Sensaciones y sentimientos

Sociales 19 de noviembre de 2019 Por Hugo Borgna
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LA OPINION DE LOS DEMÁS
Una historia (no importa si es o no verdadera) dice que un padre y un hijo llevaban un burro a un pueblo vecino. Habían hecho cien metros, estando el padre sobre el burro, cuando escucharon “¡qué egoísta, hace caminar a su hijo!”. Le importó al padre conocer ese pensamiento y, para complacer a la gente, bajó y lo hizo subir al hijo, con el resultado de que metros más adelante percibió el comentario de que el hijo por su comodidad sacrificaba al pobre padre. Los dos, preocupados por la imagen ante los demás, subieron al burro. Habiendo avanzado solo un poco, les llegaron nuevas y severas voces: “¡qué abusadores! ¡Son demasiado peso para el burro y no les importa!” Se miraron un momento, ellos querían tener la aprobación de todos. Bajaron del burro y caminaron los tres a la par. Se sintieron bien y convencidos de haber dado fin a una situación que los estaba incomodando demasiado, cuando ya casi en la salida del pueblo oyeron claramente a la gente decir que eran unos tontos por tener un burro a disposición y no usarlo.
Disculpen, lectores atentos, por no decirles el final de la historia. Es que, como en muchos casos, ni siquiera se sabe si terminaron allí los hechos.
Nos preguntamos si no vamos también por la calle con un burro a la par -o arriba de él- pero reemplazamos al cuadrúpedo vehículo por actitudes similares.
Vamos a explicarlo mejor: habitamos una sociedad con personas y personajes diversos, cada uno con su diferente modo de interpretar lo que acontece a su elástico alrededor. Somos alternativamente el que ejecuta los actos, o el que los percibe. El que solo los mira tiene un beneficio: no siendo el centro de atracción, es libre de opinar acerca de los que sí los concretan.
¿Ejercen su libertad el padre y el hijo? ¿O responden mecánicamente a estímulos exteriores?
Los que no ejecutan, como si conocieran el ejemplo ya expresado, están muy atentos. Como no desean recibir reprobación por sus dichos o actos, antes de hacer o hablar adoptan actitudes ambiguas o se expresan de modo que no se note su intención o –lo más seguro y redituable- directamente no abren la boca (y sí los ojos y los oídos) hasta no estar seguros de entender adonde apunta lo que quieren expresar los que hablan y, de paso, se reservan el derecho de aprobar, disentir, ignorar o callar al respecto; asumen que la boca cerrada previene de varias cosas más que de la entrada de los insectos al cuerpo.
Otra situación es la que adoptan los que opinan con transparencia y claridad sus ideas, aunque tomando la precaución de no lastimar a los que suponen que puedan pensar en otra dirección: saben que así instantáneamente generarán amigos o adherentes y -no necesariamente- enemigos entre los de distinta opinión. Al mismo tiempo fundamentan, enriquecen el tratamiento de cuestiones “difíciles” y, finalmente, ganan la batalla contra la incomunicación.
Todos tenemos un modo de ser propio que nos identifica y clasifica ante nosotros mismos. La personalidad, ejercida sabiamente, es una virtud que siempre termina acercándonos. Sería interesante que nuestros compañeros de sociedad la conocieran lo más claramente posible. Viviríamos mejor sintiendo que dejamos ecos en los demás y que hemos incorporado los de ellos.
Es un poco un camino que, si bien no asegura por sí solo la felicidad, al menos nos quita de encima la molesta sensación de estar solos.





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