Aquel camión del verdulero

Locales 23 de enero de 2022 Por REDACCION
Cuando sus productos llegaban al barrio en un carro o un vehículo más grande y se hacía parte de su geografía, su vida cotidiana y su cultura, se estaba haciendo historia urbana. Dedicado a la memoria de Luis Roberto Suárez y a todos aquellos héroes sin bronce que se ganaban el peso laburando sin feriados en la calle.
09-Camión del Verdulero Ambulante_Rosario 1934

Por Edgardo Peretti

Hace algunos días falleció en nuestra ciudad Luis Roberto Suárez. Tenía 71 años y una malvada dolencia le fue minando sus fuerzas hasta provocar el desenlace.
Algunos lo conocían por su actividad comercial: la verdulería. Allí, en “Briana”, en Bv. Lehmann, junto a su esposa Mary y sus hijos, fue armando una labor notoria que lo apasionaba.
Pero para este escriba la situación trae otros recuerdos. Alguna vez me dijo que comenzó a trabajar a los 9 años, en medio de una situación familiar que, con un poco de benevolencia, podríamos describir como compleja.
Conocía su realidad y hago llegar mi sentido pésame a familia, pero no puedo dejar de utilizar su historia de vida con la de tantos colegas que se dedicaron a lo mismo. Y allí es donde el relato de vuelve comunitario.
En mi infancia y adolescencia era muy común que muchas de las actividades de provisión de alimentos se concretara tanto en locales como en sitios ambulantes, en una acción que no molestaba a nadie y servía a los fines básicos de alimentar a la gente.
Así, quienes ostentan el legítimo título de “Caballlero de la calle Ayacucho” (provisorio) como quien firma, era habitual armar un escenario de actores muy variados.
En pleno verano era un clásico que pasara a la hora de siesta el carro (tirado por un caballo) de la Heladería “San Martín”, cuyo producto insignia era la “tableta” (dos obleas y un relleno en el medio de frutilla, chocolate o frutilla), envuelto en un papel “manteca”; el “pescador”, en realidad el señor que vendía pescado en carro o en un viejo Ford “A” que contaba en su parte posterior una inmensa conservadora a hielo, que cortaba los trozos de surubí, patý o los sábalos o amarillitos por la mitad; la panadería “Nueva Pompeya” (de la familia Rico) tenían su local en calle Pellegrini, pero uno de sus empleados recorría el barrio con un motocarro primero y un viejo Jeep después, ofreciendo pan y algunas facturas. Al fin y al cabo, no había tanto efectivo para esas erogaciones cotidianas, pero los pibes siempre tenían una moneda del “caballito” (N. de la R. 10 pesos de la época)
No quiero olvidarme de los “arroperos”. Venían desde el norte (¿quizás Santiago del Estero?) con unas carretas altas, de enormes ruedas, tiradas por bueyes vendiendo – como atractivo- el arrope (golosina dulce hecha a base de algarroba), y complementando la oferta con caña de azúcar, miel y otras delicadezas que no todos llegaban a entender como huevos de especies desconocidas para nosotros.
Los carros llegaban por Ernesto salva y doblaban por Ayacucho hacia el sur, aprovechando los “huellones” que en la calle de tierra dejaban los camiones que iban a los frigoríficos Fasoli o Cipa, o a la láctea Molfino. Si había barro, la fiesta (de los pibes) era completa.

“ATENCIÓN SEÑORA
AMA DE CASA…”
En esta breve y nostálgica referencia hemos llegado aquí al gran clásico: el camión de los verduleros.
El que he conocido pertenecía a la empresa de los hermanos Aguilar, que tenían base en el Villa Rosas, pero salían por toda la ciudad a vender la mercadería que arribaba diariamente desde Santa Fe. A mi barrio llegaba el camión que estaba a cargo del chofer/vendedor/administrativo/cobrador y gerente de Relaciones Públicas Luis Roberto Suárez. Todo en uno.
Los Suárez eran la zona, ya que tengo entendido que vivían detrás del hospital, pero esto no lo tengo seguro.
El camión tenía varias paradas. La que nos incluía como clientes se ubicaba en la esquina de Bernardo de Irigoyen y Ayacucho, sobre la primera, frente a la ferretería de la familia Montarzino. Cruzando la calle vivía un pibe muy habilidoso para el fútbol, que se haría famoso; un tal Germán Horacio Soltermam, “Malacho”.
La frecuencia del camión era de dos veces por semana, preferentemente martes y sábado y cerca del mediodía. Este se anunciaba con un equipo amplificador de audio que tenía dos bocinas, una delante y otra atrás.
El locutor de turno (que era el chofer y vendedor) comenzaba anunciando: “atención señora ama de casaaaaaa… (chirrido infaltable del equipo, siempre indócil)…estamos ofreciendo frutas y verduras de primera calidaaaaad…ya llegó el verdulero a su barrio…(y empezaba la mención) papa negra, acelga, naranja, mandarinas y zapallos santiagueños….(todo según la estación)…manzana verde y re-deliciosas y sandía calada…”.
En este estadio es necesario aplicar una pausa para explicar dos tópicos. La manzana era, en realidad “red delicius” (en inglés) pero el saber popular la castellanizaba al salto y sin traductores.
Lo de la sandía “calada” era un clásico veraniego como el melón, aunque con un detalle poco habitual ofrecido por el vendedor y agradecido por el cliente: se hacía un triángulo en la cáscara de la citada sandía y se extraía una muestra para que el comprador la estudie o, muy habitualmente, la pruebe para garantizar el grado de calidad. Si la gustaba, la llevaba. Caso contrario, quedaba preparada para la próxima degustación.
Hay que decir que los productos eran muy básicos: papa, batata (el camote no se conocía), cebolla, ajo, acelga, zanahorias, remolacha y alguna otra; y aunque las frutas estaban ofrecidas, las que hacían punta eran la manzana y la banana. ¿Por qué? Porque tanto las verduras de hoja (lechuga o achicoria), como los cítricos clásicos y básicos, a veces las uvas y hasta ciruelas, estaban en los amplios patios de las casas que tenían su producción propia, siempre según la estación. A esto agregamos toronjas (naranja amarga), nísperos y granadas, entre otras especies.
Recuerdo muy firmemente que el verdulero tenía dos balanzas: una de dos platos, con pesas y otra de mano, para pesar los productos, tras lo cual iba anotando en un hoja solitaria el costo, ayudado por una terrible capacidad matemática y un lápiz muy morocho que iba –sin detenerse- de la oreja del sujeto, a la boca (para humedecer la punta) y de allí al papel desde donde salía la suma final. Nunca escuché quejarse a nadie.
Quizás alguien muy desprevenido haya tomado en broma el tema de las Relaciones Públicas; en ese entonces no se conocía mucho de la actividad, pero el vendedor tenía que manejar el humor y las quejas de las vecinas que podían cuestionar el precio o la calidad de la mercadería, todos en tonos diferentes, pero el tipo sabía hacer todo su trabajo: siempre iba una sonrisa con alguna mandarina o una cabeza de ajo como “yapa” que aquietaba las aguas.
Es más que probable que el paso del tiempo haya sido el responsable de los cambios; ponerlo en duda ya sería un error. Las cosas ya no son como antes y pensar en contrario tiene aroma a necedad, para no decir otra cosa.
Sin embargo, todas esas causas no han logrado empalidecer la bella armonía inacabable de los recuerdos barriales que se agolpan en tanta gente que lo vivió como parte de su vida; tampoco para los que ya no están, que fueron protagonistas y lo serán para siempre.

REDACCION

Redacción de Diario La Opinión de Rafaela
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