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Información General Domingo 20 de Febrero de 2022

Rodeados de dignidad

FOTO ARCHIVO R. VIGINI//DE PASEO. Raúl y su mamá Norma con Luisito y Antonio en 1975.AMIGOS. Los Changos con Leonor, Luisito, Antonio y El Abuelo.
FOTO ARCHIVO R. VIGINI//DE PASEO. Raúl y su mamá Norma con Luisito y Antonio en 1975.AMIGOS. Los Changos con Leonor, Luisito, Antonio y El Abuelo.
FOTO ARCHIVO R. VIGINI//DE PASEO. Raúl y su mamá Norma con Luisito y Antonio en 1975.AMIGOS. Los Changos con Leonor, Luisito, Antonio y El Abuelo. Foto 1 de 2
FOTO ARCHIVO R. VIGINI//DE PASEO. Raúl y su mamá Norma con Luisito y Antonio en 1975.AMIGOS. Los Changos con Leonor, Luisito, Antonio y El Abuelo.
FOTO ARCHIVO R. VIGINI//DE PASEO. Raúl y su mamá Norma con Luisito y Antonio en 1975.AMIGOS. Los Changos con Leonor, Luisito, Antonio y El Abuelo. Foto 2 de 2
REDACCION

Por REDACCION


POR RAÚL VIGINI

Integraron el elenco del Parque de diversiones del Dr. Chalita en los años 70 cuando visitaron Rafaela. Dejaron esos días el mejor recuerdo por su bonhomía, su calidez y su carisma e ingenuidad. Valores que pocos humanos pueden ofrecer a sus semejantes.
Si un parque de diversiones ante los ojos de un niño es la máxima expresión de felicidad, ese parque para nuestra adolescencia fue sinónimo de una incalculable fantasía hecha realidad que nunca habíamos imaginado para nuestras vidas. Había llegado a Rafaela el Parque Chalita. Un ignoto mote hasta ese momento que nos llevó muchos años para ir conociendo más de ese personaje que le daba nombre al emprendimiento. Pero esa propuesta había nacido diferente aunque para nosotros era hasta ese momento desconocido su derrotero. Todas las semanas que se instaló en la esquina de Bulevar Roca y Ruta 34 -donde hoy vemos una estación de servicio- en el año 1975 se anunciaban por un auto parlante y por el diario La Opinión en columna destacada con recuadro, los artistas que visitaban el escenario del lugar de entretenimientos. Pertenecer a un trío folclórico de la ciudad nos permitió ingresar por la puerta mayor del lugar cada noche que elegíamos para asistir como paseantes o por estar contratados para cantar. Porque con el conjunto folclórico Los Changos -que integrábamos con Esteban Panero y Daniel Colasso- éramos del elenco estable esos días. Deambular entre los juegos, entablar diálogos con las jovencitas que atendían los kioscos, saludar a los encargados era habitual. Pero más aun, pasar por la trastienda y tener acceso al privado del dueño, así como quedarnos en camarines cuando se presentaban los artistas más populares del momento nos daba un privilegio que nos hacía creer importantes para la situación. Las fotos afortunadamente nos ayudan a recordarlos a todos los que estuvieron esas noches inolvidables. Los jóvenes Hermanos Cuestas, El Chango Nieto con sus excelentes guitarristas, Rodolfo Zapata y sus picardías, El Soldado Chamamé con sus desbordes, entre otros. Pero la impronta adolescente siempre nos llevaba a los extremos insospechados. Y esa vez, en trío, como acostumbrábamos encarar la vida esos años de cantores populares, muy queridos y muy respetados por la ciudad y la región, nos acercamos a una familia muy particular que tenía su propuesta artística dentro del parque pero como empresa independiente y autogestionada. Eran cuatro personas pequeñas que ofrecían una rutina en su mini escenario, pregonándola en la entrada del sitio a pura voz y tratando de entusiasmar a los posibles interesados en asistir diciendo: “¡¡¡Vean a Luisito el enanito tuerca más pequeño del mundo!!! ¡¡¡Pasen y disfruten de la obra de teatro con la sonámbula y ríase a mandíbula batiente!!!”. Estas frases quedaron en la memoria porque presenciamos decenas de veces esas presentaciones ya que éramos de la casa sin dudarlo. Integraban el cuarteto doña Leonor y su esposo “El abuelo” que dirigían la compañía, y habían sumado a dos hermanos mendocinos liliputienses. Solo ellos cumplían con esa característica física de ser vistos como miniaturas. Y así era, todos se movilizaban en una Estanciera que conducía Luisito, a sus 27 años con 98 centímetros de altura, acompañado por su hermano Antonio, de 34 años. Claro que con la pedalera del vehículo acondicionada en su extensión para ese conductor cuyos almohadones en el asiento terminaban por completar la necesidad de estar cómodo para viajar y hacerse cargo del volante con carnet reglamentario incluido. Hicimos migas en pocos días y como era tiempo de vacaciones escolares, los pasábamos a buscar por la casa que alquilaban en el barrio 9 de Julio y salíamos por la ciudad en el medio de transporte que estaba disponible esa jornada. A veces algún auto, otras algo motorizado de dos ruedas y la mayoría en bicicletas con portaequipajes. Cruzar la ciudad era lo de menos. Conocer lugares emblemáticos todo lo posible. Detenernos a comer unos fideos de un amigote aunque ese mediodía era para ventilador, ya que aire acondicionado casi no había. Pero sí ir a jugar al metegol en el bar La Gloria ante la mirada atenta de muchos parroquianos que observaban a nuestros dos amigos subidos a varios cajones de gaseosas vacíos para lograr la altura necesaria y dominar las palancas con los jugadores de plomo. La anécdota suprema de ese tiempo fue cuando pudimos concretar la invitación para llevarlos a Luisito y Antonio a conocer la ciudad y los fuimos a buscar en la Siambretta de nuestro papá, que al llegar a casa, los vecinos creyeron ver a dos niños con nosotros. De allí partimos en el Dodge 1500 blanco al Autódromo, a la Placita Honda, entre otros lugares destacados de Rafaela. Se trataba de dos nuevos amigos ya, de buen carácter, respetuosos, amables, dicharacheros, compinches para todo, con sentido del humor y predispuestos a disfrutar de la compañía que le brindábamos en su estada local. Con los años no supimos más de ellos hasta que a comienzos de este siglo aparecieron en algunos programas televisivos con propuestas de baja factura y con ningún respeto por los hermanitos por parte de la producción, la conducción y los colegas que actuaban junto. Pero en nuestro caso, aunque no pudimos volver a verlos ya que en ese tiempo no existía internet ni redes sociales para rastrearlos, y partieron de gira eterna jóvenes, siempre los recordamos con la mejor imagen de dignos, valientes, generosos, esforzados trabajadores del arte, siempre en un mundo de “normales” que casi nunca dejaron de hacérselo saber. Fueron y fuimos muy respetados. En cuanto al propietario del parque, salteño y conocedor del ambiente folclórico, hijo del carpero tradicional Jaime Capó, se llamaba Cristóbal, y se presentaba como “Dr. Chalita, especialista en humor”. De él hay numerosas historias que se fueron generando a lo largo de su vida tan impredecible como osada, y a la que se le adjudican versiones antológicas por lo desopilantes. Pero es motivo para otra entrega. Porque hoy la dedicamos a dos gigantes de la dignidad y el don de gentes.





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