Por Redacción
Por Hugo Borgna
El contrapunto viene de lejos y se muestra con renovada energía.
Los que piensan que la tendencia se manifiesta solo cuando el mensaje se dirige hacia un conjunto variado de personas (lectores no consecuentes), se equivocan.
El tema es elegir vocabulario para cada distinta ocasión y público.
Si se trata de hacer hablar sobre la obra de Borges o Cortázar se impone, necesariamente, un lenguaje bien cuidado, específico, para estar a la altura de autores que, como ellos, hicieron su arte con una muy cuidada elección de la palabra.
Para hablar de situaciones comunes y frecuentes parece estar descontado, de hecho, que el mensaje debe entenderse inmediatamente después de la primera lectura.
Pero el problema viene de más lejos. Desde el abundante transcurrir de la literatura en el hispano siglo de oro, donde Góngora y Quevedo se hacían notar mediante tendencias irreconciliables (partes las dos del barroco), existe una activa dualidad.
Como es fácil imaginar, ellos también estaban peleados en lo extra literario. Está abiertamente a la vista, y es difícil establecer, si la enemistad en la escritura se trasladó al ámbito de empatía personal, o si fue a la inversa, que la antipatía mutua se expresaba óptimamente mediante textos muchas veces agresivos.
Luis de Góngora y Argote describía así a las gallinas: “crestadas aves cuyo lascivo esposo nativo es del sol, nuncio canoro”, ejercitando de ese modo el culteranismo que, naturalmente, lo tenía a él como representante.
Francisco Gómez de Quevedo y Villegas y Santibáñez Cevallos hacía percibir de un modo cerrado los significados, llevando al máximo la síntesis propia del conceptismo: “Buscas en Roma a Roma, oh, peregrino, y en Roma misma, a Roma no la puedes hallar”.
Pérfido en su modo de ser, Quevedo se burló literariamente de Góngora y su culteranismo: “Quien quisiere ser culto en solo un día, la jeri -aprenderá- gonza siguiente: fulgores, arrogar, presiente, purpurada, conculca, argento…”
Bien, de este activo modo de ejercer la polémica, quedó la clasificación ya genérica de la escritura entre el modo simple y la complejidad de origen, modos inconciliables que no quieren amigarse.
Mucho de esta beligerancia de estilos sigue alimentando la comunicación.
No lo vamos a resolver salomónicamente (no se preocupen, lectores, no vamos a cortar libros por la mitad), pero sí podemos decir que el hecho de que exista dualidad en el decir mejora las posibilidades de escribir con relojera precisión.
Atendiendo a la esencia y contenido de cada texto, cada autor podrá ejercer el derecho de utilizar un estilo determinado: solamente hay que tener presente lo que cada modalidad sugiera –bien prudente y al oído- en el momento de tener que cerrar una oración.
Cada modo es la posibilidad de cada autor de sentirse más cómodo al expresarse, superando la permanente tendencia a complejizar los textos, cuando se presupone que los contenidos son “importantes” y, por eso, merecen ser tratados respetuosamente de “usted” en lugar del “vos”, que sí resulta más apropiado para expresar afecto. Pero aún con estas aclaraciones, nacidas de modos habitados por insistentes prejuicios, no se resuelve la cuestión.
Y sí, hay una sugerencia final.
Recordar a quienes escriban que los textos deben mostrar el óptimo resultado del encuentro, con equilibrio y riqueza, entre el oficio y el sentir profundo.