Información General

Si hay compromiso, ¿habrá casorio?

ARCHIVO// UN HALLAZGO//- Fotografía social con el hombre parado y la mujer sentada. Se dice que era una foto del compromiso; en la de la boda, cambiaban los lugares.

En aquellos tiempos en que la forma de comunicarse se ajustaba al diálogo directo, a un teléfono (negro o público), o a una carta, el amor era diferente en sus métodos, aunque no en su objetivo final.
Cuando el noviazgo se hacía extenso (y quería, además, ser intenso), cuando las hormonas estallaban, cuando la paciencia (del padre y la novia) se agotaba, cuando la sangre estaba cercana a la ebullición y los zaguanes ya no contenían, era el momento indicado para empezar a formalizar.
Había que ponerse los largos y tomar decisiones si se quería avanzar y se amaba, por decirlo así. En realidad, es adecuado este momento para dejar en claro que la verdadera estratega del asunto era la vieja, la mamá de la novia, quien dejaba la apretada en manos del marido, pero que era quien hacía el trabajo fino y, definitiva, tomabas las decisiones.
Comunicado el hecho al novio, este no tenía forma de escaparse, salvo tomarse el buque, arriesgando el cuero en manos de los cuñados (por ahora, ad hoc), o de la escopeta del doce grande de papá, siempre cargada y dispuesta detrás de la puerta, por si las moscas.
El primer paso era la fecha (a cargo de la suegra futura), luego la lista de invitados (ídem anterior) y los detalles del ágape, el cual coincidía por esta época con la Nochebuena, “ya que estamos”, decía la citada en primer término.
Por la indumentaria no había problemas, ya que en diciembre y en reunión familiar, con una chomba y mocasines lustrados, bastaba. La que mandaba (a esta altura, con más poder que el gerente global de Bill Gates) programaba una visita a la peluquería y, además, instruía al marido en apelar esa noche a un par de mocasines en reemplazo de las míticas “Boyero” que el viejo no se sacaba ni para bañarse, literalmente.
A esto, los tórtolos acudían a la Joyería “Ric-Ser-Dan” o a “Marcel” donde adquirían las alianzas, las cuales se pagaban en cuotas y se encargaban tras la medida. El vendedor, pícaro y canchero solía decir “¿También quieren el cintillo, no? El tipo apuntaba a la novia porque ya sabía algo del asunto: “…ay, no sé, a vos que te parece, querido?, y la víctima (el novio) quedaba como un duque a diez cuotas mensuales y consecutivas con un módico: “Todo para vos, mi amor”. Estaba al horno.
El compromiso permitiría a los enamorados acceder a derechos tales como ir al cine o al baile sin la mamá o el pesado del hermanito o la prima solterona; incluso posibilitaba un acceso a la mesa de los domingos. ¿El resto? Bueno, cada cual se arreglaba como podía.
Hay que decir que las amistades remitían los regalos a la casa de cada uno de los miembros pareja y consistían en juegos de té (que nunca usaría), floreros, manteles, fuentes decoradas, pocillos “Tu y yo” y hasta ramos de gladiolos, no olvidando los telegramas que remitían los que vivían afuera y quedaban bien con dos mangos; además, ni los habían invitado!
Esa noche, mientras los asistentes ya le estaban arrimando tupido a la picada de papitas/palito/maní (“Guadalupe”, of course), tinto de la casa, queso de chancho de la Cipa, salchichas de Colombo, mortadela de Lario y soda “San Ramón”, la directora Ejecutiva en funciones (la suegra, se recuerda), convocaba a los más íntimos al living donde los novios intercambiarían las alianzas. Las mismas eran entregadas por la víctima (el novio) junto con el cintillo y se colocaban en el dedo anular de la mano derecha, cuando se casasen se grabaría la fecha del acto y se pasarían a la otra mano ante el altar, debidamente bendecidas por el padre Corti, que también acudía al brindis esa velada.
Asistían al momento los abuelos, los padres del novio y un sobrino/sobrino y/o ahijado que entregaba la primorosa caja forrada en terciopelo donde quedaría el cintillo, nunca se sabrá para qué.
Después de la recomendación de la titular del hogar al fotógrafo con un “Sáquenos lindos”, los chasiretes (Caccia, Conti, Aldo, Previderé o Dezzi) eran invitados a degustar un clericó y acompañados hasta la puerta. Nada de invitar que ya bien cobraban lo suyo.
La comilona posterior se mezclaba con la Navidad (que no podía dejarse de lado), los pasados de rosca, los chistes “verdes” al novio y los reclamos de brindis por la feliz pareja, reiterado hasta el hartazgo.
Cuando la madrugaba se hacía cercana y algunos se rebuscaban alguna cerveza “Palermo” en el tacho que ya no tenía hielo, cuando el que parecía dueño de casa revoleaba los mocasines (comprados de “Borcasi”, de contado), y el pobre novio se daba cuenta que estaba más encadenado que Papillon en la Isla del Diablo, la patrona encaraba a los más remolones con un terminante “Bueno.. .quieren llevarse un poco de pollo para mañana?. Había que irse.
Así lo entendían todos, pero la tía Clota (que andaba siempre con el almanaque controlando fechas de enlaces y nacimiento), no quería perder el protagónico y en su saludo dejaba lo que con el correr de los años pasó a convertirse en un verdadero clásico: “…y, para cuándo los confites?
Vieja jodida, si las había.

Autor: Edgardo Peretti

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web