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La Palabra Sábado 4 de Agosto de 2018

Todas son medallas

“La bicicleta algún día va a volar…” (José Pedroni, La bicicleta con alas, 1967).

Si “Rosa” lo elevó al conocimiento del ámbito universitario norteamericano, “Para ellos la sangre son medallas”, lo inmortalizará como el argentino que supo describir la agonía y el pase a la eternidad de una rebeldía chilena y sudamericana.

A decir del querido Amílcar Torre (¿15 años ya de su partida, profe?), Angel Balzarino manejaba la técnica como nadie, disponía de los elementos adecuados para armar el producto y liquidaba la preparación con un talento enorme. O sea, sensibilidad y ciencia, a bordo de esas ruedas que parecían una prisión y terminaron siendo sus alas, no tan etéreas como las que debe portar ahora, pero -seguro- las mismas que imaginaba Pedroni.

Me pregunto, ¿qué hago escribiendo sobre la obra? ¿Con qué derecho? Debe ser el oportunismo que tanto aflora en los aprendices de brujos, cerca de esos grandes e inmensos tipos que nos rodean hasta que un día parten de puro soñadores que son.

Estuve con él dos semanas antes de su viaje final. Charlamos de cosas de libros, me dio consejos y recomendó editores y me dijo que se mudaba porque su salud necesitaba cuidados cercanos. No estuvieron ausentes los recuerdos y la mención inevitable a quien llamamos “Manos trémulas”, un visitante que superaba, inevitablemente, cualquier ámbito de paciencia.

 Se me ocurrió preguntarle entonces por una vieja historia relacionada con el origen de la entidad que agrupaba a los amantes de las letras, de cuyo suceso tenía dos versiones: una de Amílcar y otra de Elsa Massoni. Le prometí, a cambio, contarle otra, más nueva y real. Y como sufro de ansiedad crónica, le adelanté el detalle: se está lanzando un espacio que se llama “Encuentro de escritores”; un ámbito aun confidencial y con visos de poética clandestinidad donde no existen reglamentos, autoridades, estatutos, cuotas societarias, espacios prestados, compromisos con otra cosa que no sea la creación… ni títulos honorarios. Esto último me lo agradeció especialmente, aunque no era necesario. Lo entendí.

Después fue su turno. Tras escuchar mi versión, me confirmó aquel debate (llamarlo pelea, no sonaría adecuado aquí, pero…) cuando, tras varios meses de encuentro, los escribas -algunos- quisieron organizarse y darle una forma jurídica al grupo. Dicen que Emilio Pablo Comtesse, Alberto “Tito” Domenella, un tal Mario Vecchioli y “yo”, asevera Angelito, consideramos que sería perder la esencia de las reuniones y no tardarían en aparecer y florecer lo egos, materia tan usual e inevitable en el rubro.

Con las noticias a la vista, ya no queda nadie vivo para firmarlo, con lo que el asunto quedará como un cuento sin final. ¿Con Balzarino cerca? ¡Imposible!

Después me regaló un libro -suyo- y me acompañó a la puerta de calle. Le señalé el ventanal que se ubicaba cruzando la calle donde Carlos Beceyro escenificó su retiro del periodismo y de la vida: “Acordate -le dije- que  me autorizaste a escribir sobre esta cercanía tan lejana cuando partas…”. “¿Cuando me mude o cuando me vaya...? terminó contestando mientras se acomodaba sus anteojos y cerraba la puerta.

No me di cuenta hasta la mañana del domingo en que me avisaron. El artista sabía que estaba escribiendo el epílogo del último capítulo de su mejor libro. Se iba a ir como en sus cuentos. Así se fue. Grande, Maestro.

Aunque Pedroni insista en que “el Angel de las  aguas ya no se irá…”, este Angel se queda volando con nosotros.

Ahora sí voy a escribir esa historia que le debía.

Edgardo Peretti

 

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