Por Victor Corcoba Herrero
La serenidad nos llama a la puerta del corazón. Tenemos que aprender a no malgastar la energía, que nos hace renacer cada día. Este instante, quizá sea el intervalo justo, para desenredar todos los nudos que nos ahogan. El gozo no radica tanto en lo que se ha vivido, sino en lo que se ha meditado como un acto de rescate y de liberación personal. En efecto, más allá de la vida presente, está el entusiasmo por rehacerse y hacer camino, por enternecernos y ser poesía.
La autenticidad del ser nos insta a replantearnos los horizontes, a tejer enternecedores sueños y pensamientos de eternidad. Bajo la certeza de este paraguas nos cobijamos, a la espera del reencuentro con nosotros mismos, antes que el dolor nos sobrecoja sin poder despojarnos de nuestras miserias mundanas, de las cuales tenemos que huir para poder cohabitar hermanados.
Aguantemos el periodo, aprendamos a hacerlo, a cultivar desde el santuario interior de nuestro espíritu el placentero cantar, que es lo que verdaderamente nos hace sentir maravillosos trovadores. Son estas fuerzas inspiradoras, despojadas de don dinero, las que nos encauzan hacia lo armónico. Aquel caminante que no sabe adentrarse ni en sus propias habitaciones místicas, difícilmente va a huir de su estado salvaje.
Precisamente, nuestro gran don viene de lo celeste, de ese místico verbo que canta cosas humildes, a un ritmo universal para iluminarnos como especie pensante e hijos del amor. Por eso, es vital conservar la inocencia de un niño en nosotros, la naturalidad de una mirada que acaricia y la voz consoladora del aire que nos reanima. Desde luego, el mejor rejuvenecimiento, parte de profundizar sobre el sentido de la existencia.
En el fondo, nuestras pulsaciones creativas no son algo que se ven, sino la luz que nos permite reorientarnos, para continuar el camino del verso, que no es otro que el de la verdad y el de la perenne vida. Hay que huir de este físico territorio de falsedades que nos amortajan las sonrisas y nos impiden sentirnos esperanzados y alegres. Ciertamente, tenemos que sustentarnos y sostenernos unos en otros, para descubrir ese deleite divino que somos en comunidad. Vuelva a nosotros, pues, esa gota de rocío de la mañana. Dejémosla traspasar el alma. Seguramente, entonces, descubriremos en silencio el nacimiento de un invisible orbe; repleto de virtud, que nos hará sentirnos más poema que pena, más día que noche, más aurora que ocaso, en suma. Al fin y al cabo, la ciencia de vivir es la de desvivirse por el otro, cultivando el arte del darse y el donarse como clemencia.
Indudablemente, el espectáculo de las terribles destrucciones está ahí, como autocrítica colectiva. Sin duda, hemos de desprendernos de tormentos que nos paralizan el hallarse. Me niego a morar en el luto permanente, causado por la deshumanización e inhumanidad sin precedentes, que nos acorrala por doquier, dejándonos en el terror más absoluto. Urge que despertemos, en consecuencia. Regresemos a la lírica de la que nunca debimos ausentarnos.
Necesitamos los bucólicos lirios para injertarnos de esperanza, para que prevalezcan en todas las realidades del planeta el sentimiento de reconciliación, infundido por la conciencia de cada cual. ¡Qué agradable sería el mundo en el que no hubiera dominadores ni dominados, sino verdaderos poetas de corazón y en guardia permanente! No perdamos la misión de buscar y de rebuscar para conocerse y poder situarse en la belleza del fundamento.
Hoy más que nunca precisamos de la idílica palabra, florecida a golpe de corazón, para llevar a buen término una ruptura de los esquemas mundanos; que, aunque nos tienen prisioneros en un aparente bienestar, nos están empedrando los caminos y no vemos la luminaria, para abrazar la estrofa de la que formamos parte. Hace tiempo que hemos dejado de ser vivo soplo. Deslumbrados caminamos, sin apenas fuerza; porque además nos han cortado las alas, y nada es como tiene que ser, ya que te prometen todo y no te dan nada.
Si acaso, injertan mitologías que te llevan a la desesperación, porque sus abecedarios están llenos de inmoralidades y sus lenguajes de maldades. Nos falta, por consiguiente, continuar trabajando honestamente. Hagámoslo, eso sí, en vigilancia perpetua y meditando sin cesar. Así todas las cosas se inmortalizarán, pero en la buena dirección y con el mejor sentido.
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