El
Gobierno comenzó a identificar con mayor precisión los problemas
de fondo que atraviesa la economía argentina, lo cual no
brinda necesariamente la garantía de acertar en las medidas para
solucionarlos.
Bajar el gasto público y reducir el déficit fiscal, como paso
previo a atenuar la presión impositiva que debilita la
competitividad argentina, forma parte del recetario económico que
se va cocinando en un equipo que aún no alcanzó la sintonía fina.
En el Gobierno entienden que buena parte del problema radica en la
inflación, y por ello el jefe del Banco Central, Federico
Sturzenegger, sigue batallando para lograr cumplir su meta de
inflación anual del 17% hacia fines de año.
Cada vez son más en el Gobierno los que creen que el objetivo
trazado por Sturzenegger fue "demasiado ambicioso".
Como sea, el objetivo aparece cada vez más lejano: en parte
porque el primer trimestre ya se llevó casi la mitad de esa meta,
pero sobre todo porque los agentes económicos empezaron a concluir
que el objetivo real del Banco Central, al fijarla, no fue tanto
cumplirla, sino aminorar las expectativas inflacionarias.
El problema para el gobierno es que el consumo no da señales de
recuperación, al contrario. Millones de hogares debieron resignar
incluso las compras de lácteos, y de una manera que sólo encuentra
antecedentes cercanos en la megacrisis de 2002, tras la debacle
del gobierno de Fernando de la Rúa cuando todo estalló en
diciembre de 2001.
Cifras oficiales confirmaron lo que venían anticipando
referentes sociales y consultoras: cada argentino tomó en promedio
cuatro litros menos de leche que un año antes, lo que representó
una caída del 9,2% en el consumo, el nivel más bajo desde 2003,
según datos de la consultora Kantar Worldpanel.
No hace falta hacer sociología de alta gama para concluir que
buena parte de ese menor consumo se explica por la caída del poder
adquisitivo en los sectores populares, los más golpeados por el
ajuste.
El dato fue confirmado por supermercadistas, que observan cada
vez más preocupados los números sobre caída de ventas y
multiplican las ofertas, mientras arrecian rumores de que el
sector comenzará a despedir gente.
Para completar una tormenta perfecta, los lácteos cuestan en
promedio 40% más que hace doce meses, de acuerdo con sondeos
privados.
Así, en medio de un escenario en que el poder adquisitivo cae,
los productos clave de la canasta familiar son los que más suben.
Algo no cierra en la ecuación.
El Gobierno trata de apelar a la estrategia del gradualismo y
hasta insinúa que la transformación que propone para la Argentina
demandará 20 años.
Incluso, Macri bromeó -¿bromeó?- con la posibilidad de buscar
un segundo mandato, y viene defendiendo la necesidad de emprender
un "camino gradual hacia el equilibrio de las cuentas públicas
para los próximos tres años".
Un eje central de ese gradualismo será una "reforma tributaria
ambiciosa" que, dicen cerca de Macri, permitirá recuperar el
superávit fiscal en 2019.
El cambio en la matriz económica se complementa con una
decisión capaz de generar nuevos empleos, pero que también tendrá
costos que ya se evidencian.
El Gobierno quiere que la economía no sólo dependa del consumo,
sino que se fundamente también en la inversión y las
exportaciones.
El problema es que gran parte de este rosario de
transformaciones ya quedó para después de las elecciones de
octubre, porque Macri se convenció de que en esta etapa es
inviable cualquier ajuste de envergadura.
El mismo convencimiento tiene de que si no se ordenan las
cuentas públicas, el mundo jamás tomará en serio su plan económico
de crecer 20 años seguidos para terminar con la pobreza extrema en
la Argentina.
Lo que llamó "pobreza cero". Lo que prometió en campaña.