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Sociales Lunes 1 de Agosto de 2022

A Magdalena le sobra el mármol

Maestra por vocación, ejercicio y convicción, donó su fortuna a la educación y a treinta años de su partida sigue marcando ejemplos. El siglo XXI de una adelantada a los tiempos y ferviente defensora del aula.

REDACCION

Por REDACCION




Por Edgardo Peretti


En uno de los senderos diagonales que cuenta nuestra plaza “25”, camino a la intersección de Rivadavia y Colón, existe un monolito de mármol que recuerda a Magdalena Bruno.
Dice en la dedicatoria, además del nombre de la insigne educadora “…Maestra de sus alumnos, a quienes ella ayudó a crecer” y está fechado el 23 de octubre de 1988. La mención, valiosa en cuanto a su simbolismo tiene un par de marcas donde alguna vez había dos placas. Los que amamos la plaza y sus aportes a la vida sostenemos que se habrán caído; otros, menos poéticos, apuntan a los mismos que se llevaron otros bronces del monumento a San Martín.
Los dinosaurios citadinos en proceso de extinción sostenemos -con acierto- que “aquella otra plaza” era más atractiva, sin gente haciendo camping en los canteros, o perros (con anuencia de sus dueños) dejando sus heces. Aceptamos si, que ladrones de flores y plantas hubo siempre. Una visión más lúdica quiere creer que los que se llevan el bronce lo hacen para tenerlo de recuerdo o fundirlo en un prendedor para la vieja. Otra acepción sería poco constructiva.
¿Tendremos que llegar a la decisión de colocar rejas y cerrarlas de noche? Creemos que el rafaelino en general no merece eso, aunque algunas minorías aportan lo suyo en la propuesta.
Magdalena Bruno se fue hace tres décadas. Su vida estuvo dedicada a los niños, a la escuela y a dejar huella en propuestas de vanguardia cuestionadas en ese tiempo pero válidas para ese presente y este futuro.
Por si hace falta un dato, también dejó su herencia (generosa) para estos fines.
Pero, ¿quién era esta maestra que marcó tanto una gran parte de las aulas del siglo pasado?. Eso, una maestra.
En su libro “Señorita Magdalena”, la entrañable Elda Massoni retrata en la biografía diferentes escenas y escenarios que no podían perderse. MB entendió un día (por experiencia y amor) que muchas niñas no tenían la más mínima ideas del cambio que implicaba en su cuerpo el paso a la adolescencia, ese famoso y cómodo “se hizo señorita” (SIC).
Dedicó su tiempo a explicarle a las alumnas el fenómeno de la vida, con nivel de apoyo y ayuda, todo ello para beneficio de las chicas, alivio de las madres (que no sabían cómo hacerlo) y malestar de esos ineptos que nunca faltan en los espacios donde se toman las decisiones. No la sacó gratis; fue apercibida por esas acciones (¿?). Poco le importaba.
Otra historia que requiere Elda es la de una “chica de familia” que se dormía en clase, obviamente agotada por el esfuerzo laboral de todo un día.
Antes de continuar habrá que explicar que ese concepto se aplicaba a las niñas (10/12 años) que las familias pobres entregaban en custodia a otras de mucho mayor potencial material para las pongan bajo se guarda a cambio de techo y comida.
No hace falta ir en busca de ninguna acción perversa para saber lo que esto implicaba. En el mejor de los casos existía un compromiso de “mandarla a la escuela”, al menos hasta cuarto grado para que se alfabetice. Todo muy loable, pero con aristas malvadas: la nena trabajaba de las 6 de la mañana hasta después de la cena y luego podía ir a la escuela nocturna.
Como ineludible acto de buena voluntad se le permitía dejar la limpieza post cena para la vuelta o la madrugada siguiente, antes del desayuno, eso sí. Contundente acto de generosidad, sin dudas.
Una de estas chicas, de 13 años, se dormía en la clase a las 8 de la noche. Magdalena, que sabía lo que pasaba la dejaba descansar y la despertaba con un mate cocido caliente y un trozo de torta que traía desde su casa, porque tampoco las patronales eran cuantitativas en las comidas.
Una noche, uno de esos ineptos que abundan en los sitios de las decisiones (y sobre los cuales ya hemos referido en este escrito) llegó al aula y al ver esa situación puso el grito en el cielo (en realidad, en el infierno) y lanzó todo tipo de amenazas para la maestra, el portero y hasta el ministro de educación. Alguien se había olvidado de avisarle que el inspector sabía de esto y también conocía el carácter de la docente.
Claro que no fueron todos triunfos, alguna vez terminó dando clases en las islas del Paraná, pero nunca se asustó ni claudicó.
Volviendo al monolito, tranquiliza al espectador el saber que ese pedazo de mármol, aún sin placas de bronce, es mucho más que eso. Es la esencia que se comunica por vía del amor al árbol que está a unos sesenta centímetros. Esa especie, sus hojas, sus venas, su savia, sus raíces y hasta la sombra que proyecta conforman la vida misma; florecen con la primavera y se van con el otoño. Todos son alumnos de la gran maestra.
La inolvidable Magdalena no necesita bronce. Duerme el sueño eterno en la memoria de cada aula, de cada cuaderno y de cada niño, y hasta en aquellos que se afanaron el bronce. Seguro que los perdonaría.

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