Los inviernos siempre son intensos en la zona, pero aquel del año 1965 venía cargado de lluvias y lloviznas acompañadas por un frío penetrante que hacían más desapacibles a los días.
Largas semanas sin sol habían convertido a los caminos de las chacras en un verdadero lodazal.
Ni hablar de los caminos principales que conectaban la colonia con los pueblos vecinos.
El paso de los camiones lecheros que diariamente venían a retirar la producción láctea en la cremería, afectaban las rutas de tal manera que las convertían en un muestrario de profundas huellas y pozos que, a veces, obligaba a circular por las cunetas o banquinas.
Los carros lecheros también aportaban lo suyo, dejando los caminos como si los hubiesen bombardeado.
El servicio diario de colectivo que pasaba por el pueblo uniendo distintas localidades hacía un mes que no transitaba. Los proveedores del almacén tampoco venían y era una verdadera odisea traer, desde otras localidades, las mercaderías más necesarias para la subsistencia de los colonos y los tamberos.
¡Qué difíciles eran aquellos tiempos! Se ordeñaban a mano cuarenta, cincuenta y hasta sesenta vacas holando, tirándole las tetas desde las dos de la madrugada. Instalaciones precarias con un techo de zinc y una pared del lado sur, en el mejor de los casos. En otros, simplemente, se arrimaba la vaca hasta el poste más cercano, se la maneaba y allí mismo la ordeñaban.
El piso del corral era un pantano de barro y bosta que, más de una vez, aprisionaba las alpargatas o los tradicionales zuecos.
¡Los zuecos! ¿Se acuerdan de los zuecos? Eran unos zapatones de gruesa suela de madera y capellada de cuero, rústicos, pesados, uniformes. ¡Aparentaban que ni lado derecho o izquierdo tenían!
Había que envolver el pie con un trapo o varios pares de medias tejidas por la abuela para que no produjeran ampollas o lastimaran el empeine o los tobillos.
Todos los días lo mismo: invierno, verano, martes, jueves, domingos…. ¡Nunca un feriado! ¡Jamás unas vacaciones! Así se hicieron grandes y pujantes las colonias de la pampa gringa; con el sacrificio de muchos, con la dedicación de tantos otros y con el aporte de quienes dejaron quebrantada su salud en pos de un futuro mejor para sus hijos.
Ese año era una verdadera adversidad el panorama general y el temporal agravaba aún más las actividades del campo.
A pesar de la llovizna y los caminos en estado calamitoso, Romelio Cabrini recorrió en sulky los cinco kilómetros que lo separaba del pueblo para concurrir al negocio de ramos generales en busca de provisiones.
Hechas las compras, estaba acodado en el mostrador del bar degustando una grapa recién servida, con aspecto distraído y meditabundo.
Don Carlos, el comisario, se le acercó preguntándole que problema lo aquejaba.
Humm- dijo- esta lluvia me va a arruinar.
Sí, claro- contestó el comisario- pero estamos todos iguales Romelio. No sos el único al que lo jode el mal tiempo.
Ajá- replicó nuestro personaje- pero ¿sabe una cosa Don Carlos? Se me están muriendo los chanchos.
¿Por?- indagó intrigado el servidor de la ley.
Porque con todo este temporal el chiquero es un inmenso barrial, los pobres no tienen un lugar seco donde acostarse. Además ¿vio que el barro se le va pegando en la cola como si fuera una bola y se agranda cada vez más? Bueno, esa bola se hace tan grande y pesada que le va tirando el cuero para atrás; ya no pueden cerrar los ojos de tan tirante que tienen el cuero y se me están muriendo de sueño.
Aquel año 1965 fue realmente bravo.
El noble Petromax
El sur es un infierno de relámpagos. Encendido el horizonte, los finos hilos de fuego quiebran el cielo oscuro bordando un firmamento de fantasmas.
Desde la tarde de ayer que el ambiente está pesado. Alta temperatura, baja presión atmosférica y espesos nubarrones presagian un cambio en el tiempo. Ojalá que este vaticinio venga acompañado por una lluvia que beneficie los campos bastante castigados por la sequía. Además, el almanaque Bristol pronostica mal tiempo y precipitaciones para este mes.
Como todas las madrugadas, don Quilino Romero (su nombre en realidad es Tranquilino) enciende la lámpara de kerosene, reaviva el rescoldo y acomoda la negra pava para tomarse unos amargos mientras los demás miembros de la familia se van levantando y preparándose para ir al tambo.
Piensa en la parva de alfalfa -“ojala que el viento no la desparrame”-, en los animales que mugen en el piquete, en las gallinas y los pollitos que están en sus casitas y ruega, por lo bajo, que la tormenta no sea demasiado violenta.
Una luz intensa lo aparta de sus pensamientos y al segundo el trueno retumba en cada rincón de la casa haciendo temblar los vidrios de las ventanas.
¡Ave María Purísima!- exclama doña Anita, saliendo de la pieza.
Está bravo el tiempo- asegura don Quilino- mejor nos apuramos para el ordeñe porque con la lluvia se complica todo.
Alcuza en mano, enciende el noble Petromax de 500 bujías; alienta a sus hijos para que se apuren y sale al patio encaminándose hacia el tambo.
Viento fuerte- piensa- Demasiado quieto está todo, como en aquella tormenta que le volteó los eucaliptos de la entrada al campo de don Modesto.
Cuelga el Petromax en un tirante del techo del tambo; le da tres bombazos para que tenga mayor presión y comienza la rutina. Trae las vacas desde el piquete al corral; prepara las maneas y los baldes; busca los tachos que están boca abajo en el borde de la pileta, se ata el banquito en el traste para tenerlo siempre a mano, mientras el resto de la gente va llegando. Arriman las vacas y llaman a los terneros: ¡cuarentidos! ¡cielito!, ¡negrita! Con el ordeñe, una a una van dejando su blanca y espumosa cosecha en los baldes.
De pronto desaparece la quietud. Una suave brisa del sur y un constante murmullo que va en aumento, preanuncian que está por desatarse el temporal.
¡Apúrense muchachos, que la cosa viene brava!- grita don Quilino- agregando- ¡a las vacas con poca leche suéltenle el ternero y déjenlas salir, así ganamos tiempo!
Cinco minutos después llega el ventarrón. Fuerte, despiadado, arrasando con todo. Se inclinan los árboles, vuelan las cosas sueltas mientras truenos y relámpagos acompañan a las primeras gotas de lluvia que comienzan a caer.
De pronto una ráfaga estremece el techo del tambo. Cruje toda la estructura. Chillan los clavos de las viejas chapas de zinc. Un segundo envión sacude todo desprendiendo el techo junto con los tirantes. La fuerza del viento lo lleva por el aire. Cien, doscientos, trescientos metros casi hasta llegar a la casa vecina. El Petromax se bambolea junto con el techo y es una luz que se agrega a los destellos perdiéndose en la noche.
Toda la familia corre a guarecerse en el galponcito de las herramientas, mientras Prudencio, el peón, pierde una alpargata en la disparada.
Cuando sobreviene la calma, don Quilino regresa al tambo y observa los daños que dejó el viento a su paso. Entonces se encamina hacia donde fue a parar el techo y allí está el viejo y noble Petromax apagado, por supuesto.
Don Quilino lo observa detenidamente y reflexiona: ¡Ahijuna, si no fuera por el golpe contra el piso que le hizo caer la mecha “la petromax” todavía estaría alumbrando!
*Los cuentos pertenecen al libro “Mayico y Marongo” de Néstor Massa, ConTexto Libros, 2017
Néstor Massa textual
Imágenes y aromas del pueblo natal
“Guardo de mi pueblo la imagen imborrable del camino principal que conduce a la plaza, previo paso por donde está el cartel nombrando la localidad. Ello, quizás, represente el anhelo de un constante regreso a mis orígenes. En cambio, el aroma que me remonta a la infancia es el perfume del romero. Me transporta hacia mi niñez cuando volvía de la escuela y pasaba junto a la cerca donde mi tía Felisa cultivaba varias plantas de romero y yo, inocentemente, “robaba” pequeños brotes. Era un acto en defensa de la ingenua felicidad.”
Para qué contar historias
“Contar historias reales, fabuladas o inventadas hacen a la esencia del escritor. En mi caso, simplemente trato de transmitir aquellas cosas que suceden y las revisto conforme a las circunstancias del caso.”
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