En “356” le servían un café

Información General 15 de febrero de 2020 Por Edgardo Peretti
La consabida leyenda urbana habla de un boxeador/actor que se quedó perdido entre las butacas del viejo Cine Colón y terminó siendo un ignoto vecino de la ciudad. Sólo este humilde escrito da cuenta de ello; el resto, solo tendenciosa nostalgia.
ARCHIVO LAS PRUEBAS. Lovell ante Ken Norton. Esto si fue real. Tapa de “The ring” (Abril 1976)
ARCHIVO LAS PRUEBAS. Lovell ante Ken Norton. Esto si fue real. Tapa de “The ring” (Abril 1976)
Algunos poetas clásicos contemporáneos hubiesen dicho que la tarde se agotaba en sus soles y prolongaba las primeras sombras hacia las veredas, minimizando voluntades a medida que se escapaba el día. Algunos. Los que estábamos allí, como espectadores de ocasión, no tendríamos grandes aportes en la materia; en ese tiempo, la ansiedad de los jóvenes años le ganaba casi por obligación a la nostalgia. Era muy temprano para vivir con otras angustias que no fuesen las de la juventud. Eran tiempos duros. Y no lo sabíamos.
Era octubre de 1977. La barra se había dispersado entre la colimba novedosa de los 18, los que se habían ido a estudiar afuera y los que se habían quedado porque no tenían otra opción, el glorioso tiempo de la secundaria normalista se convertía en recuerdo y temprana lágrima. Y no lo sabíamos.
El grupo se había reducido en mitad casi exacta y debatía el tema del día en una de las mesas de “356” con cierta displicencia aunque con la sabiduría inexistente de los años escasos. Esa tarde (un martes) habíamos asistido a una función extra (extraordinaria, podríamos decir hoy) de la película “Rocky”, que – como un aporte atípico- se exhibió a la 1 de la tarde, y con precio especial a liquidación. Es que la cinta en cuestión había sido un éxito que se consumió toda la programación de la semana (jueves, viernes, sábado, domingo y lunes a las 21, con familiar de domingo y trasnoche de sábado) del cine Colón. Más no se podía pedir… ¿o sí..?. Claro: martes (día sin función, al igual que el miércoles) a la primera tarde, porque al día siguiente el material se debía remitir a San Francisco.
La función fue un éxito. Estaba a pleno la vieja sala de la calle San Martín, donde había cantado Gardel-Razzano por última vez, con todos los vagos posibles que se habían rajado de clase por ese día inolvidable, si hasta las mesas de hongo y billar de “La Gloria” estaban desiertos.
Esa convocatoria fue con una sola película en lugar de las dos habituales en cada programa. No importaba! Era ambiente de ruido, de estudiantina, de bochinche. Pasaban cosas en la Patria en ese entonces. Pero en mi pueblo muchos no lo sabían.
La reunión fue apoteótica. Las viejas tablas del piso se convirtieron en un tambor batiente cuando Stallone corría por el puerto y estallaba todo cuando levantaba en la cima de las escalinatas de su ciudad; ni qué hablar cuando sus mamporros lo dejaban sangrante a Apollo Creed. Antes hubo comentarios de alto tono cuando el púgil rechazaba el amor de su novia con la excusa que estaba entrenando. Aquí fue “Botiquín” (sobre quien ya volveremos) quien dijo que la chica era la menor de los hermanos Corleone, que eran todos mafiosos, pero nadie lo escuchó. Faltaba lo mejor.
La copia estaba gastada de tanto uso, golpeada como la cara de los boxeadores. La pantalla se ponía blanca y la cinta se cortaba entre round y round. La apoteosis del ring de Ben Hur se trasladó al cine; muchos creímos que era parte del libreto, sin saber que era la ficción que superaba la realidad. No importaba, el final tuvo al público de pie y la ovación que se ganó Rocky se escuchó en todo el pueblo. Qué pelea!
Qué película. Que tiempos!
Y así volvimos a “356”, con la tensión al mango y deseos de paz, que llegue el gong, que pongan los banquitos; igual que el italiano/yanqui, ya habíamos ganado. Emotivo.
De más está decir que el costo de la entrada se llevó nuestras monedas, así que – como siempre- la solidaridad de Mario Sassia, mozo de la casa, nos salvó de la inanición: “no me digan nada, Paraná con boya para todos???”, dijo el hombre que nos conocía desde siempre, graficando el aporte gratuito para sus habitués: agua con hielo y gratis!
Estábamos en eso, debatiendo la nada y un poco, cuando apareció “Botiquín”, que estaba con nosotros en el cine y se había ido. Traía un par de papeles de colores en sus manos. Se sentó, tomó agua y marcó la pausa.
Hay que citar que le decíamos así porque un gringo que era empleado de su viejo en la ladrillería familiar que estaba en el barrio Güemes, trataba de llamarlo por el apodo familiar de “Chiquitín” y lo que le salía, en un cocoliche poco identificable era “vo’cciquitien”, algo que fonéticamente sonaba más parecido al “Botiquín” traducido por la familia. Y así le quedó.
El caso de este pibe es que siempre estaba con la barra, pero nadie sabía dónde estudiaba ni de qué cuadro era. Estaba y punto. Y como le gustaba el boxeo, no faltaban sus citas y aportes; fue el primero en hablar de Hugo Villarruel, de “Martillo” Roldán o del “Chita” Benítez, además decía conocer al “Negro” (José María) Flores, como su logro mayor.
Mientras se consumía la segunda jarra de agua (esta vez proporcionada por Roly Sassia), y como las pibas de Comercial no aparecían, “Botiquín” expuso la revista que había traído: era un ejemplar de “The ring” que le había mandado un primo cafishio que vivía en Los Angeles. El ejemplar, a color, mostraba en la portada a dos boxeadores, uno negro de pantalones rojos y un blanco de pantalones negros. “Y…?”, preguntó la barra, un tanto molesta por la ausencia femenina y el polvillo que venía de la esquina de Sargento Cabral donde estaban levantando el edificio del Jockey Club. “No vieron? “– dijo el pibe, para agregar con tono académico- “Como se nota que no miran nada!”. Como nadie entendía nada, lo dejaron seguir”. El que hacía de Spider Rico es un boxeador argentino. Se llama Pedro Osvaldo Lovell, es un peso pesado que está haciendo una gran campaña en Estados Unidos…”, dijo. “Ahhh…”se escuchó a coro.
Siguió el académico: “…debutó en 1970, tiene 23 peleas, y aquí es cuando perdió con Ken Norton, en abril del año pasado, su padre fue Campeón Olímpico en Los Angeles y su tío medalla de Plata en Berlín, en 1936…”, concluyó. “Mirá vos…” fue el retruque, poco interesado, por cierto ya que se venían las pibas que salían de la Comercial, como ya dijimos y que – como diremos- no nos daban ni cinco de bola.
Allí apareció el tipo. Era un grandote de pelo con rulitos que siempre se sentaba en la vereda y pedía que le sirvan un café. Era obvio que había escuchado nuestra conversación, pero no importaba, si nadie lo conocía. El hombre pagó la consumición y al pasar a nuestro lado, se detuvo un instante, puso el dedo sobre la revista que aún estaba expuesta en la mesa y muy firme dijo: “Era empate, Norton no me ganó”. “La barra no prestó mucha atención, “Botiquín” se quedó boquiabierto y el fulano se alejó hacia la esquina de la obra donde se lo tragó el polvo de la obra.
Pasaron muchos años. Casi medio siglo. “Botiquín” se fue muy joven y ojalá esté en su mundo de sueños del boxeo. El querido “356” sigue firme, aunque haya partidas que duelen; hasta el túnel de “Aranjuez” es historia. Y nosotros somos grandes, o viejos. Como se elija.
En honor a “Botiquín”, una vez hice una pequeña pesquisa por el tipo ese de nariz de boxeador, creo ahora que tenía. No encontré nada, aunque el taxista “Panchito”, que tenía parada en el Hospital me dijo que él lo llevaba a una pensión de Villa Rosas y que el hombre le había contado que se había perdido en un cine, que se lo olvidaron y que nunca se animó a irse. También lo llevaba al centro, a “356”, donde le servían un café.
También volví. Como tantas tardes. Como tantas veces, a las mesas que nos vieron crecer. Por supuesto, no estaba. El almanaque suele hacer de las suyas, aún a los que escribimos historias como estas, que pocos leerán y, casi, nadie creerá.
EDP -Entrando a Aranjuez, 2019. (Quizás saliendo…) 

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