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Información General Sábado 23 de Mayo de 2020

Intriga en los ligustros

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Orlando Pérez Manassero

Por Orlando Pérez Manassero

Dicen que un pueblo chico es un infierno grande y Los Ligustros no es la excepción. Lo pude comprobar anoche tras la serie de acontecimientos que se sucedieron cuando bastaron unos soplos para que las llamas del averno se avivaran de manera exponencial chamuscando a conocidos y esclarecidos vecinos. En la narración que haré de los hechos comenzaré por hacerles conocer los personajes involucrados y que pasaba por las mentes de cada uno de ellos al anochecer de ayer. Ustedes se preguntarán cómo puedo saber eso… pues lo sé porque… bueno, ya sabrán el porqué.

Siguiendo cierto orden jerárquico les cuento entonces que el Presidente de la Comuna, el señor Ludovico Mascarotti, ayer por la tarde no andaba en buenos términos con el encargado de la Cochería Fúnebre don Lázaro Bonavita. Según parece éste se había opuesto terminantemente a que depositen las cenizas del fundador del pueblo en el monumento que había hecho erigir el funcionario comunal en el centro de la plaza. Por supuesto que Mascarotti no hizo mucho caso a esa arbitraria negativa y trasladó igual los restos pero, al parecer, un pajarito le contó que por la noche Bonavita pensaba devolver la urna al cementerio.

Al otro lado de la calle el Comisario Belisario Laguna apuntaba con su sable y emitía duros calificativos dirigidos a la fotografía del Presidente Mascarotti, eso después de que una nota anónima dejada en el buzón de la comisaría le informara que el jefe comunal estaría rondando a la dueña del Almacén de Ramos Generales, la viuda Florencia Gavino. Era comidilla habitual entre las comadres del pueblo los intentos más que cariñosos con los que el enamorado comisario asediaba desde hacía bastante tiempo a la viuda sin resultados positivos a la vista. Y según se ampliaba en el informe recibido por la noche la dama recibiría la visita de Mascarotti.

Desde la torre de la iglesia el Cura Párroco del pueblo, el Padre Esculapio, echaba pestes a los cuatro vientos (en latín) porque de su gallinero ya habían desparecido varias de sus más gordas batarazas, y de algo estaba seguro; el responsable tenía que ser el único agente policial del pueblo, el Cabo Cuello. Como tales hechos siempre sucedían los viernes - y anoche justamente lo era - estaba dispuesto a descubrir y castigar al malhechor con mil padres nuestros, tal vez la excomunión, o mejor, pidiendo previo perdón al Todopoderoso, con un disparo de escopeta cargada con sal gruesa en la parte baja posterior del condenado granuja.

Así estaban las cosas en la noche de ayer en Los Ligustros cuando cerca de las diez campanadas me escabullí de donde me hallaba para recorrer sigilosamente las calles del pueblo. Detrás del monumento al fundador pude ver la oculta figura del señor Mascarotti aguardando a Lázaro Bonavita. El pobre iba a esperar en vano porque yo, apenas un minuto antes, había visto al susodicho funebrero salir de la casa de la viuda Gavino, más que presuroso seguramente, después de enterarse de cuan falsa fue la citación de la dama para un posible cambio de panteón. Pude adivinar la presencia, un poco más allá, del Comisario Laguna por el brillo de su sable en la oscuridad y mi presunción de que iba a dejar pasar a Bonavita sin detenerlo se cumplió; es que lo consideraba un amigo incapaz de traicionarlo… y siguió enfrascado en rabiosa espera del que había determinado era su verdadero rival; Mascarotti. Volví cautelosamente sobre mis pasos acercándome a la Comisaría donde, a pesar de la negra sotana, observé agazapado al Padre Esculapio esperando castigar al Cabo Cuello con la opción elegida entre manos; la escopeta cargada con sal. La Comisaría estaba a oscuras pero donde sí había luz era en la casita de Pedro el sacristán, detrás de la Iglesia, donde éste, el Cabo Cuello y yo habíamos dado cuenta de otro suculento puchero de gallina regado con buen vino de mesa… mejor dicho de misa.

Me encaminé a casa imaginando que en una o dos horas más ciertas cansadas y somnolientas sombras se escurrirían a sus respectivos domicilios, desconcertadas eso sí, dado que no había pasado nada de lo anunciado y pensando que al salir el sol todo seguiría igual… por lo menos, me dije, hasta el momento en el que el Padre Esculapio note la falta de otra de sus gallináceas.

Sí señores… la vida de un escritor de pueblo es dura. Aquí, en Los Ligustros, nunca pasa nada y es por eso que hay que ingeniarse para concebir un cuento. Menudo trabajo me costó avivar el fuego sembrando distintos rumores y hechos ficticios entre los personajes elegidos para ver como reaccionaban… y eso sin que descubran mi intriga. ¿Comprenden ahora porque sabía lo que pasaba por las mentes de cada uno de ellos? Pero ya tengo la historia para el diario… y me agrada su desenlace pues, a pesar de la peligrosa trama que tuve que urdir y del alto nivel de exasperación alcanzado por los personajes involucrados puedo decir con alivio que no hubo víctimas… salvo entre las batarazas del Padre Esculapio.




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