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Información General Sábado 24 de Diciembre de 2022

La Navidad de Bartolito

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REDACCION

Por REDACCION

Por Orlando Pérez Manassero

El almanaque de grueso cartón mostraba el fin de su vida útil. Asegurado por un clavo a la pared de la galería había visto transcurrir el año deshojándose día tras día hasta mostrar en su taco por última vez el número 24. Más abajo, una solitaria hojita casi por desprenderse proclamaba el mes de diciembre de 1895. Eran tiempos difíciles para los habitantes de este pueblo joven asentado en una llanura en la que poco menos de una quincena de años atrás todavía merodeaban por sus pastizales aborígenes y bandidos. Y en la casa de este relato no escapaban de padecer los altibajos que acarreaba la dura vida de entonces donde un padre ladrillero trabajaba de sol a sol para traer el pan a la mesa. Pero en esta ocasión la ajetreada mamá cruzaba la galería una y otra vez desde el gran comedor a la cocina y de allí al patio donde la leña seca ardía calentando las paredes del horno de barro; es que ya estaba la masa para los panes dulces leudando y no había tiempo que perder, en apenas unas horas llegaría la Nochebuena. Después, cuando los gallos anunciasen el amanecer de otro día, sería Navidad y ella, como todos los vecinos, pensaba que al menos la fecha justificaba el desembolsar unas pocas monedas de más. Pero nuestra historia comienza unos días antes. Bartolito, el hijo, era dueño de una mente avispada para su edad, a sus siete años y ya con dos de concurrir a la escuela El Progreso leía y escribía bastante bien, cosa que sus padres, italianos ellos, apenas si habían logrado aprender algo en su lengua natal y, por supuesto, nada de la castellana. Un día Bartolito supo encontrar un libro medio estropeado por la humedad en el sótano de la casa de su abuela en cuya tapa había un grabado a color del pesebre de Belén y del niño que allí había nacido. Recordaba que el presbítero Palmieri les había contado en la misa dominical que el angelito se llamaba Jesús y leyendo el libro se pudo enterar que todos los años, para la Navidad, este Niño Dios pasaba por la casa de los chicos buenos para dejarles aquello que le hubiesen pedido en una carta, petición que en la Nochebuena debían poner sobre los botines bien lustrados al pie de la cama. Eso fue suficiente para que se activase su imaginación al punto de crear para sí un mundo fantástico en el que, según él, cartita mediante, podía llegar a tener lo que quisiera... porque estaba convencido de cumplir con el requisito principal que era el de portarse bien todo el año. Y se puso a trabajar; de una bolsa usada pudo cortar un rectángulo de papel marrón y, mientras afilaba la punta del lápiz, ya gestaba en su mente la lista. La incipiente caligrafía fue dejando constancia de sus necesidades; una bicicleta de carrera como la del ciclista Adolfito Bischel, un par de lustrosos botines marrones para usar en las siguientes navidades, una cajita de madera de dos pisos con tapa corrediza para los lápices, un lapicero con pluma cucharita y un tintero porque el año próximo ya usaría tinta en sus escritos. Además un caballito de madera con ruedas que pudiese montar como el que tenía Pedrín, el chico de enfrente y, si el Niño Dios podía cargarlo, también un perrito blanco porque en el pueblo no había ninguno de ese color. Después de escribir, de borrar y volver a escribir seguro de no haber cometido errores, pudo plegar el papel para esconderlo en su lugar secreto del sótano. Volvamos al día 24. El padre había llegado cansado, cenaron y, en adhesión a la Nochebuena, comieron medio pan dulce (todavía tibia su masa) y se acostaron. Frente a la pieza de Bartolito, sobre el par de zapatos venidos a menos y no muy lustrados que digamos, aparecía el papel marrón con el pedido navideño. El sol del día de Navidad parecía salir alentado por los cantos de cientos de gallos pueblerinos. Bartolito, ya despierto, ni se animaba a mirar hacia donde estaban sus zapatos. Desviaba sus pensamientos hacia temas importantes como ser que tenía que aprender a andar en la bicicleta de carrera o por que razón no se oía ladrar al perrito blanco que había encargado. Por fin, abandonando la cama y con los ojos cerrados, se fue acercando al lugar de sus deseados pedidos. Al abrirlos aquello que frente a él se revelaba lo hizo sentir asombrado primero y decepcionado después. Se evidenciaba en su rostro la desazón que lo embargaba; indudablemente no lo podía creer. Al volver sobre sus pasos para ponerse la misma ropa de siempre y encasquetarse la gorra como todos los días, se notaba la confusión que abrumaba su ser. A un costado, en el piso, estaba el papel marrón. Mientras lo levantaba su mente infantil buscaba respuestas y al repasar sus propias líneas manuscritas pudo de pronto suponer lo ocurrido y llegar a una conclusión. Enjugándose una lágrima se dijo Bartolito; el Niño Dios, tan chiquito él, no sabe leer todavía el castellano al igual que papá y mamá. Y seguramente por eso es que en los zapatos solo había un barquillo de masa de pan lleno de ramitas dulces de regaliz y un turrón de mazapán igual al del año pasado. Sí... el viento de la vida no se las hacía fácil a los vecinos del pueblo Rafaela y a Bartolito, esa mañana, le arrebató la gorra por primera vez.

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