Por REDACCION
Por Marcos Novaro
La Argentina es una de las sociedades más anticapitalistas del planeta: en pocos países ser empresario está tan mal visto como en el nuestro, se da por supuesto que lo que unos tienen se lo han sacado a los demás, y que la competencia en los mercados es inconveniente, o falsa, o ambas cosas a la vez.
Ha sido así por décadas. Así que terminó volviéndose razonable sospechar que, al menos en alguna medida, debemos a ello nuestro sistemático fracaso económico, y la decadencia consecuente: como han explicado diversos políticos, economistas e intelectuales en los últimos tiempos, fue por esto que terminamos odiando la riqueza, como si fuera una mácula moral, y abrazando la pobreza, como si ofreciera prueba de superioridad moral.
El reciente triunfo electoral de Javier Milei le debe mucho a esta discusión, y a la contundencia con que él buscó invertir sus términos: en una reivindicación entusiasta del capitalismo de mercado, frente a las alternativas estatistas y socialistas, el líder libertario se erigió en paladín de una batalla cultural supuestamente decisiva para superar esas décadas de fracaso, y volver a ponernos en la senda del progreso.
UNA CONFRONTACIÓN EN
EL PLANO DE LAS IDEAS
Se entiende entonces, dado el éxito que logró hasta aquí encarando la lucha política por ese lado, que el ahora presidente no quiera renunciar a la ventaja conseguida. E insista ahora en plantear una confrontación en el plano de las ideas entre dos concepciones de la vida económica polares y extremas.
De ahí que, para cerrar el año, haya querido continuar la polémica, y profundizarla, y eligiera para hacerlo las frases que años atrás dedicó Hugo Arana, un querido y talentoso actor fallecido en 2020, en plena pandemia, para descalificar supuestamente la “teoría del derrame”, aunque en verdad más bien las dirigió a impugnar la entera economía capitalista.
La intervención de Arana, recordemos, tuvo lugar en un programa conducido por Luis Novaresio en 2017, pleno auge del macrismo, y se hizo bastante famosa en su momento, por la crudeza de sus palabras y también porque el kirchnerismo las usó para hacer campaña contra aquel gobierno, y en particular contra otro de los asistentes al programa, el entonces ministro Nicolás Dujovne, que estaba intentando un ajuste mucho más modesto que el que ahora Milei y su gente encaran, aunque con un objetivo similar: acotar el peso y la intervención del Estado en la economía, movilizar la iniciativa privada y liberar las fuerzas del mercado.
En concreto, lo que dice Arana en ese programa es que “si hay millonarios es porque hay miles de niños desnutridos, enfermos, viviendo en casas de madera tirados en aguas contaminadas”. De allí salen los millones, de lo que unos pocos les han sacado a todos los demás.
Prueba de que esta idea está, o al menos estaba en aquel entonces, muy instalada en nuestro sentido común, la brindan las reacciones que se producen en el set televisivo cuando Arana la expone. Y suceden al menos dos cosas muy llamativas en ese momento.
Primera, alguien murmura “ni hablar”, como si lo que se estuviera diciendo el actor fuera tan evidente como la ley de gravedad. Se hace un silencio sepulcral por lo demás, lo que termina de confirmar que lo que se ha dicho es palabra santa.
Segunda, el propio Arana concluye su perorata disculpándose con Dujovne, que lo mira con cara de nada. Pareciera que el actor quisiera aclararle “no es con vos pibe, es contra el sistema”, y entonces cierra con algo que suena a “perdoná, yo no soy un técnico, digo lo que siento”, como explicando que de economía no sabe un pito, pero no le hace falta. Y entonces, y esto es lo más sorprendente de todo, Dujovne se revuelve incómodo en su asiento, pero no recoge el guante, sigue con la boca bien cerrada. Fiel representante de un gobierno absolutamente incapaz de defender sus ideas, mucho menos ante la diatriba cruda y virulenta que las estaba impugnando.
SE VE QUE, AL MENOS, ESA
LECCIÓN MILEI LA APRENDIÓ
Algo tarde, varios años después, Milei sí recoge el guante. Y se resiste a acomodarse a la aparente sacralidad de afirmaciones que, si se tira de ellas hasta el final, impugnan toda posibilidad de sostener moral o prácticamente el funcionamiento de una economía mínimamente libre.
Lo bien que hace. Ya vimos adónde conduce hacerse los desentendidos con estos asuntos, que pueden parecer menores o abstractos, pero a la larga se revelan decisivos: ¿quién es el dueño de la fábrica de pobres, el millonario capitalista o el Estado que genera privilegios, protege monopolios, impone reglas extractivas que limitan la competencia y la cooperación entre particulares de mil maneras?, ¿es moralmente indefendible la acumulación capitalista o ella es una condición imprescindible para el progreso de la cooperación social, es decir para lo que los malos economistas llaman “derrame”?
Claro, el obstáculo que enfrenta esta discusión no solo proviene del lado de los Arana de este mundo, sino también del propio Milei, que en vez de explicar con detalle estas cuestiones, se detiene en el “odio y el resentimiento” que animan a sus adversarios, y pareciera creer que si la interferencia que estos ejercen sobre el sano funcionamiento de los mercados se interrumpiera, solito el capitalismo argentino renacería de las cenizas, y empezaría a ofrecer magníficas recompensas a todo el mundo.
LAS COSAS SON BASTANTE
MÁS COMPLICADAS
Ya el propio Milei lo está experimentando: para reconstruir nuestro capitalismo hace falta antes que nada reconstruir el Estado, que también está descompuesto e inutilizado; hace falta por tanto ir en contra de algunas de las premisas que el propio libertario convirtió en artículos de fe durante su ascenso al poder, por ejemplo que no hay que cobrar impuestos que desalienten la inversión y la producción, mucho menos aumentarlos, que es justamente lo que Milei acaba de hacer, junto a muchas otras cosas, por decreto de necesidad y urgencia.
Lo que nos lleva a una conclusión que tanto Milei como sus críticos no fanatizados deberían atender: el capitalismo no es el estado natural de las cosas, no es que si no hacemos nada, si no interferimos en el juego espontáneo de los individuos, aquél va a triunfar solito, porque solitos se imponen y funcionan los mercados libres y competitivos. Esto no fue así en ningún lugar del mundo, y menos lo puede ser en la Argentina tras décadas y décadas de trabajar en contra del capital.
Es muy importante que el capitalismo libre se defienda con argumentos morales, no solo prácticos o utilitarios; y también es importante que se reconozca el esfuerzo institucional que requiere crear las condiciones necesarias para que él funcione. Y que se inviertan entonces los recursos y el tiempo que hacen falta para esa construcción institucional. Porque de otro modo tal vez lo que consigamos no sea estimular la cooperación social, sino acelerar y liberar las pulsiones extractivas y saqueadoras que décadas de economía intervenida han promovido entre nosotros.
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