Por Victor Corcoba Herrero
Nos desbordan los liderazgos corruptos. Cada día proliferan más los trepas en este mundo confuso, enviciados por el vicio del desorden y apegados al dinero, con su manera de vivir cómodamente el propio estatus, sin honestidad alguna. El incentivo de una doble vida siempre está ahí, lo que debe hacernos reflexionar, sobre el tipo de servidores que somos. Estamos aquí para auxiliarnos entre sí, orientados hacia las cosas de arriba y no como un mercado de compraventa de aquí abajo, sino como una vocación de entrega, para que cada tristeza y obstáculo, esfuerzo y tribulación, se haga más llevadero.
La carga siempre se sobrelleva mejor en sociedad que individualmente. Sin duda, tenemos que bajarnos de este pedestal mundano y volvernos más poesía que poder, más aliento que desaliento, para que pueda prevalecer una atmósfera fraterna. Endiosados sí que estamos, pero hermanados no, la virtud y el ostentar no se sostienen en vínculo alguno.
Hay que pasar página y no servirse de la gente, para hacer carrera terrenal. Los países más desfavorecidos o inmersos en esta absurda contienda general, tienen la responsabilidad sus líderes políticos, de ser más poéticos que políticos, para gobernar bien, comenzando por borrar el cúmulo de tensiones y pobrezas que nos ahogan en este momento, mediante una activa colaboración internacional.
En efecto, tenemos que abrazarnos sin intereses de ningún tipo, sentirnos en la misma barca existencial unos y otros, repensar el instante y tomar la acción de que no somos adversarios. Quizás necesitemos un cambio de ritmo, una dirección que nos ayude a encontrar el camino de la verdad, con la clemencia necesaria para reembarcarnos, como familia entroncada corazón a corazón, porque de ella emana nuestra continuidad en el linaje. Al fin y al cabo, la vida es un continuo compartir, un darse y donarse, que es lo que injerta gozo en el alma y alegría en el cuerpo.
Por otra parte, debemos saber por nuestra propia leyenda biográfica, que para llegar a buen puerto, se requiere unión y unidad a la hora de remar, conciliando olas y oleajes con los aires frescos de la moralidad. Hoy más que nunca, necesitamos volver a la vida con un pulso limpio y una mirada sin fronteras. Esto requiere que los dirigentes ejerzan un obrar ejemplarizante de acompañamiento y defensa, recurriendo sólo a medios legítimos y reconociendo plenamente su responsabilidad en la tarea de servicio, como agentes de coherencia entre lo que dicen y hacen.
Desde luego, resulta funesto observar y padecer en multitud de ocasiones, que aún no hemos logrado injertar en el mundo realidades de esquemas justos y proyectos armónicos. Ciertamente, por la concordia lo pequeño se hace grande, mientras que por la discordia todo se destruye; pero también es verdad que uno no debe estar en un cargo público para servirse de sus privilegios, sino para asistir y atender, a todos los que dice servir por igual.
En cualquier caso, necesitamos signos concretos de quietud en el mundo. Este virus de desolación que suele germinar de la política, haciéndoles pensar al conjunto de la ciudadanía, que se les sirve a ellos en lugar de servirse de ellos, nos está empedrando nuestras propias habitaciones interiores, con una frialdad vivencial nada saludable. Indudablemente, otros horizontes son posibles. Puede que tengamos que olvidarnos hasta de nosotros mismos, para estar en guardia como auténticos poetas, para no servirnos de nadie y pensar en aquellos caminantes, a los que nadie quiere acariciar ni con una mirada.
Desgraciadamente, cada día son más los pueblos que continúan presos de la guerra, inmersos en el miedo y en la incertidumbre, sin confianza alguna en sus líderes, incapaces de hacer realidad la justicia, la libertad y el avance global. Algo tan esencial como el respeto hacia todo y hacia todos, para que nos aproximemos, somos incapaces de llevarlo a buen término.
En consecuencia, aquel que no camina para reconciliarse hasta consigo mismo, creo que tampoco sirve para coexistir. Es hermoso servir con hechos reales, situaciones concretas, favoreciendo la forja de la ciudadanía vinculante y fortaleciendo la identidad de un hogar común, que es el reto central al que estamos todos convocados.
A poco que nos adentremos en nuestro interior, nos daremos cuenta de esta llamada, de que somos servidores, de que nuestra vocación radica en servir, no en aprovecharse del análogo. Tomemos el afán por esta inspiración mística, la de perseverar en el espíritu donante; y, en cultivar tras las caídas o los resbalones de aprovechamiento, el propósito de corregirse. Aprender a reprenderse, pues, ha de ser el primer servicio que nos demos mutuamente. Luego, a renglón seguido, si te planteas algún día mandar con decencia, debes servir con prontitud y a cambio de nada. Si acaso, una sonrisa para secar lágrimas. No vaya que se nos pase el arroz sin mostrar compasión, ni tener voluntad de servicio.
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