Por REDACCIÓN
Por Hugo Borgna
El lunfardo, más que cualquier otro argot, tiene una riqueza conceptual que lo hace renacer cada vez que se busca “ese” significado con sabor intraducible.
En “El destino se llama Clotilde”, de Giovanni Guareschi (autor de la emblemática novela Don Camilo) se presenta el caso de una adolescente muy rebelde a las normas sociales, que se decidió un día a hablar en lunfardo, escandalizando a su padre, purista hasta de la menor partícula no blanca del idioma. Intentó todos los métodos, incluido el de prohibirle salidas de fin de semana, sin resultado. Hasta que localizó a una severísima docente, que era conocida por sus contactos y amigos (lo eran a la fuerza y por interés) como “Torquemada.”
El padre de Clotilde se puso de acuerdo con la docente: se encerraría con ella una semana, sin siquiera respirar aire exterior. Luego de ese plazo le presentaría al padre el resultado -por supuesto, exitoso- contra el lunfardo de la hija. Pasó el plazo y la severa lingüista, con expresión satisfecha le informó al ansioso padre que “bárbaro, su hija habla ahora el lunfardo más puro y sin macaneo, pero hay que ver el laburo que me dio.”
Es una cuestión, por sobre todo, de dignidad.
Al lunfardo le llevó años lograr esa potencia de identidad, flexible cuantas veces fue posible, de palabras tomadas del inglés, del francés y del italiano, muchas veces del auténtico arrabal y la vida paralela de tantas palabras que no lograban un equilibrio seguro.
Esa mezcla de significados, con los extremos debidamente pulidos para evitar aristas puntiagudas, produjo síntesis y belleza propias. Es el caso de una poesía, breve y muy inspiradora, de Julián Centeya: “El tano Sacramento”.
“Te via batir del tano Sacramento / que vino en un “Giuseppe” de tercera / encargado breca de un convento / y de quien se chamuya una fulera. / Él fue el de la batida / la entregada del Gansa, ñoricompa del Tachito / el tano ortiva le dio mancada / cayó la treinta y seis y meta pito”.
El autor de esta poesía, conceptualmente eficaz y poblada de síntesis debería haberse desarrollado en Pompeya, destino de barrio y nostalgia la mayoría de las veces. Pero sí lo fue el nombre artístico que adoptó, Julián Centeya.
Las vueltas de la vida, algo así como un 8 paralelo a la música de tango, le hicieron conocer antiguos horizontes iniciales. Nació como Amleto Enrique Vergiati en Italia, en la provincia de Parma el 15 de octubre de 1910. Su padre vino a la Argentina en el 22 y se estableció, primero en la cercana San Francisco, y luego en Buenos Aires.
¿Alguien piensa que fue en Pompeya? Todavía no. Antes estuvo en Boedo, pero la conexión con el tango ya estaba sembrada en Pompeya, esquina de Centenera y Esquiú. Pero Julián Centeya prefirió identificarse con Boedo, afectivamente su barrio.
Escribió libros de poemas, se relacionó con emblemáticos músicos, se desempeñó en Radio, y escribió artículos para los diarios de la época, pero no dejó de acordarse de los marginados de su barrio, que buscaban estar al día con la vida, buscando restos útiles en la quema.
Vivió 63 años. Su frase definitoria es ““Para escribir hay que vivirla, si no nos acunamos en el camelo literario”.
¿Es suficiente todo lo dicho para hacerle un hueco importante en el recuerdo? ¿Hizo suficiente mérito para considerarlo personaje ilustre del tango?
Alguno podrá decir que sí, dándose por satisfecho, pero hay otro mérito más.
Es autor de la letra de “La vi llegar”.