Mi barrilete de papel de diario

Información General 04 de abril de 2020 Por Orlando Pérez Manassero
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ILUSTRACION OPM// COMETA.// Una evocación de la infancia.
ILUSTRACION OPM// COMETA.// Una evocación de la infancia.
El escriba maestro Edgardo Peretti me hizo recordar en su nota evocativa a aquel que fue en mis tiempos de niño - década del cincuenta - el número uno de los pegamentos; el engrudo. ¿Que hubiese hecho sin él? ¡nada!... por ejemplo jamás habría tenido un barrilete. Porque a los barriletes no me lo compraban, tenía que hacerlos con mis propias manos. Como muchos chicos de entonces dominaba, diría que al dedillo, esa técnica aeroespacial pero penaba cada vez que los hacía debido a la falta de ciertos elementos esenciales (llámese papel e hilo). Sabía entonces por adelantado que durante la construcción tropezaría con esa dificultad y que debería improvisar algunas cosas apelando a ciertos materiales que sí estaban a mí alcance.
Sin que hubiese un aviso ni escrito ni hablado llegaba - y todos lo sabíamos - el tiempo de remontar barriletes (o cometas como decía mi viejo). Guardaba trompos y bolitas y sin que mi madre se diese cuenta sacaba del cajón del aparador de la cocina el cuchillo más filoso y partía. A orillas del canal sur, detrás de la Curtiduría Castellano, a unos doscientos metros al este del boulevard Centenario (hoy H. Yrigoyen) y de “La montañita” (hoy plaza Sgto. Cabral), estaba el cañaveral. Allí mi experta mirada saltaba de caña en caña rechazando aquellas verdes o torcidas hasta dar con la ideal, la seca, la recta, la dorada caña que encajaba con mi proyectado aparato volador. De vuelta al hogar con ella al hombro me instalaba en el galponcito de chapas de cinc del fondo del patio, fiel testigo de tantas “invenciones”, y daba comienzo a la tarea. Una decisión importante, eso antes de cualquier acción, era determinar la forma del barrilete... podía hacer un cuadrado con dos cañas iguales o un rombo con una más larga que la otra, un hexágono de tres cañas o uno redondo de cinco o quizás un medio mundo y media estrella. ¡No!... mejor una estrella con flecos zumbadores. El cuchillo cortaba bien y pronto obtenía unas largas varillas de caña. ¿Qué diámetro le daría a la estrella?... un rápido cálculo basado en el sistema métrico de manos me decía que sería de cinco cuartas con los dedos bien extendidos. Cortaba entonces cuatro varillas iguales de esa medida a las que debía atar entre sí en su justa mitad. Para determinar ese centro medía dos cuartas y cuatro dedos y en ese punto, con una piola extraída de una bolsa de carbón, ataba fuertemente todas las cañas cuidando que sus ocho extremos quedasen equidistantes entre sí. Seguidamente tallaba en las puntas y un poco más abajo de cada caña unas muescas donde aseguraría el hilo que daría forma al aparato. El esqueleto estaba listo.
Luego de unos días de ardua tarea diplomática (más portarse bien, hacer los deberes y en mi caso memorizar las tablas de multiplicar, cosa que nunca logré) conseguía que la vieja comprase en el almacén de Pelosi un rollo de hilo fuerte, de esos que usaban los carniceros para atar chorizos, bajo la consigna de que debía servirme de él hasta la mayoría de edad. Ahora sí: unía las cañas por sus extremos atando un hilo a las muescas interiores de las cañas y otro por las muescas exteriores, conformando dos círculos concéntricos. Fijaba luego otro hilo que iba alternando de una punta de la caña a la mitad del espacio entre ellas anudando allí y continuando hasta la punta de la caña siguiente obteniendo así las que serían las ocho puntas de la estrella pensada. Siguiente problema a resolver; el papel. Dos o tres intentos de convencer a mamá explicándole que en la librería Colombo vendían papeles livianos de hermosos colores para barriletes fueron rechazados con el argumento de que no iba a ir al centro por este mes y menos para comprar un papel que valía más de sesenta centavos cada hoja. ¿Que quedaba por hacer?... buscar un diario “La Opinión” de la semana pasada cuyas páginas tipo sábana debían alcanzar para cubrir el esqueleto de cañas e hilo. Otra vuelta por la cocina permitía volcar en una vieja latita ovalada de Sardinas Nereida cuatro o cinco cucharadas soperas de harina blanca. La técnica para obtener un buen engrudo dependía de la cantidad de agua a agregar a esa harina. Poca agua la dejaba espesa y grumosa, con mucha quedaba chirle, chorreaba y mojaba demasiado al papel rompiéndolo. Gota a gota, revolviendo la mezcla con el dedo se podía captar el momento en que el pegamento tenía la consistencia exacta que el barrilete necesitaba. Extendía seguidamente en el piso las páginas dobles del diario, colocaba el esqueleto sobre ellas y notaba que, a pesar de su tamaño sábana… no alcanzaban. Primera intervención del engrudo pegando una tira más de papel y no importaba que el título “Pullas y otras Yerbas” quedara perpendicular al resto de los textos, eso no alteraba la función a la que iba a ser sometido el papel. Tijera en mano (la única del costurero) cortaba entonces el diario dos dedos más grande que el contorno estelar, embardunaba esa pestaña con engrudo (usando el dedo índice) y la doblaba pegándola sobre el hilo interior. De dos bolsas usadas de papel marrón provenientes del almacén surgirían los flecos que, previamente engrudados, se adherían al hilo exterior. Y allí estaba ¡una estrella en todo su esplendor! Había que dejarla secar hasta el día siguiente así que era el tiempo de preparar la cola del barrilete. Una media de mamá con los puntos corridos, y otra de papá con dos “papas” en la punta y un agujero en el talón, un pedazo de soga descartado y una tira de bolsa de arpillera eran anudadas entre sí para dar por hecho el adminículo. Al día siguiente venía la delicada tarea de atar los tres tiros que debían medir exactamente el mismo largo, uno partiendo del centro y los otros de las puntas de las cañas superiores. Otro tiro en la parte inferior recibía el nudo que soportaba la cola de trapos. Glorioso era el momento en el que el extremo del hilo choricero - que había arrollado en forma de huso en torno a un palito - se ataba al tiro del centro para dar por terminada la obra.
La verdad sea dicha… resultaba un poco pesada la estrella. Solo restaba esperar un día de viento, de viento bien fuerte, mirar que en el campito de enfrente no hubiese algún chico con un barrilete de papel especial de colores (para no darle envidia) y correr y correr para que el barrilete de papel de diario se eleve llevando por fin sus atrasadas noticias hasta el cielo.


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