Por REDACCION
Como ha sucedido otras veces en la Argentina, por estos días se percibe una crisis de representatividad en los pliegues de la política nacional, aunque puede ser prematuro para evaluar la intensidad que alcanzará y hasta donde puede llegar. No es que se ha llegado a un clima del estilo "que se vayan todos" como aconteció en los albores del milenio cuando los cacerolazos se convirtieron en una novedosa y a la vez poderosa herramienta de la protesta capaz de hacer temblar cualquier gobierno. Tal es así que a casi 20 años de la irrupción del batir de las cacerolas en la escena política mantienen su absoluta vigencia para manifestar el descontento ciudadano hacia funcionarios de turno o sus medidas de gobierno.
La movilización masiva del 17A, que le sucedió a otras similares registradas siempre en las fechas patrias, como el 20 de junio o el 9 de julio cuando se conmemoró el Día de la Bandera o el aniversario de la Declaración de la Independencia, logró un masivo respaldo en casi 200 ciudades argentinas, lo que debe ser un llamado de atención para las actuales autoridades nacionales. No significa que esa expresión de malestar popular busque desestabilizar a gobernantes legitimados por el voto de la mayoría ni que se transforme en el respaldo a los sectores de la oposición a ellos, sino simplemente que rechazan gestiones o pobres desempeños del momento. De alguna manera es un tirón de orejas que invita a rectificar rumbos, como ha sucedido por caso con la decisión que había tomado el Presidente de la Nación de avanzar en la estatización de Vicentin, una aventura que finalmente terminó en tragedia al menos desde el punto de vista del Gobierno.
La jornada de protesta nacional del pasado 17 de agosto, cuando el país recordó una vez a su héroe José de San Martín, revela un mosaico con matices en lo que respecta a los reclamos. Defender las instituciones de la democracia, cuestionar el viraje hacia la izquierda del gobierno en materia de economía, la falta de un plan para administrar la crisis que profundizó la pandemia y esencialmente el proyecto de reforma de la justicia federal conforman el amplio abanico de temas para reprocharle al Gobierno nacional.
Se observa que esa crisis de representación afecta a la democracia, la cuestiona como sistema institucional de ordenamiento social, político, económico y de gobierno. Todo el tiempo se produce la emergencia de nuevos sectores -¿minorías?- que buscan visibilizarse y dar visibilidad a sus intereses - reclamos, con la consigna de acceder a derechos que creen tener. Quizás la democracia está lenta de reflejos para actualizarse y mantenerse fresca, identificar nuevos actores y darle espacios a todos para mantener la salud del sistema. Al menos para ser complaciente con la democracia vernácula, en muchos otros países sufrió embates del poder ciudadano, de indignados y otros protagonistas recién llegados a la escena política. El caso de los chalecos amarillos de Francia tal vez constituya el ejemplo más consistente para dar cuenta de los insatisfechos de la sociedad moderna con el orden imperante que no le provee respuestas a sus demandas. La agitación social está en su manual de acción política. En esos contextos se disparan preguntas del tipo ¿Qué es necesario para que se produzca un cambio de modelo político? ¿Qué elementos deben darse para que una sociedad cambie la forma que tiene de gobernarse por otra distinta?
De la mano de esa aparente crisis de representación se instala por momentos una sensación de anarquía por aquí y por allá. Dependerá de la capacidad de reacción de la democracia, de los partidos políticos y de los líderes de la hora que esta fiebre anárquica crezca y se consolide o se aplaque o apague con el tiempo. A lo largo de la historia los postergados suelen dar rienda a pequeñas revoluciones para modificar el status quo, el orden imperante que los asfixia y no le brinda oportunidades para realizarse ni de movilidad social. Hace 50 años ir por un título universitario era el mejor camino para crecer, desarrollarse y subir en la escala social. Hoy no parece ser suficiente en tiempos donde muchos jóvenes exigen satisfacción inmediata de sus demandas, reclaman respuestas urgentes y no siempre están dispuestos al sacrificio en pos de alcanzar sus objetivos. ¿Tendrá que ver que sus padres se esfuerzan sin obtener la recompensa justa mientras otros que desconocen el trabajo obtienen lo suficiente solo con ponerse debajo de la teta del Estado subsidiador? Enigmas dignos para sociólogos y antropólogos avezados.
El Gobierno -en todos sus niveles- ya debió tomar nota de que un decreto que busca restringir conductas es letra muerta si no se sostiene en la racionalidad. Se prohíben las reuniones familiares o los partidos de fútbol cinco. Pero todo se hace por el relajamiento de las personas y la mirada cómplice de un Estado agotado e incapaz de controlar todo.
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