Por Redacción
Ya pasaron muchos años desde aquel primer triunfo científico logrado en Edimburgo: el Instituto Roslin había realizado la que se conoce como la primera clonación de la historia.
De entonces acá, cada tanto reaparece el debate sobre la posibilidad de clonar también a los humanos. Hablando en términos científicos, ello es posible; ¡pero la ciencia no tiene que tener la última palabra!. Hay principios filosóficos, religiosos y, sobre todo, éticos que no pueden soslayarse. Dejar que la ciencia siga sus derroteros sin controles morales es exponerla a gravísimas desviaciones, de las que la historia nos brinda abundantes muestras.
Pensemos qué hubiera pasado si el descubrimiento lo hubieran realizado los alemanes del entorno de Hitler. No cuesta mucho imaginar a ese monstruo activando clonaciones de "lo mejor" de la raza aria. O, incluso, logrando clones de sí mismo...
¿Ciencia ficción? Parece, pero no tanto. El ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor.
Por otro lado, la tentación de "fabricar" clones con fines terapéuticos (para usar sus órganos en trasplantes, por ejemplo) puede seducir fácilmente al mundo de la ciencia; tanto más que aparecería con aureola solidaria.
Coincido en este sentido con lo escrito en su momento por un editorial del diario "La Nación": "Cualquiera fuere la postura que se adoptare en razón de motivos humanos, religiosos o filosóficos, hay un principio que parece indiscutible, y es el que afirma que toda investigación científica -y con más razón si puede derivar en consecuencias tan dramáticas en el campo de la genética humana- debe progresar en armónico diálogo con el desarrollo de la conciencia ética y con la necesidad de preservar al hombre en su dignidad, en su naturaleza, en su irreductible unidad esencial.
La ciencia se dignifica y encuentra su plena razón de ser en la medida que sirve al hombre y lo reconoce como el fin último de cada uno de sus pasos, de cada uno de sus movimientos que jalonan su asombroso progreso.
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