Por REDACCION
Sr. Director:
Hace unos días Rafaela se vio conmocionada por la pérdida de un niño de ocho años; el fallecimiento de Emanuel, víctima de la impunidad y el declive social de nuestro tiempo. Es lamentable que como sociedad se deba reclamar justicia para que estos hechos no sean recurrentes; doloroso que la sangre de un niño clame desde la tierra que estos actos no vuelvan a repetirse; cuestionable si deben seguir aconteciendo estos hechos para que se produzca un cambio estructural político, educativo y judicial.
Hemos llegado al desconcierto de ser testigos de una sociedad que, con milenios transcurridos, siga defendiendo lo indefendible; tenga la necesidad de salir a la calle, luego de una sangre inocente derramada, a pedir en un estridente silencio que cambien las estructuras que nos deberían proteger.
Un giro copernicano en el ámbito educativo y judicial daría grandes aportes, quizá no inmediato, al clima de inseguridad en que vivimos.
Una educación verdaderamente genuina en valores, distanciada de partidismos, ideologías de turno y maquillajes de verdad, aportarían a que un adolescente no manipule un arma como parte de su mismo ser y se arrebate la vida de otros, delinquiendo por doquier bajo la tutela de caducas estructuras que lo protegen en su ilusorio libertinaje para hacerse
dueño hasta de la vida de un niño.
Al mismo tiempo una justicia adecuada a nuestro tiempo no permitiría que quien sea capaz de portar un arma, gatillar y derramar sangre, quede impune por la “gracia” del museo legal que tenemos. Museo legal que aparenta modernidad abrazando las ideologías de turno de colectivos que, una y otra vez, marchan sin descanso para imponer sus maquillajes de verdad y legalizar sus ideas sin mesura; y, al mismo tiempo, museo legal que no vela por los derechos de todos y, evidentemente, no camina al compás de la sociedad de hoy.
Así hemos aprendido que el delito es manipulable, desde los altos cargos hasta en el adolescente del barrio; que la responsabilidad ética y sus consecuencias ante un hecho dependen de la letra legal no sincronizada con la realidad que vivimos. Mientras avalamos la madurez de conciencia para algunos hechos, protegemos el delito bajo el pretexto de la
inocencia e inmadurez afectivo-racional en otros. Esto ha llevado a un estado de anomia, como aquella incapacidad del estado de haber otorgado la estructura social necesaria para que los individuos alcancen el Bien Común; incapacidad lograda por la tutela al delincuente en todos sus ámbitos; anomia que hemos enseñado e instaurado como “derecho” al demostrar a cada ciudadano que cometer un delito, del grado que fuese, es meramente un concepto jurídico manipulable donde la vida del otro no tiene importancia. Anomia que hemos logrado al poner la mirada jurídica en las manifestaciones colectivas y no en el acontecer diario. La justicia como virtud para alcanzar el bien se ha convertido en vicio para tutelar delitos, aspecto que, acrecentando el narcisismo dominante, ha llevado a la insensibilidad social, al
desentendimiento del otro y a una sociedad desprotegida.
Como sociedad necesitamos una justicia independiente, segura en sí misma, cuyo objetivo sea la paz y el bienestar del pueblo. Necesitamos una educación y una justicia que no permitan que un arma llegue a las manos de un adolescente, donde los padres sean responsables y el delito no sea un “trabajo”.
Hoy la sangre derramada clama desde la tierra interrogando a quienes toca normar y poner en práctica las leyes: ¿Dónde está tu hermano?; interrogante que lleva a un comprometer la propia vida para la tutela de los valores y los verdaderos derechos. Interrogante que, al importar el otro como sujeto, hará que no se permitan más estructuras anacrónicas en educación y justicia con fines de no permitir que la insensatez de unos pocos acabe con la inocencia y amor de muchos.
Gustavo Martín Morra
DNI 33.633.393
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