La estructura del libro
Una de las historias funciona como gran hilván: es la de un ex oficial montonero quebrado por la tortura, a quien los militares metieron de prepo en la Policía, como administrativo; cuando desmantelaron el centro clandestino que funcionó en la Jefatura de Policía, él comenzó a llevarse documentación oficial -la primera y una de las pocas que se conoce en todo el país-, que entregó recién treinta y tres años después, cuando se realizó el primer megajuicio por delitos de lesa humanidad. La incógnita de cómo hizo para dormir durante más de tres décadas sobre los cadáveres fue el disparador de este proyecto. “Tucumantes” despliega diferentes puntos de vista sobre este ex militante, según la perspectiva de sobrevivientes y de abogadas querellantes; y este hilván a su vez enhebra varias historias o situaciones, tomadas desde el presente o desde los últimos años, que en algunos casos tienen personajes-personas en común.
El título de Editorial Marea está incluido en una sección muy particular: Historia urgente. ¿Qué consideraciones merece ese detalle?
Si bien tiene una base fuerte de periodismo de investigación, creo que mi libro está más cerca de lo que se denomina “no ficción”. De todos modos, en ciencias sociales se utiliza un término que se acerca al título de la colección, y es “historia reciente”, por lo que pienso que “Tucumantes” está bien encuadrado allí.
Alguna anécdota que haya sucedido mientras pergeñaba el libro
Varias veces terminé “cayéndome” en mi propio libro. La primera vez fue cuando alguien descubrió que en la ciudad de Tucumán habían hecho pintadas contra mí, y pensó que sus autores serían policías y partidarios del “gatillo fácil”, disconformes con mi biografía sobre el Malevo Ferreyra -“El sheriff”, Editorial Planeta, 2009-; pero resultó ser parte de una campaña de un grupo antiderechos -los ahora mal llamados “provida”-, que ya me habían ametrallado la casilla de correos por mis notas sobre el XXIV Encuentro Nacional de Mujeres, realizado en esa ciudad. La anécdota terminó formando parte de un capítulo donde analizo la estrecha relación entre la Iglesia y el Ejército -comenzando por Belgrano y continuando por el Operativo Independencia-, lo cual ha producido una matriz ultraconservadora tan potente, que es la única provincia que no ha adherido a las leyes de Educación Sexual Integral y de Procreación Responsable; además, la Constitución provincial impone la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, que en los hechos es solo la religión católica. Otra anécdota fue el descubrir que un niñito “rescatado” en un operativo de la patota en una casa -en el que participó el Malevo Ferreyra, quien me contó el episodio- era el joven a quien había entrevistado pocos días antes, hijo de madre y padre desaparecidos, y no digo sus nombres, para mantener el suspenso.
*El texto pertenece a la entrevista realizada por Raúl Vigini a Sibila Camps
Un secreto de media vida
“Hace 34 años que trato de saber por qué estoy vivo y quién lo ordenó”, se ablandó Juan Carlos Clemente ante el Tribunal Oral Federal en lo Criminal de Tucumán. Lo leí en La Gaceta, en la nota sobre la audiencia del 10 de junio de 2010, durante el primer juicio por el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía de esa provincia.
Pero no fue su incógnita atormentada lo que registraron los medios: después de declarar durante tres horas, el testigo había entregado dos biblioratos con documentación -formularios, sellos, membretes, escudos, firmas- que daba cuenta de secuestros, torturas y asesinatos cometidos por el militar y los policías sentados en el banquillo. Una de las carpetas se abría con una nómina prolijamente tipeada a máquina de 293 personas calificadas como “DS (Delincuentes Subversivos)”. De esos nombres, 196 estaban marcados con las iniciales “DF”, la “disposición final” que encubría su ejecución.
Se trataba de la primera lista de desaparecidos elaborada por los propios represores que se conocía en toda la Argentina. Y esas 259 hojas eran las primeras constancias oficiales que emergían de los casi nueve años de Estado terrorista. En la insondable trascendencia de esos papeles amarillentos pusieron el acento los canales de noticias y los diarios; algunos incluso lo anunciaron en tapa.
Las crónicas dieron una síntesis del contenido: listado de cadáveres identificados; fotos de rostros; algunas actas de entrega de cuerpos; nombres de “subversivos en la clandestinidad” a quienes había que capturar. También cuadros con referencias de los oficiales y suboficiales que integraban el Servicio de Informaciones Confidenciales (SIC) de la Policía de Tucumán; manuscritos con datos de inteligencia; notas con sello y firma del comisario Roberto Heriberto Albornoz, entonces jefe del SIC y uno de los ocupantes del banquillo.
Por si había dudas después de cuatro meses de escuchar los doloridos relatos de sobrevivientes y de familiares que habían presenciado los secuestros, esos documentos remataban las pruebas de culpabilidad del “Tuerto” Albornoz y de los demás acusados: el ex jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, general de división Luciano Benjamín Menéndez, y los ex oficiales de Policía y hermanos Luis Armando y Carlos De Cándido. El ex general de división Antonio Domingo Bussi había quedado fuera del juicio por problemas de salud. A otros dos militares imputados, la muerte les había hecho un favor.
Poco se decía sobre Juan Carlos Clemente, más allá de que en sus tiempos de activista barrial de la Juventud Peronista lo llamaban “el Perro”. Chupado en julio de 1976, lo habían paseado por varios centros clandestinos de detención y torturado en todos. El último día de ese año lo habían blanqueado y mandado a dormir a la casa de sus padres, pero todas las mañanas debía presentarse en el SIC; allí lo hacían dibujar carteles y diagramas, y archivar papeles. Unos meses después, contó, el teniente primero Félix González Naya, enlace entre el SIC y la Inteligencia del Ejército, le tiró un carné sobre el escritorio y lo convirtió en policía; se atrevió a renunciar recién a los tres meses de gobierno democrático, en marzo de 1984.
Para entonces ya habían pasado más de seis años del desmantelamiento del centro clandestino de la Jefatura. Poco antes el nuevo supervisor militar, teniente primero Luis Ocaranza, había ordenado revisar los archivos del SIC, trasladar una parte y quemar la mayoría. Fue entonces cuando Clemente empezó a llevarse los papeles que más de tres décadas después entregaría a los jueces. Hasta entonces, dijo, los había mantenido sepultados bajo un contrapiso. Tan encerrados en el terror como su boca: nunca había dejado de recibir aprietes de sus captores. El último, poco antes del juicio: “Ojo con lo que hablás, acordate de Julio López”.(1)
Solo Clarín daba un perfil del Perro Clemente. “Hijo de un suboficial cocinero del Ejército, comenzó su militancia en la Parroquia de Montserrat del Barrio Echeverría y en la Juventud Obrera Católica”. Estaba por inscribirse en 6º año de Medicina cuando se desataron los allanamientos a su casa, en 1975; en el último se llevaron a su hermano y a su cuñada. Los liberaron cinco días después, pero Clemente decidió irse con su mujer a Salta; en esa ciudad nació el hijo de ambos. Esperó dos meses y regresó solo a Tucumán, donde lo levantaron. Poco después secuestraron a su compañera, quien permanece desaparecida.
“Durante mucho tiempo -apuntaba el corresponsal, Rubén Elsinger- los compañeros de Clemente sospecharon que fue un ‘traidor’, incluso un ‘infiltrado de los servicios’, en particular con la Policía de Tucumán, y llegaron a acusarlo no solo de ‘colaborar con los represores’ sino hasta de ‘participar en las torturas’. Su caso es similar al de otro testigo clave del juicio, Juan Martín Martín, ex responsable local de la Juventud Universitaria Peronista (JUP). La diferencia es que cuando este zafó de la Jefatura, fue a España y denunció en plena dictadura a sus captores; aunque nadie puede juzgar moralmente a quienes pasaron por estas situaciones extremas”. Sin embargo no fue esa ambigüedad lo que comenzó a rondarme desde ese mismo día, sino el enigma del después: ¿cómo había hecho Clemente para vivir treinta y tres años durmiendo sobre los cadáveres?
(1) Jorge Julio López, albañil y militante peronista, fue secuestrado el 27 de octubre de 1976 en Los Hornos (provincia de Buenos Aires) y mantenido en cuatro centros clandestinos de detención. Fue “blanqueado” el 4 de abril de 1977 y liberado el 25 de junio de 1979. Fue un testigo de cargo en el juicio contra el ex comisario Miguel Etchecolatz, quien se desempeñó como director de Investigaciones de la Policía Bonaerense. El 18 de septiembre de 2006 -la víspera de la condena a Etchecolatz-, López desapareció sin dejar rastros. Los indicios apuntan a que fue secuestrado por miembros de las fuerzas de seguridad retirados y en actividad.
(Capítulo I del libro “Tucumantes. Relatos para vencer al silencio”, de Sibila Camps, Marea Editorial, Buenos Aires, 2019)
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