Por REDACCION
-¡Allí está!
El brazo tendido pretendió indicar el rancho que, a lo lejos, mostraba una silueta apenas definida entre los cerros y las malezas.
-Con mucho cuidado -sujetando el caballo, el general Navarro echó una mirada sobre sus hombres-. Ya saben que es muy peligroso. No quiero que se escape esta vez. Nos acercaremos al rancho a pie y en silencio. Cuando esté completamente rodeado, yo daré la orden. ¡Vamos!
Luego de atar los caballos a unos arbustos, comenzaron a deslizarse por los estrechos y desparejos senderos que surgían entre las piedras y la nutrida vegetación, los cuerpos inclinados o rodando, con la destreza y rapidez que habían adquirido a lo largo de muchos años.
El general no pudo evitar cierto goce y orgullo al saber que ahora, tras una prolongada espera, le correspondería por fin el honor de eliminar al guerrillero más audaz que fustigaba esas tierras.
La niebla desdibujaba el contorno de las cosas. Desde el catre, paseó los ojos por las casi derruidas paredes del rancho; sobre el fogón y algunas ropas encima de la vieja mesa; el puñal y la lanza que ahora parecían sin ningún valor. Pero volveré a usarlos. Todavía puedo hacerlo. Se sublevó con brusquedad contra el sentimiento de abandono y desesperanza que lo acuciaba en los últimos días, como si ya jamás pudiera reponerse del fracaso de Pastos Grandes.
¿Acaso había llegado el fin? No quiso aceptarlo. Aún alentaba una ráfaga de fuerza en su cuerpo huesudo. No. Ni el cansancio de años, ni la enfermedad que ahora lo mantenía allí, arrumbado, le quitarían el ahínco, la garra indomable de seguir luchando contra la injusticia y el despotismo.
Igual que en otros tiempos. Como si todo estuviera a punto de comenzar otra vez. ¿No sentía por momentos el ímpetu arrollador de años atrás, cuando estaba en Chile y se había enterado del tratado de la Triple Alianza? Entonces no vaciló en vender su estancia para allegarse algunos fusiles y dos cañoncitos que el ejército chileno ya no utilizaba. Consiguió formar dos pequeños batallones. ¡Qué pocos para concretar su sueño! ¿No era una locura? Con la proclama de recoger los laureles del triunfo o la muerte en la contienda por redimir los pueblos saqueados y asesinados sin piedad, cruzó la cordillera. Quiso llevar una banda de musicantes. Era lindo amenizar el campamento. También, claro, festejar jubilosamente las victorias.
¡Qué distantes parecían las canciones y el bullicio y la entusiasta presencia de la gente de aquellos pueblos en los que él y sus hombres entraban con el ánimo de conseguir apoyo para derrocar a los gobernantes ruines y explotadores! Su ejército se incrementaba; los doscientos hombres se trans-formaron en pocos meses en cuatro mil. Llegaron los primeros triunfos. Nacimiento, Tinogasta. Comenzó a pasear por los campos de batalla la severa prestancia de hidalgo criollo entre la fascinación de sus hombres y el aturdimiento, hasta el inusitado terror de las fuerzas enemigas.
Conocí la amargura y el dolor. El Pozo de Vargas. El descalabro. Apretó los puños. Se le escapó una exclamación combinada de protesta y vana iracundia; pero ya nada podría protegerlo del recuerdo de aquella pugna febrilmente disputada.
Había querido desalojar a Taboada de La Rioja. Desechó la idea de entrar a la ciudad. ¿Para qué exponer a la gente al sacrificio inútil y brutal de una guerra? Hizo llegar la caballeresca invitación al jefe nacional para decidir la suerte y el derecho de ambos ejércitos fuera de la población. No recibió ninguna respuesta. Supo la causa: desbordaba armamentos y soldados en excelente posición. Paladeaba por anticipado la victoria.
Y yo tenía a mis hombres sofocados por el calor, el polvo y el cansancio. Antes que las armas, la sed los iba achicando. Tuvo que superar el desaliento, ahogar los gritos de impotencia, cuando no encontró agua en la estancia Las Mesillas, donde esperaba acampar con su ejército. ¿Qué hacer entonces? Apelar a la alternativa más peligrosa, la única: penetrar en la ciudad y llegar hasta el Pozo de Vargas, a pocas cuadras de la plaza principal.
-¡Nos harán pedazos, general! -le previno uno de sus hombres-. Todo el ejército de Taboada estará allí para atacarnos.
-¡Ya lo sé! Pero es mejor morir peleando y no así, por la sed y el cansancio.
Todos aceptaron su decisión. Ya había conseguido establecer una corriente de comprensión, casi de cálido afecto, con todos esos hombres y mujeres que desde hacía largo tiempo lo acompañaban en los instantes de pesar, frenesí o euforia. Nadie expresaba la menor resistencia a cualquiera de sus mandatos.
¿Cómo eludir la culpa por llevarlos a una lucha desfavorable? Tenía las manos atadas. Incapaz de ofrecer a su ejército otra elección que la lenta y agobiante marcha hacia el Pozo de Vargas en busca del agua que podía significar el abrazo definitivo con la muerte.
Algunos soldados no soportaron el esfuerzo y expiraron antes de llegar. El terreno fragoso los obligó a relegar los cañoncitos. La envidiable postura de Taboada resultaba una valla intrincada. Pero allí estaban los musicantes. Los compases de una zamba hendieron el aire quieto de la tarde. Quedó avivada la llama del indómito coraje. Todos, animados por el orgullo de haber salido airosos de tantas refriegas, estrellaron frenéticamente sus lanzas contra los parapetos adversarios. La disputa desigual se prolongó durante horas, entre el calor asfixiante y el estruendo de las armas disparadas por la gente de Taboada y los quejidos de quieres caían abatidos.
Vi la silueta de la muerte. Cercana, rozándome como una caricia. Aprisionado por el caballo súbitamente muerto, perdido en el caos del combate. Percibió una voz dulce, familiar. ¿Quién pronunciaba su nombre? Divisó a Dolores Díaz avanzar decididamente hacia él. ¡La Tigra! Con dificultad pudo subir en ancas de su caballo. Buen apodo. El apropiado. Ella, como tantas otras mujeres de su montonera, no se limitaba a cuidar los heridos o dar afecto y compañía en las solitarias noches del campamento, sino que también estaba dispuesta a luchar cuando las cosas se presentaban feas.
A las oraciones mi ejército se encontraba deshecho. También el del enemigo. No había sufrido una derrota, pero obtener un triunfo de mi parte era imposible en esos momentos. Me quedaban menos de doscientos compañeros; figuras fantasmales, con las armas completamente inutilizadas. ¡Otra cosa sería, armas iguales! Ya no podía modificar nada. Dio la orden de retirarse. Luego, en los altos de la marcha cansina y polvorienta, el canto de los sobrevivientes expresaría junto a los fogones la nostalgia y la desolación:
Los santiagueños vienen
¡Pozo de Vargas!
Tienen fusiles, y tienen
las uñas largas.
El malestar del general Navarro quedaba mitigado por la perspectiva de la cercana venganza. El viejo caudillo ya no tendría oportunidad de escapar. Por fin se cobraría la mofa, el escarnio que le infligió repetidas veces: cuando se le había escabullido cauteloso en la cordillera o lo esperó inútilmente en Catamarca o al apoderarse de Salta por una hora mientras él tenía su ejército a escasas leguas. Siempre parecía adivinar sus movimientos y buscaba la mejor manera para salir inmune y victorioso.
Terminaría todo eso. Iba a cumplir la promesa de matarlo y ya ninguna artimaña podría liberarlo de esa sentencia.
Acariciando la empuñadura del sable, sonrió con inefable bienestar.
La sangre aún bullía en mi cuerpo. ¿Yo, darme por vencido? Sobreponerse, organizar de nuevo el maltrecho ejército. El castigo del Pozo de Vargas no era más que un incidente en la epopeya de otorgar la libertad a su patria, como tiempo atrás lo había sido la horrenda masacre en Las Playas, cuando de los dos mil combatientes, sólo el Chacho, él y un puñado de hombres, heridos y casi destrozados, pudieron abandonar el campo de batalla. No. Todavía no estaba derrotado.
Apenas un grupo de hombres y mujeres. Mis camaradas. Desvalidos. Con la misión de alentar y proteger. Debió apelar a toda su astucia y habilidad para esquivar los ejércitos de Taboada, Paunero y Navarro. Estar, en el curso de pocos días, en Jáchal, Chilecito o Guandacol. Aparecer en todas partes, como el Chacho. Era mi única carta de triunfo.
Un día ordenó bajar de la cordillera y, eludiendo la chantajeante presencia de Navarro, que pretendió cerrarle el paso, al galope se dirigieron a Salta. No quería apoderarse del pueblo sin objeto alguno; solamente proveerse de armas y alimentos.
A la intimación de entregarle los cañones y fusiles, el gobernador le respondió con una cerrada descarga. Aunque disgustado por involucrar a la población en la guerra, dispuso el ataque. No me quedaba otra salida. Tenía a mi gente hambrienta, cansada, perseguida por soldados mejor armados. Y con el temple que tantos días de huída y privaciones y sobresaltos parecían haber acrecentado, no tardaron mucho en aplastar a los defensores de la ciudad. Después, llevando algunos caballos y las escasas armas de los caídos en las trincheras, se internaron por la quebrada rumbo a Bolivia. Necesitaba evitar el ejército de Navarro. Siempre alerta. Una sombra posesiva y fastidiosa.
Y en Potosí pasé varios meses inmóvil, con la sensación de haber luchado en vano y la libertad como un sueño que jamás podría cumplir. Casi extinguida la sublevación de las provincias, sin apoyo, diezmados o muertos los hombres junto a los que había realizado tantas campañas. Ya quedaba clausurada la etapa de ansia y sacrificio y esperanza para lograr la unión americana.
Debí tornar otra decisión. Aurelio Zalazar. Mi amigo entrañable. ¿Cómo aceptar lo ocurrido? ¿Qué sentido tenía la reciente amnistía? La había invocado cuando se presentó ante el general Navarro. Solo buscaba amparo. ¿Qué consiguió, en cambio? Un pelotón de fusilamiento. ¿Pretender el carácter de revolucionario? No. Simplemente era un bandolero o asesino. Fue como si me hubiera ocurrido a mí. Yo, el burlado y fusilado. Nuevamente amigarse con su lanza. Por la necesidad de cobrarse una deuda más que por establecer un estado de independencia del que ya había desistido. Se deslizó subrepticiamente de Potosí y, reuniendo algunos dispersos, se echó a través de los contrafuertes andinos.
Era casi un suicidio. Sintiendo el rigor del agotamiento y los años sobre el cuerpo, acompañado por una hueste de pocos gauchos, con viejos y casi inútiles fusiles. ¿Qué hazaña podría revivir así? Ninguna. Sin fuerzas ni posibilidad. Pero no claudicaron; ni él ni los suyos. Y llegó el desastre de Pastos Grandes.
El final. Le costaba mantener abiertos los ojos, distinguir los objetos y figuras. Todo difuso. Perdido. Igual que la aureola de estima y prestigio que había rodeado su nombre y ahora se iba desmoronando en un remoto y frágil recuerdo. Descansar. Demasiado viejo para otra cosa. Ya es tiempo. Sí.
El general Navarro levantó el sable. Al dar la voz de ataque, los hombres salieron desde los arbustos y peñascos que habían utilizado como furtivas murallas y se precipitaron sigilosamente hacia el rancho.
No tardaron en detenerse, estupefactos. Quietas las armas, con la certeza de que no las necesitaban, que nunca las emplearían contra los gauchos que se encontraban allí, famélicos y derrumbados en el suelo, sin la menor energía para presentar resistencia.
-¿Qué hacemos, general?
No respondió. Tampoco soportó la mirada incrédula de los soldados. Una idea lo obsesionaba.
-¡Él debe estar adentro!
Con una violenta patada apartó la desvencijada madera que servía de puerta. Penetró en el rancho con el sable en alto y gritando el nombre de quien había prometido matar. Pero en la semipenumbra, donde todo denotaba una aplastante quietud, sólo percibió una respiración ronca y acezante. Fue hasta el catre y contempló el cuerpo apenas definido bajo las mantas. ¿Dormido o agonizante? La última jugada. La más terrible y menos esperada.
-¡Vamos!
Los soldados se limitaron a seguirlo, sin preguntas. Marchó con rapidez, impaciente por alejarse del rancho, como si fuera la única forma de aplacar la ira y el desconsuelo por comprobar que, una vez más y ya definitivamente, sin luchar, Felipe Varela lo había vencido.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.