Los años cincuenta; un día en el barrio de los repollos

SUPLEMENTO RAFAELA 24 de octubre de 2019 Por Orlando Pérez Manassero
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Parece mentira pero ya pasaron dos años del inicio de la década de los cincuenta. La calle General López frente a mi casa muestra un espeso colchón polvoriento dado que hace rato que la tierra no se ve favorecida por un buen aguacero. Por suerte el incesante tránsito de jardineras y carros no produce la polvareda que sí levantan los dos o tres automóviles que saben pasar - a veces - en el día. La zanja está repleta de yuyos que casi llegan a ocultar el puentecito de madera que tiene la casa para acceder a la calle y la única sombra bajo la que puedo mitigar en algo el calor reinante es la de los tupidos ligustros que bordean la vereda de ladrillos. Las casas de la cuadra son pocas porque ocupa buena parte de ella la quinta del “nono” Tuñin quien, en un cuarto de manzana, pala, zapín y rastrillo de por medio, cultiva toda clase de hortalizas en prolijos canteros humedecidos a pura regadera. Además cuida de distintos árboles frutales y de largas parras de uvas blancas y negras mientras la “nona”, no menos trabajadora, saca agua del pozo, lava la ropa en grandes piletones de cemento, ayuda en la quinta, da de comer a sus innumerables gallinas ponedoras y sabe preparar una tan abundante como espesa polenta en su olla de bronce que corta en trozos con un alambre y es el plato con que alimenta habitualmente a los suyos. El “nono” Tuñin ya tiene su espalda curvada de hacer día tras día y por tantos años esos trabajos pero no es cierto que piensa exclusivamente en los repollos como cree la gente que hacen quienes viven en este barrio, el más viejo de la ciudad, el “Barrio dij Coj”, el barrio de los repollos, el de la Placita Honda, el barrio “Recreo”, el mismo que hace dos años bautizaron San Martín. Es que sus habitantes tienen cosas mucho más importantes en que pensar… como yo que, con diez años y en un día sin escuela “25 de Mayo” del severo maestro Verdú (por no sé qué conmemoración escolar) no me encuentro ni remotamente pensando en repollos sino en cómo sobrellevar el tedio de este imprevisto feriado (tengo prohibido ir al parque, frente a la placita, por no saber las tablas de multiplicar). Creo que lo más probable que haga en las próximas horas va a ser esperar el diario desfile de quienes reparten su mercadería puerta por puerta a los vecinos. ¡Vaya diversión!...
Media mañana… efectivamente ocurre lo previsto; se termina el aburrimiento cuando aparece en la esquina el carro del carnicero y me obliga a entrar en actividad; voy corriendo a llamar a mamá antes que él se detenga frente al puentecito.
─ Buenos días doña Yolanda ─ dice el hombre de finos bigotitos, de gorro blanco y delantal, mientras sofrena los dos caballos ─ ¿Que va a llevar hoy para la olla, doña?
─ ¡Buen día, carnicero!... hoy deme un quilo y medio de puchero… ¡y con poco hueso, eh! ─ pide mamá.
El hombre se da vuelta en su asiento y abre la tapa del cajón en el que, pendientes de ganchos, cuelgan los distintos cortes. Coloca un gran trozo de carne sobre la tabla detrás de su asiento y con un serrucho y un cuchillo separa hábilmente el trozo que pesa equilibrándolo en una balanza romana.
─ Un kilo seiscientos ¿no le importa, doña? ─ y ante la aprobación coloca el trozo de carne en la propia cacerola que le acerca mamá.
─ Me alcanza la libreta doña…─ le dice el carnicero mientras se limpia las manos con un enrojecido trapo. Y allí, sobre su rodilla, escribe la fecha, el pedido y el costo del puchero que comeremos al mediodía y a la noche, si sobra. El carnicero devuelve la libreta que, a principios del mes que viene, previa sumatoria, papá habrá de pagar religiosamente. Y se va pero no tan lejos porqué solamente dos casas más allá se detiene para proclamar a viva voz ¡caaaarnicero!
Ahora la espera se hace interminable porque la siguiente visita es muy importante para mí. Al fin aparece… es la jardinera del panadero.
─ Buenos días doña… ¿que lleva hoy?
─ Dos tiras de “Felipe”, y nada más.
Mientras mamá recibe el pan y lo paga con monedas, allí estoy yo mirando con cara de circunstancia al panadero que a su vez me mira de reojo. Después sonríe y abriendo la tapa del cofre que tiene frente a sus rodillas saca un bizcocho espolvoreado con azúcar negra y me lo alcanza.
─ ¡Decí gracias, nene!...─ me apremia mamá pero, por supuesto, no puedo agradecer; mi boca está llena de bizcocho.
─ ¡Mamá, mamá!... el hielero…─ aviso a los gritos cuando, un rato después, el carretón cargado con transparentes barras de hielo se estaciona en la esquina. Hay que ir hacia allá con una bolsa de arpillera mientas el hombre abre las puertas posteriores y saca a medias una barra. Ya sabe la medida, corta con el serrucho apenas una ranura y después, con un golpe seco, desprende el trozo que pone en nuestra bolsa. Ayudo a mamá a llevar la fría carga hasta la pequeña heladera de madera e introducirla en su parte superior. Y lo hago sin dejar de chupar el trozo helado y vidrioso que se desprendió de la barra en el momento del corte.
Después, al mediodía, llega papá quién dispone de una hora apenas para volver a su trabajo. Transcurre el rápido almuerzo cuyo menú casi diario incluye indefectiblemente como primer plato ¡la sopa! seguida por el clásico puchero con papas y una mandarina al final. Se va papá y viene la siesta que no es siesta porque para mí es el tiempo que no transcurre en una cama sino recorriendo los distintos senderos, a esas horas silenciosos y solitarios, de la quinta del “nono” Tuñin inventando extrañas aventuras, ayudando a Flash Gordon a luchar contra Ming con aviones cohetes mezclados con autos de carrera. Son las cuatro de la tarde, ya he comido calientes higos negros arrancados de la enorme higuera que se destaca en un sector de la quinta y salgo a la calle justamente cuando dobla por la esquina el carro jardinera del lechero. Mientras se detiene, aviso a mamá y ella sale hervidor enlozado en mano. Su pedido es de un litro y el lechero toma la lata medidora, la sumerge en uno de los tachos de cincuenta litros que carga atrás y vuelca la medida justa en el recipiente que se le alcanza. Mientras mamá busca en su monedero el pago yo, por centésima vez, leo el cartelito que lleva el carro en sus costados; “Esta leche debe hervirse antes de su consumo”.
Ya es la tardecita, el sol desaparece lento detrás del monte de paraísos que bordea la calle Dante Alighieri. Papá vuelve cansado de su trabajo en la curtiembre y como no me tiene que buscar en las hamacas del parque o jugando frente a la fuente de la placita Honda, considera cumplido el castigo. Será por eso que cuando se oye en la calle el sonido intermitente de una corneta de mano que se acerca le dice a mamá:
─ Comprale un helado al “botija” ─ empleando esa palabra de origen uruguayo que seguramente usaba su padre, mi abuelo oriental. Tirado por un caballo cabizbajo, el pequeño carrito azul y blanco se detiene a instancias de las señas de mi madre.
─ De que gusto lo querés, nene ─ es la pregunta que no puedo responder de inmediato mirando las tantas tapas que guardan tabletas de exquisitos sabores conservadas en hielo.
─ Y… no sé… quiero uno…de…de…chocolate… ¡no, de vainilla! ─ respondo al fin y la señora del carrito me alcanza la amarillenta tableta para después alejarse, una mano sujetando las riendas y la otra apretando repetidamente la pera de goma de la sonora corneta.
Termina otro día en el barrio, se enciende la luz de la esquina y en algún lugar canta un crespín. Los chicos ya no salimos a la calle porque dicen que aparece un fantasma frente a la Placita Honda. A cenar entonces mientras escuchamos en la radio el Glostora Tango Club y luego a dormir. Es que temprano, por la mañana (y por la tarde también) nos estará esperando en el portón de la calle Vélez Sarsfield el maestro Modesto Verdú con su silbato de referí siempre listo para cobrar nuestras inevitables infracciones.
Termino la nota y me digo que sigo viviendo en el barrio de los repollos y que lo escrito sirvió para recordar al niño que fui sesenta y siete años atrás, sin televisión, celulares ni computadoras pero con mucha imaginación y envidiable resistencia a los gérmenes porque, a pesar de esa manipulación de alimentos que hoy horrorizaría a las madres… ¡que felices y sanos éramos entonces los chicos!… ¡no es cierto?.

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