsejándoles conformarse con la ignorancia agresiva que para ellos es

una señal de identidad.

Chile aún tiene muchos problemas, pero no cabe duda de

que a partir de 1990, cuando Patricio Aylwin sucedió en el poder al

dictador Augusto Pinochet, ha sido el país más exitoso de América

latina. Así y todo, en la Argentina, escasean quienes reclaman a sus

propios dirigentes aprender del ejemplo brindado por sus “hermanos” a

pesar de que estos se afirman centroizquierdistas. ¿Cambiarán de actitud

cuando el gobierno chileno esté en manos de Piñera, un empresario

fabulosamente rico ubicado en la mitad derecha del esquema ideológico

que, si bien parece bastante anticuado, sigue utilizándose?

Aspirantes presidenciales como Mauricio Macri esperan

que sí, que el triunfo de Piñera por lo menos sirva para que la palabra

“derecha” deje de ser sinónimo de “salvaje”, “brutal” y otros epítetos

igualmente desagradables, pero la verdad es que la cultura política

nacional está tan ensimismada que sería poco probable que la afectaran

las hazañas personales y colectivas de los vecinos transandinos. Aunque

sí impresionó el respeto mutuo manifestado por Piñera, su contrincante

derrotado Eduardo Frei y la sumamente popular presidenta Michelle

Bachelet, tan distinto del rencor venenoso que es habitual aquí, sería

necesario algo más que un cambio de gobierno para que los emularan

personas como los Kirchner, Macri, Francisco de Narváez, Felipe Solá,

Eduardo Duhalde, Julio Cobos, Elisa Carrió y compañía.

Para muchos es paradójico, cuando no aberrante, que

haya perdido a manos de un “derechista” no muy carismático Frei,

candidato de una coalición que en un lapso relativamente breve ha hecho

de Chile el país más dinámico y mejor administrado de América latina,

uno en que la presidenta cuenta con el vivo aprecio del 80 por ciento de

la población. El desconcierto que sienten puede entenderse, pero acaso

uno de los logros más significantes de la Concertación haya consistido

en crear una situación en que alguien como Piñera pudo triunfar sin

verse beneficiado por una crisis sistémica tremenda.

Mientras que en otros países de la región el reemplazo

de un gobierno izquierdista por otro derechista, o viceversa, suele ser

consecuencia del fracaso estrepitoso del saliente, en Chile se debió a

nada más grave que el cansancio que sentía parte de la ciudadanía

después de dos décadas de gobierno por los representantes de una sola

corriente y la esperanza de que la alternativa trajera nuevas ideas y

una mayor dosis de eficacia. Asimismo, lo mismo que sus homólogos en

otras latitudes, muchos chilenos aún pobres comparten los valores que

subyacen en el conservadurismo. De no haber conseguido sus votos, Piñera

no hubiera ganado. Mal que les pese a los progresistas, su credo a un

tiempo estatista y libertario es más elitista que popular.

En Chile, Brasil y Uruguay, la centro-izquierda ha

mostrado ser perfectamente capaz de gobernar con realismo, de aprovechar

la productividad extraordinaria que sólo la economía de mercado puede

asegurar y las oportunidades brindadas por la globalización, sin por eso

descuidar las medidas sociales precisas para poner fin a la marginación

de millones de personas. Además de mejorar las condiciones de vida del

grueso de sus compatriotas, tales gobiernos han sepultado, es de esperar

que para siempre, el temor a que un gobierno izquierdista sólo sabría

provocar el caos y sembrar más pobreza.

Ahora, les corresponde a Piñera, a Álvaro Uribe, Felipe

Calderón y la versión más reciente de Alan García mostrar que la

derecha liberal también puede gobernar con sensatez equilibrada,

prestando tal vez más atención a la producción que a la distribución,

para que se consigne a los libros de historia la idea de que lo único

que sepa hacer es reprimir y enriquecer a una minoría ostentosa a costa

de los demás. Si lo logran, la región daría un paso de gigante hacia “la

normalidad”, ya que en los países del Primer Mundo es rutinario que

quienes se suponen izquierdistas y derechistas alternen en el poder.

Aunque, como Piñera ha señalado, las diferencias entre los dos no son

muy grandes –tienen que ver con las respectivas mitologías, sus

panteones de héroes y su forma de expresarse–, es saludable que todavía

haya algunas, puesto que si todos convergieran en un centro uniforme, la

política correría el peligro de verse monopolizada por oportunistas

camaleónicos.

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