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Sociales Sábado 6 de Julio de 2024

Aquellos irremediables remedios caseros

Crujía la barrita de azufre que se frotaba sobre músculos, nervios o coyunturas doloridas y eso significaba que el mal se iba con ella.

Agrandar imagen Elementos naturales que se utilizan para tratar afecciones.
Elementos naturales que se utilizan para tratar afecciones. Crédito: Shutterstock

Por Orlando Pérez Manassero

 

Quienes estamos transitando esa edad que hace a la gente llamarnos octogenarios (y a algunos nonagenarios) asumimos que quizás fuimos hace mucho tiempo los últimos niños en recibir remedios caseros suministrados por preocupadas madres y abuelas. Recordamos que en ese entonces - mediados del siglo pasado - los doctores concurrían habitualmente a la propia casa del paciente y al pie de la cama hacían sus recetas indicando los medicamentos que necesitaba el enfermo. Luego un farmacéutico era quien proveía lo indicado por el médico y hasta aconsejaría como usarlos.Pero el llamar a un profesional médico era la última alternativa y sucedía después de que no habían surtido efecto los citados remedios caseros.

Haciendo un poco de historia digamos que esos improvisados remedios siempre existieron y en nuestro país, en las pampas casi desérticas del siglo diecinueve, hasta los gauchos más matreros se rendían a un dolor de muelas y apelaban a capturar vivo al sapo más grande de la laguna para frotar (con mano derecha) la fresca panza del batracio sobre la mejilla afectada ¡y santo remedio!

 

El pobre sapo curaba también la “culebrilla” cuando lo frotaban sobre el Herpes Zoster hasta que su panza se ponía colorada, pero no pocas veces el enfermo se intoxicaba luego con la “bufolina” que emitía la piel del batracio enojado. ¿Qué pasaba con los resfríos?, las curanderas tocaban garganta, pecho y espalda con caña que escupían de su boca. Y si de empacho se quejaba el paciente le hacían una cataplasma de dulce de membrillo con un huevo frito encima y, en casos graves, un emplasto de sangre de toro cocinada con repollo que se colocaba sobre el vientre. Si la barriga le dolía apelaban a friccionarla con manzanilla frita en aceite o la frotaban con una mezcla de ginebra con ruda y pimienta. El viejo peón de la estancia aquejado de dolores reumáticos saltaba alegremente los alambrados luego de una friega con grasa de potro o de caca de gallina.

 

Pero ya en nuestro tiempo quienes éramos los niños de mitad del siglo veinte recibíamos tratamientos digamos más elaborados y suaves que los arriba mencionados. Dolía la cabeza y nos colocaban rebanadas de papas crudas sobre la frente, o medios porotos crudos alrededor de los ojos. La insolación se iba con las burbujas dentro de un vaso con agua invertido sobre la cabeza. Liendres y piojos en el cabello desaparecían con una friega de algodón empapado en querosén (blanco por entonces) y el mismo producto se usaba sobre una herida sangrante. Crujía la barrita de azufre que se frotaba sobre músculos, nervios o coyunturas doloridas y eso significaba que el mal se iba con ella, pero ante alguna duda, la abuela le decía a mamá que teníamos anemia o raquitismo y decretaba la pena máxima que consistía en hacernos tragar las aborrecidas cucharaditas de aceite de hígado de bacalao.

 

Otras bebidas a las que eran aficionadas a suministrar las mamás podían llegar a ser el jarabe de calcio, el aceite castor, el de almendras dulces, el agua de azahar o la vaselina líquida, todos para diferentes afecciones. En el invierno los sabañones se hacían presentes; el remedio una cebolla blanca calentada y frotada sobre ellos hasta que se enfriaba. Y a veces dolían los oídos; unas gotas de aceite de cocinar calentito dejadas caer bien adentro del canal auditivo, o mejor las mismas gotas, pero de leche mezclada con ruda, unos tapones de algodón... y a seguir jugando.

 

En el invierno eran habituales los vahos de hojas de eucaliptos aspirados con la cabeza cubierta por una toalla, y si los estados gripales se acentuaban aparecía la untura blanca. La abuela la preparaba: un vaso de agua, otro de trementina, unas cucharadas de vinagre y la yema de un huevo todo mezclado y bien agitado. Luego de enérgicas friegas con ese espeso y oloroso líquido sobre pecho y espalda que provocaban calor terminábamos bien abrigados y tapados en la cama pensando que por la mañana seguramente desaparecería la tos, la bronquitis o la pulmonía que nos aquejaba. Que nos picó una abeja: barro, si fue una araña un emplasto de hoja de palán-palán y aceite. Quién sufría de asma tomaba un te caliente de hojas de ortiga, malva y eucalipto y se iba a la escuela, mientras que, si aducía dolor de cabeza para no ir a ese mismo lugar, le daban un tecito de zarzaparrilla y lo despachaban raudamente a horario.

 

Pero claro que no todo era casero, existían ciertos remedios farmacológicos de venta libre que las

mamás no titubeaban en administrarnos. Si ir al baño constituía un esfuerzo con poco o ningún resultado allí aparecía la botella de Cirulaxia, quizás las pastillitas de Tuil o, porqué no, una buena cucharada de Sal Inglesa. La indigestión o la pesadez estomacal la aliviaba la Sal de Fruta Eno o el efervescente Bagna Nass. Para los huesos sanos el Calcigenol. Para el dolor de cabeza un Geniol y si el dolor era en las coyunturas unas friegas con Linimento de Sloan o Untisal y a saltar de contento. Seguramente que había más remedios, pero hoy día ya la memoria no nos ayuda y necesitaríamos un tónico. Alguien me sopla “un té de raíz de Ginseng”... ¿será que vuelven los remedios caseros?

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