Por Redacción
Durante la celebración de la Vigilia Pascual, Mons. Pedro Torres pronunció la Homilía cuyo texto reproducimos seguidamente:
"Queridos hermanos:
Venimos del silencio infinito y estamos invitados a velar, venimos del silencio del ´sábado santo, del silencio de la Madre que espera, del silencio de “no saber”, que aparece sutilmente en las enseñanzas del evangelio: no terminaban de entender ¿quién correrá la piedra? O como rezaba San Juan de la Cruz:
"Entréme donde no supe:
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
1. Yo no supe dónde estaba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Venimos del silencio del viernes y del sábado, de un silencio contemplativo indispensable en nuestros días, silencio que posibilita reunificar la vida en medio de tensiones que la fragmentan y dispersan; que nos abre a la escucha más profunda, la de la buena noticia, de la que surge la gran esperanza que sostiene y da consistencia a las esperanzas cotidianas e incluso a las legítimas expectativas personales y comunitarias.
Y cuando hay silencio se escucha lo sorprendente, irrumpe la buena noticia, impactante y humilde a la vez, “¡el sepulcro está vacío!”, “no está allí”, “la piedra ha sido corrida” (la ha corrido el Espíritu que resucitó a Jesús), la muerte ha sido vencida, el mal , el desamor, la sordera y la ceguera, la tiniebla han sido vencidos por la luz, nace una vida nueva, vestida de incurruptibilidad y se manifiesta con signos pobres, humildes, incluso en la ausencia del que pasó dejando huellas, como en el caso de los peregrinos de Emaús que no lo reconocen cuando estaba con ellos y lo reconocen cuando no está visible.
Tal vez creímos comprender y no hemos comprendido todavía cuánto nos ama, no hemos pasado esta Noticia de la mente al centro más profundo de nuestra vida, de nuestra escala de valores, de nuestro centro de interés.
Aquella experiencia fundante del Profeta Elías, en el monte Horeb, de que Dios está en la brisa suave, en el susurro silencioso, que no se impone por la violencia o en medios poderosos que dan miedo (no está en el huracán, ni el terremoto, ni en el fuego, 1Rey 19,11-13); anuncia un sepulcro vacío, hay que reconocerlo cuando ya no se lo ve, en el no entender, reconocer que un abismo llama a otro abismo (Sal 42.7-9). El misterio del ser humano no tiene fondo y Dios está allí.
¡Qué gracia! mi historia, nuestra historia, de pecado (que acabamos de recorrer en las lecturas) y la del mundo, también es historia de salvación. Él nos creó, nos eligió, nos hace caminar entre incertidumbres, donde la sed será saciada por Dios (como en el diálogo con la Samaritana: “El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna” Jn. 4,14, Él es la fuente); Él prepara una habitación en la casa del Padre porque quiere que tengamos Vida y la tengamos en abundancia.
Hoy hacen falta ángeles con la vestidura blanca de la alegría, que anuncien que Jesús está vivo, que, en Galilea, el lugar de la vida, la familia, del trabajo, de lo cotidiano, ahí lo podemos ver.
Por eso, podemos preguntarnos esta noche ¿Qué hábitos nos revisten? ¿Son las virtudes o los vicios? ¿Es la alegría o la queja y desilusión?
¿Cuál es nuestra experiencia fundante de la esperanza? Una imagen muy sencilla me ayuda a visualizarla: la telaraña y su hilo primordial, es el primer hilo que teje la araña y que sostiene toda la telaraña. Como relata el famoso cuento de Mamerto Menapace, había una arañita que bajaba todos los días por él, para alimentarse de lo que había quedado atrapado en su tela, un día se olvidó para que era ese hilo porque se había cansado de subir y bajar, y lo cortó. Y cuando se corta el hilo primordial, la experiencia fundante, la certeza que da sentido a la vida, esa tela se rompe, se envuelve, nos aprisiona. La experiencia fundante es que Jesús resucitó.
Decía Benedicto XVI hablando de la gran esperanza (Spe Salvi)
26. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención » que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es «redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha «redimido». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana «causa primera» del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: « Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí » (Ga 2,20).
Este año de oración, de escucha, nos prepara al gran jubileo que tiene como lema “Peregrinos de la Esperanza”. Sigamos caminando con María y los santos para entender que el amor resucitó, y me invita a resucitar con Él, e intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo y renovaremos en un momento: de la fe se espera la «vida eterna», la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud.
¡Feliz Pascua!
Mons. Pedro Torres
Obispo diocesano de Rafaela.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.