Sociales

Sensaciones y sentimientos: Ray Bradbury es más humano

Manejó la sorpresa y la imaginación como pocos.
Crédito: Gaceta UNAM

Por Hugo Borgna

Podría pararse en una de las tantas curvas ilógicas que tiene el espacio, inventar un buzón cuántico y, encendiendo un trozo de materia volante con un resto de sol, decir con suficiencia que él estuvo siempre en el aire lácteo común, ¡qué le van a hablar de espacio!

No lo hace. Como buen vecino y respetuoso de los expertos de su misma materia (Isaac Asimov, por ejemplo, un brillante autor del mismo ramo de estrellas) conversan acerca de la gente del mismo generoso patio.

Escribe desde la sala de estar modelo Tierra, pero podría hacerlo con la misma solvencia desde otro planeta (todo el mundo recuerda la repercusión infinita de las “Crónicas marcianas”).

Ray Bradbury nació en agosto de 1920 en un lugar de los Estados Unidos de América llamado Wasegan. Vivió hasta junio de 2012 en un apropiado sitio (Los Ángeles) donde transitan otras clases de estrellas -terrestres y lejanas al mismo tiempo- con vecinas tangibles pero más habitualmente apartadas, desde engañosas pantallas de cine.

Pero hay que hablar del otro espacio, el de los cometas y la vida asentada en lejanía estelar. Allí está, esperando atento una buena parte de la literatura de Bradubury, caballero correctamente vestido de traje y corbata y sonrisa verdadera, capaz de hablar del clima y hasta de quejarse del de su sector barrial esperando la refrescante lluvia, mientras ávidamente consume el pronóstico meteorológico que surge de la televisión.

El nudo de conflictos de Ray Bradbury no es tan científico como el de Asimov (los dos se apoyan en una tecnología futura -que ya no lo es tanto- pero el problema es siempre el malentendido o las consecuencias específicamente humanas. Uno de los ejemplos es el relato “En la pradera” en que un padre instala tecnología de avanzada para que jueguen sus hijos en un supuesto y vegetal espacio selvático. En el final de ese cuento virtual, una realidad peligrosamente concreta avanza sobre lo que es (o debería ser) sólo elemento para juego, con posible riesgo de vida para los hijos.

O cuando en otro relato, una mujer con sus hijos sale a pasear sólo de noche: nunca más de día desde que por accidente de un viaje espacial del padre y esposo, la nave se desvió y fue a colisionar con el sol. Por eso, por la tristeza que significa convivir con la ausencia, hacen sus paseos fuera del brillo insolente y doloroso del sol.

Con todo, predomina el sentimiento humano, y la da color a la vida, por más que Bradbury haga comparecer a las sinuosas fuerzas ocultas en buena parte de sus libros (El país de octubre, La feria de las tinieblas).

Comenzó a escribir a sus 18 años y lo hizo hasta el último día. Manejó la sorpresa y la imaginación como pocos. Instaló una épica temible aunque virtual, rozando siempre la sensación humana. Los títulos hablan por sí solos de su penetración como escritor en la vida diaria de los lectores (Farenheit 451, (1953), Crónicas marcianas (1950), El hombre ilustrado, (1951). Allí el elemento maligno no es descripto: se insinúa. Está al acecho y se lo ve actuar con la complicidad de la simpleza de los personajes, como en el relato ambientado un 31 de octubre en el que dos mellizos entran a una oscura y terminal calesita. Se salvan, pero uno da una vuelta más y termina con un año más que el otro.

Alguien le preguntó a Bradbury de dónde obtenía esas ideas de historias que terminaban asombrando a seguidores de por lo menos dos décadas. Él había señalado un escritorio de discretas medidas, lleno de objetos de simbología indefinida y no conectados entre sí.

De aquí, contestó con toda sencillez.

Autor: 452298|

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