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Locales Sábado 22 de Julio de 2023

Crónica de un descalzo sin sed

Los residuos urbanos que se arrojan ilegalmente en los caminos rurales no solo contaminan el ambiente, obstruyen desagües pluviales al tapar cunetas e incluso afectan el tránsito aumentando la inseguridad vial, sino que también perjudican la actividad agropecuaria y el trabajo de los productores.

REDACCION

Por REDACCION

Por Marcos Delfabro*

Era un día de neblina cuando comenzó su rutina. Desayuno rápido, sonrisa cómplice a los niños ante un regaño de mamá al romper un vaso. Besos de despedida y adentrarse en una jornada laboral con mucha fluorescente en sus espaldas pese a su insistencia de que coloquen leds ya que no titilan. La impresión de informes no es su fuerte, prefiere concentrar todo en su celular, nada de cortar árboles para quitarles su pulpa por el solo hecho de permitirle escribir. Tal vez por ello es que se le resecan las lapiceras y hasta los sacapuntas se le suelen oxidar.
Amigo de sus amigos y de los otros también. De chico le enseñaron a poner la otra mejilla al momento de que alguien lo quisiera enfrentar, como cuando se negó a pagar un trabajo de reparación del baño sin terminar, con escombros por todos lados. Su sonrisa es su mejor arma de seducción, no solo romántica sino también social. Un buen compañero. Un buen padre y esposo. Un buen hombre. Respeta la cultura de todos, y se adapta con facilidad a los nuevos paradigmas de un mundo moderno. Acepta el veganismo aunque no lo comprende, puesto que “la lechuga tiene tanta vida como las especies con mirada, y sufren tanto al amputarle sus hojas como aquellas gallinas a las que les arrebatan su huevos”, suele ironizar con lógica ante conocidos entre mensajes y emojis de sorpresa.
Vive sanamente. Limita hidratos y azúcares, aunque las gaseosas limonadas lo tientan más que el agua. Es de lo salado por lo que los chacinados son su perdición y peor culpa. Hace honor a quienes comienzan una dieta estricta exactamente un mes antes de ponerse el traje de baño. Ejercita regularmente y aunque cree que el crossfit es sólo para admirar, sale frecuentemente a trotar “gastando las suelas de sus zapatillas que claman recambio” (o al menos eso dice ante su médico o en charlas con parejas amigas entre pizzas pedidas al chico de la moto). Una vida normal. Ejemplar… o no.
Ese día de neblina dejó de ser ese hombre al que toda suegra quisiera cocinarle y se transformó en el protagonista complejo al que Netflix querría retratar. Como “asesino serial” que por las noches despunta su verdadero ser, cometió el “crimen” de Hacer creyendo No saber. Luego de acostar a los niños y dejarlos dormir con un beso en la frente, tomó su auto y en el baúl colocó los residuos que no supo o quiso clasificar, o al menos disponer en el único Ecopunto de la ciudad. Los vidrios del infortunado vaso; aquella fluorescente fallida que logró cambiar con dinero de su bolsillo; resecos y oxidados útiles inútiles y hasta una pesada caja de baldosas rotas y cemento ya fraguado. También embolsó “dudas” que clamaban demasiada atención para un día de miércoles: ¿las cáscaras de huevo se pueden compostar? ¿las zapatillas rotas son para donar? ¿las cajas de comida rápida son residuos secos?
Así, quien se siente orgulloso de quien realmente es, arrancó su auto en otra noche de densa neblina, como la de su conciencia al leer esta narración. Con un destino cierto hacia la oscuridad de los campos que sólo lo quieren corriendo entre sus caminos un día que como buen humano y buen vecino se porte de verdad. Sabiendo él mismo que no se cree eso de “nada malo hago”. Entintando sus actos con el cuasiengaño: “la naturaleza nos lo dio, ella sabrá qué hacer” omitiendo que, y aun así, cáscaras o piolines engrasados de embutidos no son lo único que arrojará a los campos que circundan la urbe. Indignas justificaciones creativas para quien supuesta inteligencia demuestra al valerse de logradas ironías. Tan incompleto es su contenido de razón como aquella botella de limonada sin gas que “mereció” desaparecer de la vida de su hogar pequeño, ahogando el hogar común que gira 24 horas para enfrentarlo cada día a otra desaprovechada oportunidad de cambiar.
Allí, en la espesura de la noche de una tierra periurbana que en silencio y asqueada recibe aquello que ni por venganza se atrevería a devolver, el descalzo que arroja zapatillas rotas a los pies de un alambrado, sin sed aparente desperdigando botellas entre alfalfares, bajo los árboles que nunca osaría talar y próximo a las huertas de parroquianos que lechuga saben dar a la ciudad, arrojó entre cunetas de aguas de las que sin saberlo dará de tomar a sus hijos, aquella caja y bolsa que lo definen más a él que a su contenido.
Todos podemos ser el protagonista de esta historia. Pero no todos lo somos. Esa es la diferencia entre quienes sentimos indignación al conocer la trama, de aquellos que miran hasta el final de estas líneas solo para asegurarse de que no se devele su propia identidad. Tal vez otras suelas saldrán esta noche nuevamente a matar la civilidad, pero de seguro ni su sonrisa podrá seducir a su sombra, ya no podrá justificar sus falsas creencias de ingenuidad, ya su conciencia sabrá qué hacer al intentar convencerla hablándole de moral. Porque al fin de cuentas Buena Persona se es de día y de noche, ante los otros y a escondidas, ante la culpa asumida y la perdición corregida.
“No arrojar basura en la ruralidad”. Una buena decisión para ganar en honradez y vecindad. Una confirmación de que también sabemos sonreírnos con orgullo a nosotros mismos, por nuestra casa pequeña y por aquella algo más grande compartida por millones.

(*) Miembro de “Asociación Civil Productores Unidos de Rafaela”.

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