Woody Allen. La ficción tangible

Sociales 14 de septiembre de 2021 Por Hugo Borgna
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El personaje en cuestión tiene una empresa de pompas fúnebres. Es italiano. Más que eso, romano, y uno de sus placeres es cantar con su maravillosa voz (como deben tenerla los italianos dignos de su origen) cuando se está bañando. Descubierto por un empresario estadounidense de la ópera, es llevado a cantar en ellas. Como su cantar solo luce bajo la ducha, le instalan una en el escenario y desde allí lucha con su espada, sufre y hasta ama con su sonoro canto. Pero ocurre que ese modo de representar no es creíble, por lo que deja la lírica y vuelve a su luctuoso oficio. Satisfecho, dice que vuelve a ser feliz enterrando gente (A Roma con amor, 2012).

Situaciones curiosas como ésta son habituales en el cine del neoyorquino (más descriptivo que decir estadounidense) Heywood Woddy Allen, registrado al nacer como Allan Stewart Konisgberg, el 1 de diciembre de 1935. Para el cine y todos los demás, simplemente Woody Allen.

A los cincuenta años -casi la misma edad de Alonso Quijano cuando se convirtió en Don Quijote de la mancha- se lanzó a desfacer nuevos y viejos entuertos del cine solo comercial. Aunque todas sus obras son piezas únicas y psicoanalíticas como la que más, planteó en “La rosa púrpura de El Cairo” un dilema largo e interesante para debatir ¿cuándo empieza la ficción en el ámbito de las películas y dónde está la realidad más decisiva? Se atreve a todo y lo encara como cuestión de fondo. En el argumento de “La rosa…” hace que un personaje de la pantalla camine por el mundo de los espectadores y una mujer maltratada por su esposo -parte del ámbito de los asistentes al cine- ingrese a la pantalla para ser parte de esa historia. Deja entonces Woody Allen planteada una duda permanente para los espectadores: ¿es mejor la realidad o la ficción, en todas sus formas?

Para que se entienda cabalmente el nivel de libertad de creación y respeto por su trabajo en que se ha instalado Woody Allen dentro del difícil ámbito de la “industria” del cine, habrá que decir que son muy pocos los directores que ganaron el derecho del terminar las películas con el final que ellos quieren. Entre esos atrevidos del cine que surge del Norte están Robert Altman (“Las reglas del juego”), donde desarrolla y hace jugar en una película las establecidas por los grandes sellos. También habita esa especie de Parnaso el muy admirado Stanley

Kubrick (El resplandor, 2001 odisea del espacio, Ojos bien cerrados).
Por mucho tiempo Woody Allen necesitó concretar un cine “paralelo” a la Industria donde pudo desarrollar películas donde la esencia está en los filosos diálogos, apartándose de la acción pura y de lugares comunes, utilizados con mucha frecuencia por el común de los directores tan comerciales. Solo en los últimos años filmó con “apoyo” en los grandes sellos, pero lo hizo a su manera (Medianoche en París), donde jugó con el viaje a través del tiempo.

La duda de los personajes de Woody Allen es su propia falta de certeza; el universo circundante y abierto donde se mueve, su propia esencia; textos poblados de esplendorosa riqueza en la síntesis son su característica. Sin embargo, prefiere decir con simpleza que filma tanto porque, concretamente, no podría vivir sin hacer cine. Lúcido como pocos, critica en una película a un personaje femenino que se luce en todas las conversaciones hablando de los más variados temas. Dice de ella que a pesar de su gracia y encanto, solo tiene “cultura de superficie”: conoce sólo un poco de cada cosa y, verdaderamente, nada en profundidad.

Para cerrar dignamente este material, lectores atentos, hace falta una frase con mucho sentido y verdad. Pero, por más que se ha buscado, no surgió.

Habrá que tomarla, con su propia discreción, prestada de alguno de sus guiones.

O, mejor todavía, pedírsela. Tal vez de esa pregunta le surja un tema para una nueva película.

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