Por REDACCION
Por Susana Ceballos
Hace un año, el 15 de junio de 2019, moría Beatriz Salomón. La Turca, como se la conocía cariñosamente en el medio artístico, falleció a los 65 años en el Hospital Fernández, dónde había pasado sus últimos días luchando contra el cáncer de colon. Pero venía de batallar contra una vida que le había hecho conocer todo lo bueno y, también, todo lo malo.
Beatriz había nacido en San Juan, en el seno de una familia descendiente de sirios. “En la casa donde vivíamos mamá se encargaba de plantar tomates, lechugas, espinacas. Teníamos un horno de barro donde ella hacía todo artesanal. A fin de año, papá carneaba un cerdo o un chivo”, solía recordar la actriz.
Como en lo de los Salomón el dinero no sobraba, la Turca abandonó el secundario y comenzó a trabajar de chica. Su primer empleo fue en un bazar y no fue para nada sencillo. Su tarea consistía en limpiar las cacerolas pero en invierno, con temperaturas bajo cero, las manos se llenaban de sabañones y el alma de impotencia. Cansada consiguió otro empleo en una zapatería y, finalmente, en el Banco Agrario. Estuvo tres años, llegó a ser cajera e, incluso, manejó asuntos de Tesorería, lo que representaba todo un logro para una mujer en un sitio donde “hacer carrera” estaba reservado sólo a los hombres.
A medida que dejaba la adolescencia, la belleza de Beatriz se hacía cada vez más y más impactante. En el banco, una de sus clientes era la gerente de una gran tienda de ropa femenina que le insistía para presentarse en algún concurso. Pero siempre recibía la misma respuesta: “Gracias, pero no”. Es que tenía un padre muy celoso, a tal punto que se negó a festejarle los 15 años para que no se le acercaran demasiado los muchachos que la pretendían.
Sin embargo, la insistencia de la gerente dio sus frutos. “Un año me encontró con el sí flojo y le dije: ‘Está bien, voy ¿Dónde tengo que ir a probarme la ropa?’”, recordaba la Turca. Así que se presentó y se llevó no solo la corona provincial, sino también la posibilidad de participar en el concurso de Miss Argentina, y viajar a Buenos Aires por primera vez. En el nuevo certamen, la corona de reina se la llevó Silvana Suárez- que luego fue Miss Mundo- y Beatriz fue elegida princesa, pero no lo sintió como una derrota y mucho menos como un fracaso. “Descubrí que en Buenos Aires lograría algún tipo de trabajo que no fuera de bancaria, así que le propuse a mi hermana que trabajaba en una cooperativa en San Juan, que se viniera. Juntamos plata y nos mudamos”, recordaba.
Como tantas chicas del interior, las Salomón se instalaron en una pensión. Extrañaban, pero estaban dispuestas a quedarse en la Capital Federal . Beatriz recordaba que en un desfile en su provincia había conocido a una modelo que le prometió ayudarla, una tal… Susana Romero. Y fue la morocha, que ya era muy conocida en el mundo del modelaje, quién le dio una mano.
Susana tenía varios desfiles por día y, una tarde que le coincidían dos, le pidió a Beatriz que la reemplazara. “Cuando llegué saludé pero no me contestó nadie, me miraron de arriba a abajo. Dije que era el reemplazo de la Romero y empezaron a los gritos: que cómo que no iba, que quién era yo, que quién me conocía... Me dieron una malla para probarla y me quedaba perfecta. Me aceptaron y empecé a desfilar con top models. Se usaba que salieran serias, pero yo salí con mi sonrisa y les encantó. Me recontra aplaudieron y, desde ahí, empecé a hacerme un lugar en el medio”, contaba la Turca.
Beatriz modeló varios años no solo en la Argentina, sino también en París, Nueva York y Brasil. Pero además de brillar en las pasarelas, participó en más de sesenta publicidades. La más recordada fue la de una marca de cigarrillos donde aparecía vestida de blanco, con una capelina diciendo: “Oh la la, París”. Sin embargo, todavía le faltaba el gran salto a la popularidad. Y ese se lo daría la televisión.
Un productor, impactado con su porte, la invitó a trabajar nada más ni nada menos que en el programa de Tato Bores. “Era Extra Tato, él aparecía con su smoking, su peluquín y patines, y muchas chicas lo perseguían sin decir ningún texto. Entre esas chicas estábamos mi hermana y yo”, recordaba Beatriz.
Cuando terminó ese ciclo, Javier Portales la convocó para otro en Canal 9, con Luisa Albinoni y Georgina Barbarrosa. Duró casi un año y ahí, por fin, se le conoció la voz, ya que le empezaron a dar pequeñas participaciones.
Entonces, Beatriz se enteró de que Alberto Olmedo y Hugo Sofovich buscaban a las ‘nuevas chicas Olmedo’. “Fui a una entrevista con los tres, primero me dijeron que Portales les había hablado bien de mí, después me preguntaron mi edad y pretensiones. Yo dije que solo quería trabajar y ellos me aseguraron que en dos o tres días me llamaban por sí o por no. Cuando sonó el teléfono de la pensión donde todavía vivíamos con Isabel pensé que era un trabajo más, nunca tomé la realidad de lo que fue todo aquello”, confesaba.
Así fue cómo Beatriz pasó a formar parte del staff de Olmedo, un grupo en el que también estaban Susana Romero, Silvia Perez y Adriana Brodsky. Y junto al Negro, llegó el éxito y la masividad. Con No toca botón, donde ella hacía “El mano santa”, lograban más de 45 puntos de rating. Y las revistas se peleaban por tenerla en su tapa.
Paralelamente, la Turca participaba en películas, actuaba en obras de teatro y hacía giras por todo el país. “La relación con Olmedo fue fantástica, fue lo mejor que me pasó en la vida profesionalmente. Todo anduvo muy bien y fui muy feliz. Gané mucho dinero en esa época y alquilé un departamento en Barrio Norte”, contaba Beatriz.
Pero en 1988, en pleno éxito, Olmedo encontró una muerte absurda. Su partida fue terrible para todos los que trabajaban con él y Beatriz no fue la excepción. Por dos o tres meses estuvo en estado de shock. Cuando pensaba cómo salir adelante, la convocó Jorge Porcel para hacer Las gatitas y ratones de Porcel. Aceptó y, otra vez, el éxito la acompañó. Después siguió trabajando con otros grandes cómicos como Jorge Guinzburg, Jorge Corona, Emilio Disi, Guillermo Francella y Berugo Carámbula.
En el escenario brillaba, pero encontrar el amor le resultaba más complicado. La mujer que ocupó más de cincuenta tapas de revistas era muy discreta y apenas trascendían sus relaciones. Se supo que tuvo un romance con Hernán Di Natale, ex técnico de Nueva Chicago, pero concluyó en muy malos términos. Hasta que anunció su casamiento con el cirujano plástico, Alberto Ferriols. Y con él, parecía que ya lo tenía todo: una carrera exitosa, reconocimiento popular, una pareja que la amaba y un proyecto de familia. Pero en 2004 se separaron abruptamente.
En aquel momento Beatriz atravesaba el proceso de adopción de sus hijas Noelia y Betina y por ellas, como reconoció en más de una ocasión, salió a pelearla. Reclamó ante la Justicia, pidió trabajo, peleó manutención, contó su situación ante quien quisiera escucharla y jamás se rindió. Sus niñas fueron su sostén y fortaleza.
“Con Noelia y Betina somos muy compinches. Vamos las tres juntas para todos lados. Ahora se han mimetizado bastante conmigo; me doy cuenta en sus looks, en sus vestimentas y el maquillaje. ¡Me encanta que sean coquetas! Cuando puedo les remarco (tal vez está mal) que yo estoy criando dos prin-ce-sas. Me costó, y me cuesta mucho, criarlas. Quiero que sean dos mujeres divinas y encuentren dos maridos maravillosos. Que no se equivoquen como yo”, decía la Turca.
Pero la vida le tenía preparado otro mazazo, tan inesperado como cruel. A su hermana Isabel, le diagnosticaron una enfermedad degenerativa y terminal que terminó con su vida cuando recién había cumplido los 50 años. Beatriz estuvo a su lado durante todo el proceso y, cuando le tocó despedirla, la pena la atravesó.
“Mi mamá murió pero tenía 83 y uno asume que vivió mucho tiempo, pero lo de Isabel fue muy tremendo, muy irreparable. Era más chica que yo, dejó en su momento un hijo de 10 años que la necesitaba mucho. Y tenía mucho por hacer. La extraño. Era demasiado joven para morir”, decía cuando recordaba a su hermana.
En medio del dolor, apareció una propuesta salvadora: José María Muscari le ofreció protagonizar la obra teatral Extinguidas y Beatriz volvió a sentir el mejor de los mimos: el cariño del público. Rodeada del amor incondicional de sus hijas, del afecto de los amigos y de la gente que no la olvidaba, parecía que la vida de Beatriz volvía a encontrar un poco de paz.
Pero en el mes de junio del año pasado tuvo que ser internada de urgencia en el hospital Fernández. Los primeros resultados no fueron alentadores: aparecieron unas manchas en el hígado. Otra vez se dispuso a presentar batalla. Así se la pudo ver esperanzada y luchadora en la fiesta de 15 de Betina, su hija menor. “Vamos a tratar de exterminar el bicho que tengo con unas nuevas drogas que me van a inyectar. Por mis hijas estoy dispuesta a pelearla. Ellas son muy jovencitas y me necesitan. Voy a salir de esta como salí de tantas”, aseguró entonces.
Sin embargo, esta última batalla fue demasiado desigual y Beatriz no pudo ganarla. Desde su infancia en San Juan, cuando tuvo que salir a pelear el peso, pero también cuando reinó con su belleza, comprendió que la vida viene con carencias y dolores, con amores y desamores. Para algunos, la Salomón sólo fue una chica Olmedo. Para otros, una mujer despampanante. Para sus hijas fue la gran madraza. Lo que nadie duda es que fue una mujer valiente y corajuda.
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