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Sociales Lunes 4 de Septiembre de 2017

Derecho de piso...

Este cuento lo escribió Arturo Gentilini, recordando a su papá Mássimo: fue excombatiente de la 2ª Guerra Mundial y luego de finalizada la guerra emigró de Italia y vino a Rafaela. Aquí se casó con Aída López y formó su familia con sus hijos Galdino y Arturo. Es un homenaje a los inmigrantes que confiaron en este lugar del mundo para construir una vida mejor.

Agrandar imagen FOTO FAMILIA AG MASSIMO GENTILINI./ Participó en la 2ª Guerra Mundial.
FOTO FAMILIA AG MASSIMO GENTILINI./ Participó en la 2ª Guerra Mundial.
REDACCION

Por REDACCION

Por Arturo Gentilini. - El frío se había convertido en el más tenaz y cruel de los enemigos. Un viento suave y constante lograba filtrarse por distintos resquicios de los uniformes rotosos, embarrados y enfriaba superficies del cuerpo no mayores que la cabeza de un alfiler y se hacía insoportable.

El hambre tampoco cedía su espacio de torturador tan fácilmente, pero las esporádicas sirenas anunciaban que un caldo repugnante y un mendrugo de pan duro estaban disponibles para la soldadesca.

La trinchera no pasaba de un pozo superficial que apenas permitía que los seis soldados echados como perros se amontonasen para paliar el frío, el hambre, la soledad, el desamparo y de paso, como decían los superiores, para no ser vistos aunque los cascos verdes y oxidados asomaban de vez en cuando y denunciaban algún movimiento.

El grupo de combate había sido rearmado recientemente y todavía no recordaban siquiera los nombres de cada uno, pero el horror de la guerra compartida los hermanaba en una confianza que tenía también rasgos de compasión. Todos sabían lo que el otro sufría. Todos compartían su incomprensión. ¿Qué podía ser tan importante para someterlos a tan espantoso sufrimiento?

En la cabeza de Mássimo transitaban desordenados los pensamientos.

Pensaba cómo estarían su madre y su padre. ¿Qué habría sido de sus dos hermanos también alistados? ¿Seguirían vivos? ¿Dónde? ¿Pensarían en él como él pensaba en ellos? ¿Duraría mucho más? ¿Llegaría a ver el final o el frío y el hambre se lo impedirían? ¿Habría final? ¿No saldría el sol aunque sea un poco? ¿El soldado que tenía enfrente dormía o estaba muerto? ¿No podría Dios extender su piadoso manto y matarlos a todos? ¿Existía Dios? ¿Si existía, por qué permitía que sucediera eso? ¿No estaría incluso él mismo muriéndose? ¿O muerto? Tal vez. Y ese era el infierno. El infierno merecido por la suma de los pecados que en sus dieciséis años había acumulado. No. Era absurdo. Dios no condenaría a un niño por sus pecados a un suplicio tan enorme. Quizás un bombardeo había destruido su casa y hasta su pueblo entero.

La aguda sirena interrumpió sus pensamientos. Era comida. Había que buscarla. Los seis saltaron despabilados y con entusiasmo. Ese caldo asqueroso era algo caliente para llevar a las tripas. Ese pan reseco y con gorgojos producía saciedad y hasta placer al masticarlo y tragarlo aunque inundara la boca con un sabor mohoso y agrio que demoraba horas en írseles.

La organización era rígida y se respetaba a rajatabla. El más joven era el encargado de buscar la mísera ración para todos. La antigüedad en combate otorgaba ese privilegio, aunque esta fuera de unos pocos días, los más viejos no arriesgaban sus vidas para abandonar la trinchera exponiéndose al ataque enemigo.

Todos miraron a Bruno. ¿Se llamaba Bruno? Sí, casi seguro.

El joven sin nada de resistencia empezó a juntar los cacharros de aluminio de todos para correr hasta el rancho que estaba a algo menos de un kilómetro, del otro lado de la colina. Como en un gesto generoso algunos le facilitaron la tarea acercándoselos y extendieron sus brazos con sus abolladas caramañolas porque podía ser que hubiese algo de agua limpia para beber también.

Con increíble habilidad el muchachito acomodó las cacerolitas y los tarritos que colgó de su hombro derecho y se irguió para correr hacia el rancho de distribución. Cuanto antes llegase mayores serían las posibilidades de obtener una ración más abundante.

Cuando estaba de pie Mássimo lo miró y vio su cuerpo diminuto, su rostro lampiño, sus orejas salidas y ennegrecidas por la mugre y el congelamiento también. A la delgadez se le sumaba la pequeñez del cuerpecito que hacía que las ropas le quedasen enormes. Hasta se adivinaban los pies sueltos dentro de los borceguíes y el casco se bamboleaba en la cabecita.

-Es un niño- pensó.

Algo indescifrable lo impulsó a detenerlo, arrebatarle el cacharraje y hundirlo por los hombros de nuevo en la trinchera. No esperó respuesta ni reacción de nadie y se lanzó a la carrera hacia la sirena que volvió a sonar corta pero eficaz. Corría casi sin fuerzas en un dudoso zigzag según las indicaciones. El recorrido se le hizo interminable. Cuando llegó una pequeña multitud se apelotonaba contra el largo tablón en el que con cucharones grandes tres o cuatro muchachos arrojaban desprolijamente un líquido humeante y color barro aguado en las ollitas y otros tres reboleaban panes duros.

Con la primera mirada de los despachantes uno debía exponer con los dedos de las manos cuántas raciones requería.  El levantó su mano derecha con los cinco dedos extendidos y luego intentó recoger cuatro para que sumaran los seis pero el frío no dejó que los doblara, entonces con dificultad elevó el brazo izquierdo mostrando solo el pulgar.

Con increíble eficiencia obtuvo las raciones y emprendió el regreso. Las estrategias empleadas para la ida fueron imposibles en el regreso porque prefería que lo matasen antes que derramar una sola gota de esa sopa o perder una miga de pan.

Ni siquiera sintió miedo ante el abrumador y constante sonido de las bombas y explosiones que se adivinaban muy cercanas. Ni reparó en ellas.

A medida que se aproximaba al lugar se sintió desorientado. ¿Se había equivocado de dirección al salir?

No reconocía nada.

Medio aturdido trató de acomodar su cabeza con calma y verificó con sorpresa que el lugar había sido bombardeado durante su ausencia. No había una sola piedra en su lugar. No había quedado nada de la trinchera ni de sus compañeros.

No alcanzó a pensar en nada. No intentó siquiera recorrer con la vista para ver o socorrer algún sobreviviente.

Buscó como por instinto alguno de los pozos que dejaron las bombas para que le sirviera de protección. Saltó adentro de uno que resultó cómodo y profundo. Se sentó cruzando las piernas.

Un solo pensamiento acudió a su cabeza: ¡Toda esta comida ahora es para mí!


Se le agudizaba la voz siempre antes de terminar su relato y los ojos de repente se ponían vidriosos por las lágrimas. Con sus manos enormes y abiertas refregaba sus ojos con el talón de sus palmas exponiendo sobre la frente sus gruesos dedos denunciantes de manos trabajadoras. Esos mismos dedos conque había marcado el “seis” para las raciones hacía más de sesenta años.

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