Por REDACCIÓN
Por Hugo Borgna
Como todas las afirmaciones, ésta nace con una insidiosa negativa. Hay quienes sostienen que, a lo largo de la historia del cuento, hay otros que son más breves, por lo que será mejor que se defina, tal como se ha escrito, al pretendido cuento más corto del mundo.
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Ya está. Es “eso” y nada más. Cada uno interprételo como mejor lo entienda y o sienta.
Ya está presentada en sociedad la síntesis hecha cuento del minirelato (o como se lo quiera nombrar) de Augusto Monterroso.
(Nacido en Tegucigalpa en 1921, el guatemalteco desarrolló una profusa obra que lo hizo conocido y apreciado en su lugar natal y en los ámbitos universales donde se habla castellano)
Con una sutil ironía y síntesis de contenidos y hechos, retrata a los humanos desde el modo de la fábula. Una de ellas es “La oveja negra”: da título a uno de sus libros.
“En un lejano país existió hace muchos años una Oveja Negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así como en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras, eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitar también la escultura”
El cuento corto, o conjunto de ideas ordenadas de un modo que puedan generar interés por sí, independientemente de un eje histórico que las acomode, tiene un origen de aceptación general en la obra de Eduardo Galeano, desde el consagrado “Libro de los Abrazos”, que le dio categoría de género separado del cuento convencional, a textos de contenido separado y no continuo.
Tampoco es el formato de la fábula desarrollada, entre otros, por Esopo, Samaniego o La Fontaine.
En ellos la idea central fue el mensaje claro y la moraleja, aunque en todos los casos los personajes del mundo animal hayan razonado como humanos.
Monterroso, al crear las fábulas, les da más vueltas de tuerca en si mismas, permitiendo que surjan nuevos conceptos mediante verdades contrapuestas.
“Era una vez una cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha” (de “La Cucaracha soñadora”)
(Su nombre real, sin ánimos de ser una imagen poética, era Augusto Monterroso Bonilla. Fue narrador y ensayista, autor de numerosas obras entre los años 1969 y 2003, y merecedor de premios internacionales en su ámbito americano.)
Dejó instalada una nueva duda, como cada vez que se hace protagonistas a los animales. Se les da la posibilidad de razón para resolver un conflicto -que no han creado ellos sino los humanos- y se les impone la obligación de resolverlos con la ciencia del humano más sabio.
(Exiliado en México en 1944, desde allí fue poblando su obra, que se mantuvo vigente hasta 2003, es decir mientras duró su vida.)
Augusto Monterroso abre puertas, ventanas, claraboyas, cielorrasos y cualquier tipo de cerramiento que se les pueda ocurrir a los autores; inventa una luz hacia arriba y, por las dudas, no deja lugar posible para introducir llaves que, siniestras, hagan retroceder la acción hasta el lugar común que surge después que se agotan las ideas innovadoras.
Nos dice que tengamos precaución con lo que le preguntemos a los animales.
Si son de fondo, correremos el riesgo de que ellos nos enseñen, y demasiado, a vivir.