CARTA DE LECTORES

Carta de Lectores 12 de abril de 2020 Por REDACCION
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"Nos ha cambiado la forma de vivir y tenemos que cambiar la forma de morir"
La frase del título pertenece a Alfredo Gosálvez, secretario general de la Asociación Nacional de Servicios Funerarios de España, y resume la realidad difícil y dolorosa de tener que despedir un ser querido en medio del aislamiento que nos impone la pandemia.
La enfermedad que nos acosa obliga a cambiar profundamente los rituales con que enfrentamos la muerte. Cambian los modos tradicionales a los que estamos habituados y estos cambios plantean una exigencia emocional mayor para elaborar la situación de duelo sin los recursos que contribuyen a mitigarlo.
Los rituales son procedimientos que tienen una fuerte carga simbólica que posibilita la expresión de sentimientos y pensamientos en relación a los hechos significativos que marcan la vida de las personas. No hay hecho importante en la vida de la gente que no esté significado en una ceremonia predeterminada: bautismos, confirmaciones, casamientos, graduaciones, premios y castigos todos tienen su liturgia.
Los rituales frente a la muerte, como caso particular, son tan antiguos como el hombre, existen en todas la culturas bajo las formas más disímiles y su comienzo se pierde en la nebulosa de la prehistoria. Algunos sostienen que es precisamente algún tipo de ritual frente a la muerte lo que define entre otras cosas la condición humana. El hombre es el único que llora a sus muertos y guarda memoria de ellos por el resto de su vida.
El velorio, el cumplimiento o no de algún rito religioso, el acompañamiento final al cementerio es un procedimiento para despedirnos de la persona que muere.
Abrazarnos con amigos y familiares, sentirnos acompañados por otros que sufren y se conduelen por la pérdida, acercarnos al féretro, ver y tocar por última vez al que se está yendo son los pasos que damos para iniciar el duelo, reforzando el principio de realidad que confirma que el otro realmente murió.
Si las circunstancias obligan a prescindir de estos pasos, si el riesgo de contagiarse y de expandir la enfermedad nos imponen una supresión del ritual y su reemplazo por un procedimiento más austero, más pobre, cargado de otros simbolismos que refuerzan la negatividad y el dolor, entonces tendremos que encontrar otras maneras de tramitar el sufrimiento.
De las muchas acciones que articulan el ritual frente a la muerte la más importante es hablar. Las palabras, decía Kipling, son la droga más poderosa inventada por la humanidad.
En los velorios hablamos. Hablamos del muerto, de sus virtudes, contamos anécdotas de todo tipo algunas graciosas que nos sacan una sonrisa, otras curiosas, otras dolorosas, secretas o conocidas por todos. Este “parlare” es el procedimiento más común y permite despedirse del difunto como si se fuese yendo lentamente. No es raro que en esas conversaciones sigamos hablando del fallecido con los tiempos verbales que usamos para los vivos. “Juan siempre me dice”, perdón, me decía.
La charla que pone en palabras al otro, al muerto, nos ayuda a aliviar nuestro sufrimiento, nuestra culpa por seguir vivos o por no haberlo acompañado lo suficiente en sus últimos momentos.
La imposibilidad de cumplir una parte del ritual, el velorio, el encuentro con familiares y amigos, no nos impide hablar. La tecnología abre la opción de iniciar un intercambio con los más cercanos, contarnos cosas, intercambiar fotos y videos, presentificar al que se fue como una manera alternativa de despedirnos privados de su presencia final. El muerto debe quedar anudado a la trama de una historia que nos ayuda a mitigar el sufrimiento.
Muchas veces tenemos con los muertos asignaturas pendientes. El abrazo que no le di, la ayuda que no le presté, las cosas que no le dije, el perdón que nunca le pedí. No es bueno quedarnos con esto como un peso que nos daña. Escribámosle una carta. Una carta donde le decimos todas estas cosas. Una carta que nunca vamos a mandar pero que es otro modo de ritual de despedida que alivia el sufrimiento.
Cuanto todo esto pase -tarde o temprano volveremos a nuestra vida normal-, si tenemos la necesidad podremos realizar el ritual que hemos postergado. Una misa en memoria del difunto donde concurre toda la familia y los amigos, una visita al cementerio con los más cercanos, una reunión familiar para comer las cosas que al muerto le gustaban y recordarlo con menos tristeza.
Tal vez tengamos que ponernos en el lugar del que murió y preguntarnos que querría él para nosotros. Con seguridad desearía que sigamos vivos y en lo posible, felices. No deberíamos decepcionarlo.

Héctor Sierra
Psicólogo - Director de la carrera de Psicologia en la UCES
DNI: 8.280.310

REDACCION

Redacción de Diario La Opinión de Rafaela
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