Estoy al pie de los setenta escalones techados con un descanso cada tanto que me llevarán hasta la parte más alta del santuario de la Difunta Correa. El primer oratorio del lugar. Hemos viajado más de ochocientos kilómetros y el cansancio desaparece cuando la paz del lugar nos rodea y nos cautiva. El sol cae sin obstáculo sobre el desértico paisaje y se refleja sobre las piedras devolviendo destellos encandiladores. Se debe que en algunas rocas se encuentran mica y otros minerales. Además, en el entorno, están esparcidos los restos de vidrio de botellas, ya que antes no había plásticas, que se amontonaron por millares al pie del santuario dejados por los que hasta aquí llegaban traídos por su fe. Es mediado de enero, el calor, alrededor de cuarenta grados, y las abejas no me han impedido recorrer las más de diecisiete capillas que se encuentran en la explanada baja del lugar. Todas están repletas de ofrendas, desde un chupete hasta un vestido de novia. Guantes de boxeo, el pantalón de Monzón, el casco de Di Palma, camisetas de futbol, autos en miniatura de alguna carrera, muletas y yesos, cadenas de oro y rosarios, biblias y fotocopias de títulos; hay muchos accesorios más dejados en agradecimientos por una gracia concedida. Algunas de las construcciones han sido donadas por personajes famosos con una placa en la entrada que lo testifica. Todos son pequeños oratorios en donde hay una réplica en yeso de la Difunta, y la imagen de la Virgen o una Cruz, en donde hay miles de fotocopias con una oración. También en todas partes se pueden ver cantidades de botellas de agua, para calmar la sed de la Difunta. Este santuario se ha erigido en esta loma después que fuera enterrada en 1841 Deolinda Antonia Correa. Se cuenta que en época de las guerras entre unitarios y federales los militares reclutaron forzosamente a su marido, Clemente Bustos. Ella lo siguió porque estaba enfermo y además para escapar de los acosos de un comisario del pueblo. Con escasos víveres y junto a su hijito en brazos se animó a cruzar el desierto sanjuanino. Al quedar sin alimentos y agua, perdida entre cerros y espinillos, decidió descansar bajo la sombra de un algarrobo. Así la encontraron, muerta de sed y con sus vestimentas rojas, unos arrieros que la conocían, a su pecho estaba el niño mamando la vida. Cavaron la tumba y colocaron una cruz negra con su nombre llevándose al niño con ellos. Comienza su veneración al tiempo, calculan unos cincuenta años más tarde, cuando al arriero Don Flavio Zeballos se le desbandó el ganado, imploró la ayuda de la Difunta porque estaba cerca de su tumba y los recuperó rápidamente. Al conocerse el hecho otros peregrinaron hasta allí y recibieron su gracia. Así fue creciendo hasta convertirse primero en un oratorio y luego en santuario. Entre marzo y abril se realiza la cabalgata de la fe en la Difunta Correa. Su mayor auge fue en la década del ‘60 aunque en el ’76 fue declarada ilegítima su veneración. Aun así se han escrito poesías y novelas; en 1974 Hugo Reynaldo Mattar hace una película de su vida, con la novela de Agustín Pérez Pardella “La Difunta Correa”. El poeta León Benarós le escribió su romancero, Carlos Víctor Bogni y otros más le han dedicado sus poesías. Llegan diariamente colectivos y autos particulares, casi un millón de visitantes por año. Todo camionero que pasa cerca de Vallecito siente la necesidad de acercarse y saludarla. Estos y los arrieros fueron los que llevaron por todo el país la devoción; han erigido miles de oratorios en distintos lugares, en donde se deja una botella de agua como ofrenda. Sin una fecha fija se realizan la Fiesta del camionero y la Fiesta de los Gauchos, eligiendo reina y el mejor camionero. Estos salen de Caucete que está a 31 kilómetros, en caravana tocando bocina hasta el santuario. Como se juntan muchas personas tratan de hacerlo cuando hay buen tiempo, los festejos duran varios días y suelen realizarlos en los meses de verano. Están al resguardo en otra construcción más grande a cargo de una administración, las donaciones de más valor, ésta también se encarga de todos los gastos; mantenimientos, limpieza y demás necesidades del lugar. Allí también se puede conseguir folletines gratuitos con la historia de la Difunta y el santuario. En largas filas uno a uno los visitantes llegan y se van sin golpes ni empujones, se reza, se agradece o se pide. Hay una rara mezcla de armonía entre todos, la creencia los hermana en el dolor. Lento subo los escalones de piedra y cemento rojizo y me encuentro con promesantes, algunos de rodillas, otros caminando hacia atrás. A los costados y en el techo hay colgadas chapas de patentes junto a cintas rojas que una suave brisa caliente mueve sin cesar mientras la melodía atraviesa los cerros. Hay infinidad de pequeñas réplicas de casas, negocios, autos y camiones que tapizan la loma con carteles con sus nombres y los agradecimientos. Mientras subo, encuentro unos acrílicos colocados con mucha prolijidad, con una poesía del poeta Dante Saavedra, “Homenaje a los promesantes”. En uno de los descansos me detengo a charlar con una mujer que estaba subiendo de rodillas, me cuenta con lágrimas en los ojos que durante muchos años querían tener un hijo con su marido, pero fue imposible aun con intervenciones de la ciencia. Un amigo de su marido, camionero, les contó sobre la Difunta y sus milagros. Son de Mendoza, con muchas esperanzas y fe llegaron a Vallecito, San Juan. Pidieron e hicieron su promesa. Un año después regresaron con su niña en brazos, la mujer subió los escalones de rodilla y lo viene haciendo desde hace veinte años y lo hará hasta que su cuerpo lo resista. A esa niña le han seguido tres varones, todos sanitos, me dice. Continúo y al llegar al final de la escalinata, una chica joven llega caminando hacia atrás, prendo una vela en la gran piedra oscurecida por el hollín en donde un mar de cera se desparrama hacia el suelo en filigranas ennegrecidas. La joven que también deja un cirio prendido se anima a hablar; hace un año vino a pedir por su novio, había tenido un accidente con un mal pronóstico de los médicos. No les daban esperanzas de vida, estaban comprometidos los pulmones y tenía una deficiencia en el hígado y muchos huesos rotos. Hizo la promesa y hoy vino a agradecer su intervención bendita. Su novio está muy bien, además ha manejado hasta aquí desde Corrientes, me cuenta. Aclaro que todo promesante que pide una gracia lo hace con la Difunta como intercesora ante la Virgen o Nuestro Señor Jesucristo. No se puede hacer una promesa si no se está dispuesto a cumplirla. Paso por el oratorio a un costado de la roca en donde también hay una gran réplica en yeso de la Difunta, sus paredes se encuentran tapialadas de fotos con distintos mensajes agradeciéndole. Ahora descanso bajo el gran tinglado de chapas que está a un costado y desde donde se observa todo Vallecito. Al principio solo fue una cruz en lo alto del cerro, pero en la década de 1940 comenzó a ser un pequeño pueblo. Hoy crece junto con la fe; un hotel que lentamente se construyó con las donaciones, una capilla en donde los domingos se reza misa. Comedores y puesto de recuerdos dan trabajo a sus habitantes. Sentada en uno de los bancos hay una familia, los padres y dos hijas. Me cuentan que vienen a cumplir una promesa, su hija mayor quería ser médica. Pidieron la gracia hace seis años, hoy vinieron orgullosos y felices a dejar una fotocopia de su título. Veo a la señora que subía de rodillas que se incorpora con dificultad, se dirige hacia la piedra, enciende una vela y luego entra al oratorio mayor. Sale y se sienta en uno de los bancos del tinglado cerca de mí. Miro sus rodillas sangrantes y pretendo ofrecerle ayuda pero llega su marido con una bolsa y todo lo necesario para curarla. Desinfecta las heridas y las venda. Ella ve que la observo y me dice que no me angustie, las heridas cicatrizaran antes de la noche y que no siente ningún dolor. En silencio, con una opresión en el pecho, pienso que tengo fe pero nunca tan profunda como estos promesantes.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.