SENSACIONES Y SENTIMIENTOS

Sociales 28 de enero de 2020 Por REDACCION
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DISCRIMINAR
De todas las actitudes negativas en que solemos incurrir los andantes en dos pies, hay una de la cual no sabemos muy bien si es causa o consecuencia de las demás. Pero, de todos modos, sola ya es suficiente como para producir abundante daño.
La discriminación
Académicamente definida como “Dar un trato diferente a personas que merecerían recibir el mismo trato que otras de su género y que supone beneficiar a unos y perjudicar a otros sin más motivo que la diferencia de raza, sexo, ideas políticas, religión, etc”
Entre sus parientes cercanos podemos mencionar la envidia, el complejo de inferioridad, la falta de la preparación comparándose a otros que sí están capacitados, y el temor -cuando se quiere quedar bien con todos- a definir una opinión que dejará expresado un compromiso, o cuando preferimos expresarnos desde las cómodas sombras o el neutro silencio.
Los discriminadores difícilmente pueden hacer un reproche objetivo y claro de quienes ha discriminado ¿Será por falta de valores y capacidades propios que los hagan destacar por sí mismos? Verdaderamente, si fuera así ya estaría definida la hermética y egoísta naturaleza de la discriminación.
Pero hay más para decir acerca de la negativa y contagiosa influencia de su negatividad, y aquí se encuentra un peligroso efecto: el discriminador necesita que la persona a quien intenta perjudicar cese en su acción positiva (al destacarse por sí misma, le está “haciendo sombra”) y, también, porque quisiera que deje de ocupar ese lugar en el área de acción donde él quiere destacarse y no puede. Porque los méritos del discriminado están “demasiado” a la vista, habiéndolo convertido en necesario. Muchas veces más aún: imprescindible.
La discriminación es siempre activa; alguien debe justificar ante los demás su actitud reticente a aceptar la presencia o acción de quien se ha destacado. Y como no encuentra razones objetivas, ensaya otras -en las que no cree ni tampoco verdaderamente son descalificadoras- , y las expresa en voz alta y clara (“no es de los nuestros”, “no se le puede hablar”, “es reglamentarista”, “tiene aparente superioridad”).
Por supuesto, con ese claramente definido criterio de clasificación por clase social, quien pretende discriminar tendrá siempre presente los privilegios de cuna en su favor, olvidando que muchas veces la preparación y conocimientos conseguidos por los de origen o clase “inferior” también los hacen merecedores de ser respetados como pensantes y desarrollados.
Claro que la superioridad, como idea abstracta, existe: se debe valorar el intento de superación personal. Quienes han profundizado en temas específicos conocen más que los que no lo hicieron, y hay que reconocérselo. El camino contrario es tratar de apartarlos mediante la discriminación, sea ésta por origen, “contactos”, situación económica o mediante cualquiera de los tantos modos de justificación que proveen los prejuicios.
Si se lo analiza a fondo, discriminar es el modo más visible –y notoriamente eficaz- de admitir la superioridad del ninguneado respecto del discriminador.
Estamos incluidos en un conjunto total, con distintas características personales y sociales y obligados a convivir integrados y respetándonos con cualquier color de piel, creencia o ideología.
No asumirlo así llevará al estancamiento social. Que es también atraso, cuando la escasa razón para ejecutar la discriminación es solamente “porque sí”.

REDACCION

Redacción de Diario La Opinión de Rafaela
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