Por REDACCION
Cada comienzo de un nuevo año está íntimamente asociado a esa sensación muy humana de la esperanza, creemos que en el tiempo que se inicia nos puede ir mejor, de que las cosas cambiarán en términos positivos. A excepción de los excépticos (o realistas, quizás) que consideran que reemplazar el almanaque no significa que los problemas desaparezcan automáticamente o que surjan soluciones milagrosas, aquellos algo más "soñadores" se ilusionan con ese momento de ruptura en el tiempo que, de algún modo, representa dejar un año viejo atrás y abrazar al que llega.
Lo que no deja de ser cierto es que a la vez el tiempo nuevo combina en su esencia esperanza, ilusión pero también incertidumbre. En este punto, el ejemplo del campesino ilustra con simpleza ese asunto de las expectativas. Cuando recorre sus cultivos en desarrollo desconoce cuáles serán los avatares del clima, mira el cielo con el profundo deseo de que el tiempo acompañe la cosecha. Su futuro y el de su familia depende del resultado de ese esfuerzo dedicado a cultivar la tierra. Es el riesgo que acompaña cada iniciativa de las personas. Las cosas pueden salir bien... o no. Siempre están los factores que condicionan o moldean las cosas. En el caso del campesino, una tormenta puede determinar su progreso o su pobreza. En este caso se entiende ese apego a la fe para confiar el destino propio a un ser superior y protector.
Haciendo historia, el Año Nuevo comenzó a celebrarse el 1 de enero en el 1582 por una disposición del papa Gregorio XIII, con alcance para todos los países católicos. Fue al inaugurar el calendario que rige aún nuestros días, es decir el gregoriano que sustituyó al juliano. Con el tiempo, el resto de los países fue incorporando el nuevo sistema hasta que todo el planeta aceptó que el año comience el 1 de enero y no el 21 de marzo o el 1 de abril, como solía serlo con el calendario juliano.
Así las cosas, ese corte al menos en el plano simbólico que plantea para hoy el registro del paso del tiempo pondrá a las familias y amigos en torno a una mesa para compartir la cena. Se trata de lo se llama la Nochevieja, la previa para darle la bienvenida al Año Nuevo al que inevitablemente apenas desembarca le cargamos una mochila -demasiado pesada tal vez- de esperanzas y buenas sensaciones. Si finalmente esas expectativas se cumplen dependerá de nosotros, del clima -en el caso del campesino- y en el caso de la Argentina, de los "malditos" mercados internacionales.
No deja de ser cierto que por más optimismo que destinemos a favor del 2019 estamos en un país complejo que siempre parece estar cuesta arriba. Aquella frase acuñada por un destacado político de que "estamos condenados al éxito" que bien podría haber dicho un pastor cualquiera definitivamente se instaló en el terreno de las utopías.
Esta noche, por tanto, en una suerte de recreo de la vida misma brindamos y nos encomendamos vaya a saber a quien para que desde el primer día del nuevo año todo marche bien. Sin embargo, lo más probable es que volvamos el 2 de enero al lugar de trabajo de cada día con esa sensación de vacío post fiesta y de que hay que seguir poniendo el hombro como casi todos los días en un país injusto que libra una batalla ¿eterna? contra los problemas de siempre.
Es en este contexto en el que la Argentina, frente al espejo, se propone cambiar para mejorar. No obstante, como aquellas personas que decide dejar atrás sus vicios, decide iniciar ese espinoso recorrido con esfuerzo y firmeza aunque en algún lugar siente temor a no tener las energías suficientes para llegar a la meta y volver al estado de siempre, que es el de una crisis permanente más allá de pequeñas alegrías.
Desde un enfoque psicológico, la definición de manual del cambio señala que se trata de un proceso planificado y progresivo mediante el cual las personas y los grupos sociales pueden acceder a una adaptación activa a la realidad. Y plantea que el concepto debe distinguírselo del de 'crisis': a nivel individual las crisis suelen preceder a los cambios, y en general, éstos últimos van planificándose poco a poco.
¿En la Argentina estamos cambiando verdaderamente? A modo de aspirinas discursivas para soportar la crisis, el Gobierno insiste en que el sacrifico de hoy explicará la buenaventura del mañana. Pero a lo largo de nuestra historia como país ya hemos pasado por este tipo de situaciones. Y siempre con los mismos resultados (muy malos). Si vamos a las estimaciones frías que elaboran economistas, no hay mucho para ilusionarse. Los problemas que estaban en el 2018 se mantendrán en el nuevo año más allá del breve paréntesis de esta noche para despedir el tiempo que se va y darle la bienvenida al que viene. De todas formas, la esperanza es una condiciones humana imprescindible. A partir de ello, brindemos por un buen 2019.
Los comentarios de este artículo se encuentran deshabilitados.