Sociales

Una palabra sin identidad propia

Hay palabras (¡pobrecitas!) que nacen sin el sello propio, gratamente diferenciador, que es la identidad. Ellas, sin embargo, fueron irremplazables durante al menos una generación.

¿Alguien sabe que era, exactamente, “afilar”?

No, estimados lectores, no nos hagan trampa: sabemos de qué se trataba específicamente. Cuando una vecina (siempre las vecinas tuvieron ese protagonismo fundamental en la vida de los demás) le preguntaba a otra ¿Con quién afila tu nena?, recibía como respuesta algo parecido a “Es Miguel, el que trabaja en la zapatería”, y agregaba inmediatamente “¡un muchacho muy educado y trabajador!”

Todo bien, casi perfecto. Pero lo que no quedaba claro es el tipo de relación que había.

¿Se encontraban solo para ir al cine? ¿Se veían en la puerta de la casa, sin derecho a entrar todavía? ¿Eran ya novios, aunque sin pedido de mano? En cualquier caso, la definición, generosamente amplia, servía para todas las circunstancias: ¡la nena afila y dejemos ahí la cuestión!

Todo bien, casi perfecto. Pero: ¿qué afilaba?

Cuchillos y tijeras seguramente que no, porque eso era tarea de unos profesionales callejeros que se caracterizaban por hacer surgir chispas de su taller móvil haciendo que las referidas herramientas corten bifes para el almuerzo, moldes para vestidos y también, con la misma eficacia de tajo, los dedos de las mujeres de la casa.

“La nena” no hacía nada de eso y los cuchillos seguían cortando tan poco como antes de que comenzara la relación. Entonces ¿por qué llamar “afilar” a tener conversaciones muy afectivas con el novio, o muchacho en trámites de serlo? Vamos a intentar una explicación seria y racional.

Aunque no eran visibles, había encuentros cercanos del tercer tipo (en este caso solo si había tenido dos novios antes) en las sombras amigas de la vereda, de donde surgían chispas iguales a las producidas por el especialista en tijeras y cuchillos; por eso vale entonces decir que la nena afilaba.

Luego, al poco tiempo, llegaba la etapa del zaguán, donde si bien seguía habiendo chispas, la madre desde otra habitación ponía empeño (y el oído) para evitar que esas chispas provoquen un incendio, y/o que, en el peor de los casos, las llamas no fueran vistas inmediatamente por los vecinos. Pero como todo eso corresponde a la historia de cada familia y no es de nuestra incumbencia, volvemos a la cuestión de la palabra afilar.

Quizás fue desapareciendo de a poco.

Tan silenciosamente que bastó con que alguien dejara de decirla para que otro empezara a dejar de usarla, y un buen día –o malo para ese uso de alguna manera simpático y familiar de la palabra- por el efecto multiplicador que tienen las células de los cambios, desapareció del menú lingüístico. Ya nadie la dijo. Quedó en el aire de las reservas de la memoria, como la presencia del afilador, que solo fue una imagen representativa de otro tiempo y otras costumbres.

Nosotros, habitantes del mundo, somos lo que fuimos y lo que somos, configuramos una mezcla muy rara que nos alimenta cuando quiere.

Somos el filo de los modos de decir, el vehículo que siempre tiene lugar disponible para nuevos pasajeros del sentimiento. Como el uso de “afilar”, que calló y cayó.

Y se desafiló.

Autor: REDACCION

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