En busca de… Roberto Emilio Goyheneche, testimonio

La Palabra 26 de octubre de 2019 Por Raúl Vigini
Para fraseando No es sencillo definirlo como cantor porque atravesó límites insospechados con su estilo. Lo mejor es preservar la imagen que de él tiene cada uno de los que lo escucharon, conocieron, disfrutaron, y eligieron como intérprete de culto como sigue siendo hasta el presente. Su hijo lo acompañó en la profesión y recuerda de esos tiempos los acontecimientos vividos que incluyen los momentos más difíciles y aquí comparte con LA PALABRA.
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archivo La Palabra Estar de guardia: Su esposa Luisa y su hijo mayor Roberto entre recuerdos

LP - ¿Dónde estamos?

R.G. - Estamos en la casa de mi abuelo materno. Mi mamá les compró la parte a sus hermanos, se construyó a nuevo, y ya lleva sus años. Acá se casó mi mamá, seguimos viviendo nosotros y aquí estamos. Mi padre nació a pocas cuadras de acá en Avenida del Tejar -hoy Ricardo Balbín- esquina Iberá. 

LP - ¿Qué les contó su padre a ustedes, de su infancia?

R.G. - Fue dura para él. Porque el papá falleció siendo él muy chico. Y de pibe cantaba siendo menor en la orquesta de Raúl Kaplun. Trabajaba en los cabarets y lo encerraban en un cuartito porque a esa edad no podía estar en la sala. Lo sacaban cuando tenía que cantar y lo metían otra vez en ese cuarto. Después Kaplun lo acompañaba en la parada del tranvía y en la otra punta del recorrido lo esperaba la abuela, su madre. Después manejó el colectivo, luego el taxi. Trabajaba en la línea diez que después pasó a ser la diecinueve cuando era la Corporación. Yo me acuerdo del taxi, pero no lo vi en el colectivo.

LP - ¿Y la época de oro como cantor cuándo se da? 

R.G. - Para mí la mejor época es después de estar en la orquesta de Aníbal Troilo. Cuando pasa a ser solista. Cuando el Gordo le dice: “hay que irse de la orquesta”. Cuando le preguntó por qué, le respondió: “porque usted está mereciendo una plata que no le voy a poder pagar, pero vamos a trabajar juntos, eh?”. Y fíjate que es el único tipo que hizo tres discos larga duración con el Gordo, de solista. Troilo era mi padrino, un tipazo. Siempre decía que hasta los diecisiete o dieciocho años las cuerdas no están formadas, entonces si las estrangulás de pibe, las rompés todas. Mirá qué grandeza. Y esa época de solista de mi padre fue la mejor época. Y los tres mejores discos fueron los tres con Atilio Stampone. Vuelvo a repetir que eso es a mi entender. Sin descartar lo de Raúl Garello, lo de Típica Porteña.

LP - ¿Tuvo herederos en la música y en el canto?

R.G. - Mi hermano canta, pero tiene una contra, se llama Goyheneche. Y la gente te compara, aunque no tiene nada que ver uno con el otro. Un día estábamos haciendo un homenaje en el Teatro San Martín, y estaba conduciendo mi gran amigo que desgraciadamente no está que es Juan Alberto Badía. Lo estaba escuchando a mi hermano y me dice: “si no se llamara Goyheneche voy con todos los boletos ahí”. Mirá lo que dice este señor… La bisnieta que no conoció mi padre, también canta, pero es chica todavía.

LP - ¿Qué apreciación tuvo el Polaco de su carrera artística?

R.G. - Siempre decía una cosa muy sencilla: “Hago lo que a mí me gusta y además me pagan por eso”. Era muy cuidadoso de su carrera, muy cuidadoso de su repertorio. A él no le ibas a imponer un tema, los elegía. 

LP - ¿Cómo era el carácter?

R.G. - Con su trabajo muy rígido, muy estricto. En casa era papá.

LP - ¿Con qué se enojaba? 

R.G. - Con las cosas injustas. El defendía los amigos a muerte. Pero que no lo defraudara un amigo. Los amigos eran sagrados. Creo que fue un tipo que nunca supo lo que llegó a significar para la gente. Y mirá lo que te digo: cuando lo internamos, estábamos en el sanatorio y nos fuimos a medianoche a casa para buscar las cosas y poder volver ahí. A las dos de la mañana suena el teléfono, nos llaman del sanatorio Anchorena, vamos de nuevo, y nos piden veinte dadores de sangre para ese día. A esa hora llamé a un par de radios desde casa. Volvemos al sanatorio a las cuatro y ya había gente haciendo cola. Viene el jefe de hemoterapia a las diez de la mañana a decirnos “¡basta! Vinieron más de doscientas personas”. Y le dije que no podía controlar a la gente, solo me limité a hacer el pedido por los medios. A las cinco ya estaban los móviles en el sanatorio, la calle cortada. El día que fallece papá, estaba con mamá en el sanatorio -teníamos una habitación ahí para acompañarlo los sesenta días que estuvo internado- y nos avisan de la noticia. Bajé a avisarle a los medios, subo y pensábamos dónde velarlo. Entra un amigo del barrio y le pedí que vaya al Club Platense a preguntar si lo podíamos velar en el club de mi padre. La confitería del sanatorio estaba que explotaba, y llega el edecán presidencial a ofrecer como sugerencia, el Concejo Deliberante para velarlo con los honores de Ciudadano ilustre. Pensamos con mamá que tenía razón porque mi papá era nuestro pero el cantor era de todos. Ellos se encargaron de todo. El primero que visitó la capilla ardiente fue el presidente de la Nación. Llegó el momento de llevarlo al Cementerio de la Chacarita. Viene el jefe de seguridad y me avisó que había llegado un cura para darle el responso porque en Chacarita no se podía entrar a la capilla debido a la multitud que se había congregado. Bajo y veo un mundo de gente, llegan unos taxistas a decirme que estaban todos los muchachos de Saavedra y Coghlan con los taxis a disposición para llevar a la gente gratis. El protocolo lo aceptó. Llega el momento de bajar el ataúd de la Legislatura por la entrada principal en Diagonal Sur, eran dos escaleras y un mar de cabezas que no se veía la calle. Un pasillo, el auto, y toda la gente aplaudiendo. Más de diez motos de ceremonial de la policía abriendo camino, toman Corrientes contramano, en todas las esquinas tirándole flores. Miraba eso y decía no puede ser el cariño de la gente con este tipo. Sabía que era un grande, pero nunca de tal dimensión. El se fue sin saber también la envergadura monstruosa que tenía. Fijate que eso sucedió hace veinticinco años y sigue tan vigente como cuando estaba. En un momento del velatorio de madrugada, veo un conocido mirando el cajón, voy saludarlo y era el periodista Armando Rolón, y me dice: “por fin los argentinos vamos a poder decir que Gardel murió en la Argentina. ¿Sabés qué pasa Roberto?, todos tenemos techo en la vida hasta acá llegamos, pero estos escarban, lo pasan, son los inmortales, no estarán físicamente, pero van a estar siempre presente”. Y yo lo veo cada día más vigente.

LP - De los cantores populares de alta trascendencia como su padre, se cuentan historias fabuladas que no tienen que ver con la verdad. ¿Qué hay en la del Polaco para desestimar?

R.G. - Se dice que nació en Entre Ríos. A mamá, que gracias a Dios la tengo en vida, la abuela le contaba que pasó los nueve meses en cama porque éste le pegaba patadas y no la dejaba mover, así que esa fábula de que la madre viajaba en tren no fue. Entiendo el fanatismo, que lleva a muchas cosas. Me mandaron tierra del lugar, una enfermera habló diciendo que había atendido a mi abuela, mentira. Un periodista dijo: “Porque el colorado…”. No, el Polaco no era colorado, era rubio. En lo artístico no se han metido mucho con él. Un cantante dijo un par de estupideces y lo demandé. Dijo que se drogaba con Goyeneche, pero después que mi padre murió. ¿Por qué no lo dijo antes que se podía defender? Y que lo compruebe. No digo que sí ni que no porque no puedo asegurar lo que no he visto. Pero que lo compruebe si lo dice.

LP - ¿Qué significa para usted llamarse como su padre?

R.G. - Un orgullo, una responsabilidad. Cuando digo mi nombre me miran. Llevarlo es una responsabilidad muy grande porque tenés que cuidarlo mucho, porque todo lo que hizo el viejo no lo puedo tirar por la borda. Estando en Japón, él me dice: “mirá que vos son tan popular como yo. Fijate, que en un boliche, cuando entro me hacen una radiografía, pero cuando entrás vos también y miran lo que hacés y lo que no hacés”. Y con el paso de los años me voy dando cuenta de lo que me dijo. Y que es así como él me decía. Y te juro que cada día más. Lo lindo es que tengo el orgullo y la satisfacción de que las puertas que él me dejó abiertas las sigo manteniendo abiertas. El flaco tiene luz propia, y yo le tengo la escalera para que no se caiga.

por Raúl Vigini

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